Desde los comienzos del siglo veinte, Maeterlink llamó un “bárbaro prejuicio” a la porfía de los médicos que agotan hasta el último recurso a su disposición para prolongar una vida que obviamente es presa de una enfermedad avanzada, horriblemente dolorosa e incurable. El paciente ansía dejar de sufrir y terminar su vida en paz. En lugar de eso, se ve rodeado de afanosos técnicos, enfermeras y personal médico que lo voltean en su lecho; le ponen inyecciones; lo conectan a máquinas que registran diversos signos vitales; y quizás lo intuban o traqueotomizan. Todo sin que nadie se detenga unos minutos para que el sufriente pueda hacerles una pregunta. En nuestro idioma, la expresión “encarnizamiento terapéutico” describe gráficamente esta situación.
Lo que el admirable conocimiento médico hace es “lograr que seres humanos mueran en un dolor más atroz que el de las bestias que nada saben”. ¡Vaya paradoja! Por un lado, los sabios nos dicen que la muerte en sí no es de temerse, y que solo la espera angustiosa de su llegada nos hace temerla: Pompa mortis magis terret quam mors ipsa, decían los antiguos. Por otro lado, el horror prejuicioso de algunos médicos a la muerte los lleva a prolongar precisamente las circunstancias que transforman lo que en sí no es temible, en algo genuinamente espantoso.
Es comprensible que cuando el mal produce un deterioro corporal prolongado y doloroso, algunos enfermos opten por apresurar su muerte. Piden al médico que recete drogas que, a sabiendas de ambos, causarán la muerte del paciente. Es lo que se denomina “suicidio asistido”, diferente de la “eutanasia voluntaria activa”, en la cual el médico no solo prescribe las drogas letales, sino que él mismo las administra a petición explícita del paciente. En la eutanasia “no voluntaria” el paciente está imposibilitado para dar su consentimiento, pero lo provee su representante legal.
Históricamente, el concepto de eutanasia está empañado con las pasiones de quienes mantienen puntos de vista contrarios. Se entiende, pues no se trata de un asunto baladí: literalmente es cosa de vida o muerte. Unos enarbolan la inviolabilidad (o la “sacralidad”) de la vida humana como “principio” normativo de conducta. Para ellos, la eutanasia es una violación al “derecho a la vida” cometida contra personas vulnerables y un eufemismo para el asesinato. Otros, por el contrario, arguyen que obligar a que la forma de morir de una persona concuerde con el sistema de valores de otros, es detestable abuso que contradice la supuesta actitud compasiva de quienes profesan ser defensores de la vida. La eutanasia, dicen, es un acto de auténtica compasión ante el sufrimiento de un ser humano; una afirmación del derecho de cada uno a controlar su propio destino; y una decisión clínica basada en lo que mejor conviene al estado del paciente. Estas consideraciones también se erigen como “principios”, lo cual explica la contumacia de la mutua hostilidad de los contendientes.
El conflicto entre estas dos posiciones antagónicas no es nuevo. Data desde hace miles de años y, vista la hondura de las mutuas aversiones, hay razón para suponer que seguirá por miles más. Imposible cubrir, en el espacio de un artículo, los complejos aspectos filosóficos, médicos y legales de estas graves cuestiones. Una excelente visión general, accesible, en lenguaje llano y con referencia al medio social mexicano, es el capítulo titulado “Eutanasia y Suicidio Asistido” en el tratado de Ética médica laica del Dr. Ruy Pérez Tamayo.1 Es un texto indispensable para todo estudioso de la eutanasia.
El presente artículo es solo un breve atisbo de dos temas: el llamado argumento de la “cuesta resbalosa” y la incipiente injerencia de la tecnología en la eutanasia.
