12. Zamora
Rómulo había puesto el autobús rumbo a Zamora mientras yo vaciaba la caja de palmeritas de chocolate que Carlota había comprado antes de salir de León, en una confitería recomendada por no sé qué influencer glotón. No la compartí con nadie porque Carlota había bromeado a mi costa.
“Esta caja es para Basilio y esta otra para todos los demás”.
Rómulo silbaba la melodía del dúo Conjuntivitis. Recuerdo que mi hermano silbaba todo el rato y a su muerte asocié el silbido con la fatalidad.
“Rómulo, no silbes —le grité—, que trae mala suerte”.
También en el teatro lo tienen prohibido, le expliqué para no sonar tan ogro. Aitana Banana estaba feliz de verte desfilar con la cazadora de cuero rojo y cremalleras plateadas arriba y abajo del autobús.
“¿Seguro que no parezco una vieja intentando quitarse años?”, preguntaste.
Y era exactamente lo que parecías, pero todos lo negamos. Arroba nos informó de que el Mastuerzo había reaccionado con solemnidad a tu comentario de la noche anterior sobre la eutanasia practicada a su perro. Estaba rabioso.
“Me pregunto si podemos llevar una campaña hasta cotas tan bajas de indignidad…”.
Era lo que buscábamos. Nos bastaba con haber sembrado la duda sobre su firmeza cristiana, algo innegociable para el núcleo duro de los electores. En la única conversación que tuve sobre religión contigo, cuando te dije que yo creía en Dios pero no en su organización armada, tú me confesaste que rezabas por las noches. Era tu pequeña superstición privada que conservabas desde la niñez. Fuera como fuese no podíamos dejar que nos robara un votante católico ese candidato con aire de dependiente, que además mantenía relaciones peligrosas con personajes como Luisa Paz, a la que aún seguía cortejando para obtener más información. Respondiste al Mastuerzo con un gancho cruzado:
“Solo quise unirme al dolor por su perro sacrificado, Litus. Nada más lejos de mi intención que ofender su memoria. Todos sabemos que un perro es para una familia como uno más de sus miembros”.
Si habíamos jugado a comparar el sacrificio de su perro con el sacrificio de su madre, no íbamos a soltar el bocado tan fácilmente. Cuando te pasé la respuesta por escrito sonreíste, pero al pronunciarla en voz alta le añadiste ese tono tuyo angelical que logró descolocar al rival. Aprendías rápido.
Arroba sentenció que la polémica nos había resultado propicia y sus datos bastaban para cerrar cualquier discusión. La encuesta es la nueva religión. En lo que estábamos todos de acuerdo es que lo mejor era pasar el menor espacio de tiempo en Zamora, donde según nuestros datos los tres diputados ya estaban repartidos entre los tres partidos mayoritarios sin opción de sorpresa.
Me sonó el teléfono. Era mi hijo. No me llamaba jamás y cuando yo lo hacía no me contestaba a la primera. Era una manera de dejar claro que mi desprecio tenía sus consecuencias. El amor entre nosotros era una mercancía en rebajas. Sin embargo le respondí a toda prisa, no fuera que se hubiera muerto su madre. No sé por qué pensé esa bestialidad, tan inacostumbrado estaba a que me telefoneara. Por suerte, lo único que quería Nicolás era dinero. La empresa en la que trabajaba se trasladaba a un polígono en las afueras de Madrid y quería comprarse un coche.
“Lo voy a necesitar, papá”.
“Si Madrid es la ciudad mejor comunicada del mundo”.
Lo tomó como una broma mía. Se hizo la víctima tres minutos más y luego le dije que sí, que hablaría con Palomo, que era un amigo íntimo que llevaba un concesionario de coches de segunda mano en Leganés. Protestó porque estaba pensando en un coche nuevo y rutilante, pero le saqué del error bien rápido.
“Mira, hijo, cuando te compres algo con tu dinero ya decides por ti mismo”.
“Pero un híbrido…”
“¿Qué es un híbrido?”
“Un coche que no contamina tanto”.