El argumento de “La cuesta resbalosa”
Quien trata de escalar una cuesta resbalosa suele caer en vez de subir, como era su deseo. Esta metáfora la usan quienes creen que aprobar una forma rigurosamente limitada de eutanasia conduce a permitir mucho más de lo planeado. John Keown, un especialista en ética, escribió que la teoría de la “cuesta resbalosa” se aplica a la eutanasia mediante dos clases de argumentos: empíricos y lógicos.2 Según los argumentos empíricos, ahí donde la legislación autoriza la eutanasia voluntaria, a la postre se llega a favorecer la ejecución de actos de eutanasia no voluntaria e inclusive “involuntaria” (cuando el consentimiento del paciente no se buscó, o bien éste lo había rehusado explícitamente). De corroborarse estos datos, tendríamos que convenir que constituirían argumentos de gran fuerza; sin embargo, la validez de la evidencia empírica no es universalmente admitida.
Los opositores de la eutanasia insisten en que la “libre elección” de terminar con la propia vida tiende a promover un cambio indeseable en los valores tradicionales de la sociedad. Dicen que en países que autorizan la eutanasia y el “suicidio asistido”, año con año se observa un dramático aumento en el número de personas cuyas vidas son activamente terminadas por otras gentes.3 Y una vez que tales prácticas se vuelven legalmente aceptables, se hace más y más difícil justificar los criterios que estipulan quién califica para una terminación legal de su vida… Siempre habrá casos “difíciles” no previstos por la ley; casos que caen apenas fuera de los límites de elegibilidad inicialmente propuestos. Por ejemplo, ¿por qué no considerar como elegible para eutanasia a un paciente que es apenas unos meses más joven de lo que establece la ley? Pero no solo la edad: otras circunstancias pueden diferir de las estipulaciones legalmente sancionadas. De modo que la presión será muy grande para expandir en todas direcciones los límites previstos; y es inevitable, dicen algunos expertos, que esta progresión ocurra.
Entre los cambios sociales que tienen lugar donde la eutanasia es permitida, está un nuevo concepto del suicidio, considerado como modalidad de terapéutica médica, desprovisto de su dimensión trágica. Empero, los médicos no siempre se adaptan a la nueva visión. Uno de ellos, en Bélgica, decía no poder dormir días antes y después de administrar la eutanasia. Y comentaba: “estudias durante muchos años […] en los que únicamente te enseñan cómo curar, y ahora haces todo lo contrario… Me da miedo el poder que poseo en ese instante”.4 Gentes que antes no cuestionaban sus vidas, una vez que la eutanasia es legal, se preguntan: ¿Cuál es la calidad de mi vida? ¿Seré una carga para otros? Es el germen de la ideación suicida.
Conviene tener presente que el mundo de la realidad difiere, a veces muy penosamente, del concepto “idealizado” de la relación médico paciente. Cuando un enfermo “libremente” elige y pide la eutanasia, suponemos que su médico lo conoce muy bien; que entiende cabalmente sus temores, sus ansiedades y su sufrimiento; que todo lo entiende suficientemente bien para concluir que la elección de su paciente de terminar su existencia deriva de una convicción deliberada y “autónoma”. Es decir, que el paciente no actúa impelido por una depresión que puede ser transitoria, o por espurias presiones externas, como considerar que es “una carga” para sus sobrevivientes. Así, quienes defienden la eutanasia generalmente suponen que los médicos pueden decidir si la decisión es realmente autónoma porque conocen perfectamente a sus pacientes, y que estos, a su vez, confían absolutamente en sus médicos, sin tener jamás la más mínima sospecha de que su diagnóstico esté equivocado. Bien se ha dicho que “quienquiera que trabaje día con día en el cuidado de pacientes terminales, sabe muy bien que este cuadro idealizado simplemente no existe en la realidad”.5
Veamos ahora los argumentos que Keown llama “lógicos” contra la legalización de la eutanasia. La posición de este autor es que la permisibilidad de la eutanasia voluntaria implica conclusiones éticamente problemáticas. Una de estas la enuncia así: la eutanasia voluntaria es permisible solo si la eutanasia involuntaria también lo es. El razonamiento de base es el siguiente:
Para concluir que la eutanasia es moralmente permisible, se requieren dos cosas: (i), que la petición del paciente sea hecha en forma autónoma, y (ii), que el médico juzgue en forma competente que la muerte sería un beneficio para el paciente.6 Según esto, si la valoración del médico es positiva, la eutanasia se considera moralmente permisible; pero la permisibilidad es improcedente si la valoración del médico es negativa. Por tanto, Keown hace notar que toda la responsabilidad moral del caso reside en el juicio del médico, puesto que la permisibilidad depende de la satisfacción del criterio (ii) antes mencionado. Pero, siendo así, el criterio (i) —la decisión “autónoma” del paciente— resulta superfluo. Si la permisibilidad moral de la eutanasia se reduce enteramente al juicio médico que dictamina que la muerte beneficiaría al paciente, entonces ya no hay diferencia entre los casos de pacientes que solicitan la eutanasia, y aquellos que son incapaces de solicitarla. Luego se cumpliría el enunciado de Keown: “la eutanasia no-voluntaria es permisible si la voluntaria lo es”.