No le dije que traerlo al mundo fue una forma de contaminación imposible de compensar con sus pequeños gestos. Le quiero demasiado como para hacerle sufrir gratuitamente. Pero me gustaban esas victorias morales sobre una de las pocas personas que se creía con derecho a entrar en mi vida sin delicadeza. Hay algo en la paternidad que me repugna, es como si firmaras un contrato voluntario para ser extorsionado de por vida. Ese chantaje se llama cariño. Pues bien, Amelia, yo no acepto ese acuerdo.
Tras colgar el teléfono, me di cuenta de que nuestra escena tenía que ver con el asunto que me había desvelado por la noche. Me habías encargado que preparara un acercamiento a los jóvenes y yo había sido incapaz de otra cosa que ventilarme la botella del etiqueta azul a traguitos lentos. La seducción de los jóvenes pasa por darles dinero. Caí en ese momento en la cuenta. Es lo único que reciben con aprecio. Llamé a Carlota y le pedí que se sentara a mi lado. Le propuse que presentáramos un cheque juvenil, como una especie de paga de arranque para que iniciaran su vida profesional. Me miró asombrada. Le dije que podíamos establecer un cheque despegue de, pongamos, mil euros, cuando un joven termina los estudios o se lanza al mercado laboral.
“Es como la iniciativa del general Cojo de ofrecer un cheque a las mujeres para que tengan hijos —le hice ver—. Es algo que han copiado de los radicales cristianos de Polonia”.
“No estoy segura de que podamos ofrecer eso sin que el equipo de economistas haga un estudio serio. Hablaré con Lázaro”.
“Lázaro y su equipo de economistas son un coñazo”.
Carlota se puso seria. Me explicó, no era la primera vez que lo hacía, que yo no estaba contratado para dar ideas programáticas. Lo dijo así, “ideas programáticas”, y me sonó a introducir por el ano objetos puntiagudos. “Limítate a adornar nuestras propuestas”, me dijo para zanjar la conversación y volver a la burbuja de su móvil. Pero tú habías escuchado fragmentos de mi discurso. Te quitaste la cazadora tan favorecedora y te sentaste con la rodilla apoyada en el asiento de delante del nuestro.
“¿Cómo era eso del cheque despegue que estabas contando?”
“Cuando el Santo habla de suprimir la herencia como único acto decente de la humanidad contemporánea, tú sabes que no hay país que lo acepte. Porque la propiedad privada es intocable. La gente que tiene algo, por miserable que sea, se aferra a ello y no lo suelta. Por eso los más pobres defienden las posesiones de los millonarios, porque sueñan con llegar a serlo algún día. Esa es la tragedia ridícula de mis queridos niños. Pero les gusta también que el dinero entre en campaña, propuestas contantes y sonantes”.
“Pero yo tengo las manos atadas en lo económico, mi pacto con Lázaro Abad es que él…”.
“Lo sé, pero en mi propuesta es un cheque que funcione como incentivo. Y no sería tan costoso. A Lázaro podría gustarle, es caridad cristiana”.
El asunto de la renta básica universal se había discutido, porque el Santo lo había propuesto en su programa electoral. Pero en las primeras reuniones de diseño de campaña la decisión era apostar por la contención del gasto. Según Candi, vuestro electorado consideraba que las ayudas sociales contribuyen a fabricar vagos y era el momento de empezar a recortar prestaciones y subsidios establecidos durante la crisis.
“No puedo salir ahora ofreciendo cheques cuando hablamos todo el rato de volver a la senda de la austeridad —me dijiste—. Pero lo de los jóvenes puede estar bien. Los demás partidos compiten por bajas de maternidad cada vez más largas, pero se olvidan de los jóvenes que terminan estudios”.
La Cachorra estaba ofreciendo tres semanas más de baja a padres y madres. Se sabe que rozamos el 1 por ciento anual de nacimientos, que es una manera de decir que el país se va poniendo viejo minuto a minuto. Luego discutimos si darlo en bonos de consumo y demás variantes. Pero te vi durante un cuarto de hora entusiasmada, como si por una vez la política te interesara como invención. El programa te lo habían redactado y encuadernado delante de tu puñetera cara sin dejarte meter apenas algo de literatura barata. Eso te dolía y yo lo notaba a diario. Fue Tania la que vino desde el fondo del autobús como una camioneta sin frenos y empezó a gritar eso es comunismo, apesta a comunismo, ya me lo conozco.