Veamos ahora el criterio (i), según el cual no se atribuye ningún valor moral al juicio médico de si la muerte sería beneficiosa para el paciente. Toda la responsabilidad moral gravita sobre la decisión del propio paciente. Pero, de ser así, los médicos estarían obligados a respetar los deseos de cualquier paciente que solicitase de manera “autónoma” la eutanasia, sea esta beneficiosa o no para el solicitante. En palabras del mencionado autor:
Si la justificación fundamental de la eutanasia voluntaria activa es el respeto a la autonomía del paciente, entonces [este razonamiento] es lógicamente incongruente con el hecho de que el paciente sufra un dolor intolerable, o tolerable, o que no sufra nada.7
Para Keown, la eutanasia es éticamente indefendible y nos remite a los “cuernos de un dilema”. Si basta saber que la muerte beneficiará al paciente, entonces el consentimiento de éste es irrelevante (uno de los “cuernos” del dilema). Pero, si lo que importa es la petición del paciente debidamente certificada como autónoma por los médicos, entonces la evaluación del posible beneficio al paciente será redundante (segundo “cuerno” del dilema).
Esta manera de discurrir se nos antoja capciosa o sofística. Fue, durante un tiempo, tenida por objeción importante a la eutanasia, desde el marco del argumento de “la cuesta resbalosa”. Sin embargo, el valor de la autonomía personal no es absoluto, tiene limitaciones. Toda persona es libre de emprender actividades peligrosas, como practicar paracaidismo, o conducir una motocicleta a gran velocidad, pero de esto no se sigue que la libertad individual debe ser irrestricta. Un paciente puede hacer, de manera autónoma, decisiones inmorales, como las que causan daño a sus familiares. En cuanto al razonamiento de Keown, su error es conceder valor absoluto a cada uno de los criterios discutidos. Ambos elementos —(i), la decisión autónoma del paciente y (ii), el juicio competente del médico de que la muerte será un beneficio para quien la pide— son indispensables. Tanto el (i) como el (ii) son criterios individualmente necesarios, y conjuntamente suficientes para hacer permisible la eutanasia. La formulación correcta, según un contrincante ideológico de Keown,8 es esta: Dada la presencia de (i), la adicional presencia de (ii) bastará para hacer permisible a la eutanasia. A la inversa, dada la presencia de (ii), la adicional presencia de (i) será suficiente para lograr el mismo fin. Lo que no es admisible es proponer que cualquiera de los criterios (i) o (ii) es suficiente individualmente para hacer a la eutanasia permisible.
La tecnología comienza a insertarse en la eutanasia y el suicidio asistido
Philip Nitschke, autor australiano, médico y fundador de la organización pro eutanasia Exit International, ha diseñado varios artefactos cuyo objeto es facilitar la muerte voluntaria. El más reciente, llamado “Sarco” tiene un diseño “aerodinámico” que sugiere una nave espacial.9 (No es coincidencia, supongo, pues el usuario se embarca en un gran viaje al “más allá”). Se trata, en rigor, de un lujoso ataúd con una función automática. El presunto suicida se introduce en el estilizado cajón; una voz le hace tres preguntas: “¿Quién es usted?, ¿dónde está usted?, y ¿sabe usted lo que ocurrirá en cuanto apriete el botón?”. Lo que ocurre después es que el interior se inunda de nitrógeno, haciendo perder la conciencia al ocupante en menos de un minuto y la vida (por asfixia) en menos de cinco.
Con este artefacto se trata de hacer que el suicidio asistido sea “lo menos asistido posible”. Nadie tendrá cargo de conciencia (ni podrá ser enjuiciado) por haber ayudado materialmente a privar de la vida a un semejante. Ni siquiera puede decirse que alguien construyó la máquina con sus propias manos, pues la construcción la realiza una máquina impresora 3-D (tridimensional) que recibe órdenes electrónicamente, a distancia. No se administran barbitúricos y no es necesario que alguien aplique una inyección. Nitschke ha enviado ya a Suiza los planos para reproducir esta máquina mediante impresora 3-D, y piensa que el gobierno suizo aprobará su uso en casos de “suicidio asistido”, el cual, como es bien sabido, se permite en tierra helvética. No parece creíble. Hay problemas no fáciles de superar.
El gobierno suizo exige, antes de autorizar la eutanasia o el suicidio asistido, que dos médicos certifiquen que el paciente no es un enfermo mental. Nitschke quiere crear un programa electrónico, un software capaz de hacer una evaluación psiquiátrica de los pacientes. A quienes tenemos un cierto escepticismo sobre la psiquiatría, esto nos parece un problema formidable. Dada una persona que quiere morir, no habrá dos psiquiatras que coincidan en su opinión sobre el estado mental de esa persona. Creo que habrá tantas opiniones como psiquiatras consultados.
Sin embargo, la tecnología y la Inteligencia Artificial ya están aquí, su progreso no puede detenerse. Se ha programado software para decidir quién recibe diálisis renal y quién no. Si dos pacientes tienen la misma probabilidad de sobrevivir, es necesario decidir quién vive y quién muere. Los criterios para decidir son elaborados por la sociedad —por nosotros mismos—, y pueden ser codificados en algoritmos. De igual forma, es creíble que habrá, en un futuro no lejano, algoritmos incorporados a una computadora, la cual dictará quién califica para la eutanasia o el suicidio asistido.
Imagen de portada: Peter Paul Rubens, Entierro, 1615. Rijksmuseum
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Ruy Pérez Tamayo, Ética médica laica, Fondo de Cultura Económica y El Colegio Nacional, México, 1ª. edición, 2002. ↩
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J. Keown, Euthanasia, Ethics, and Public Policy, Cambridge University Press, Cambridge, 2002. ↩
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Lynne Bowyer, “Euthanasia”, Think, 2021, vol. 20, núm. 58, pp. 93-102. ↩
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Rachel Aviv, “The Death Treatment. When should people with a non-terminal illness be helped to die?”, The New Yorker Magazine, Nueva York, 15 de junio de 2015. ↩
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George Pilcher, A Time to Live: The Case Against Euthanasia and Assisted Suicide, Monarch Books, Oxford, 2010, pág. 13 (citado por Lynne Bowyer en Euthanasia, op. cit.) ↩
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J. Keown, Euthanasia (op. cit., pág. 77). ↩
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J. Keown, Euthanasia (op. cit., pág. 78). ↩
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Harvard Lillenhammer, “Voluntary Euthanasia and the Logical Slippery Slope Argument”, The Cambridge Law Journal, 2002, vol. 61, núm. 3, pp. 545-550. ↩
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Will Douglas Heaven, “Life, death, and automation”, MIT Technology Review, 2022, vol. 125, núm. 6, pp. 72-76. ↩