“Empiezas subvencionando una cosa y acabas subvencionándolo todo y poniendo a comer de la mano del poder a la población tutelada que espera su cheque”.
Yo me resistía a dejarlo caer pese a ese fervor desconocido en Tania. Me gustaba la idea de que los jóvenes pudieran disponer de un dinero para su comienzo profesional, me parecía que por ahí agarrábamos a votantes que según Arroba hasta ese día nos ignoraban.
“Nuestro plan juvenil es para emprendedores, no para vagos y fiesteros”, dijo Carlota, con una interpretación generacional basada en sus rencores de niña pija.
Agitó en mis narices el programa del partido. Veinte folios redactados en un estilo literario similar al de los prospectos de medicinas y los pliegos de instrucciones de montaje de muebles. Me gritaba que haría bien en leerme el puto programa y me buscó las páginas dedicadas a los jóvenes. Incentivos a la contratación de menores de 36 años, becas para prolongación de estudios, plan de estímulo a emprendedores y la martingala copiada programa a programa desde dos décadas atrás. Es literatura de último recurso que hay que redactar a toda prisa para presentarla a los cuatro electores con ganas de saber qué se cuece detrás de la oferta electoral. Siempre, en el último momento, hay alguien que cae en la cuenta de que se han olvidado de añadir algo sobre los jóvenes y escriben cualquier cosa a vuelapluma. Sí, porque los jóvenes en campaña son tratados como un ente accesorio, viscoso y volátil, que responde al unísono a estímulos bobos.
“Pues no, no me he leído el programa porque valoro demasiado mis neuronas —le grité—. Lo que te estoy pidiendo es que te rasques la cabecita para encontrar algo que atraiga a algún joven hacia una candidata de 60 años profesora de universidad”.
Un rato después dijiste esa cebollinada que capitalizó tu encuentro con jóvenes en Zamora. Que ibas a abrir una oficina especializada en ellos, y que cada viernes, al terminar el consejo de ministros, instaurarías un foro de jóvenes, en el que cincuenta elegidos por sesión tendrían derecho a formular sus peticiones y críticas ante ti en el Palacio de la Moncloa. Sería tu consejo de ministros alternativo. Lo dijiste con un entusiasmo tal que Arroba aplaudió desde su asiento.
“Gran idea, jefa”.
Había tomado la manía vomitiva de llamarte así.
“Consejo de ministro guay —dije yo, que ya había puesto a movilizarse a mi inteligencia para despellejar tu proyecto, para imaginar lo que harían los rivales con él en cuanto llegara a sus oídos—. Guardería monclovita, esfuerzo adoctrinador, populismo barato, juvenalia bobalicona”.
¿Y sabes lo peor? Que funcionó. Al menos ante un foro de alumnos de bachillerato que se pusieron a aplaudirte. Ese sí fue un aplauso espontáneo, porque en los mítines estamos acostumbrados a que el público funcione como los figurantes de los programas de tele, que por un bocadillo siguen la orden del regidor como esclavos ridículos. Aquellos muchachos percibieron tu entusiasmo algo sobreactuado. Porque era sobreactuar, Amelia, no vamos a engañarnos.
Escuchar las necedades de los jóvenes puede ser divertido durante tres viernes, pero al cuarto te arrastrarás a la sala de reuniones como si acudieras a una sala de ejecuciones. Pasa con los programas esos de tele donde los ciudadanos de la calle preguntan a los políticos. Durante las tres primeras emisiones disfrutas de los aprietos que tienen los candidatos para saber lo que vale un café. Al cuarto programa, ya comienzas a darte cuenta de que en realidad los políticos no son más que una prolongación obscena y simétrica de la propia sociedad. No hay otra. Y entonces mis queridos niños se asustan, porque si no piensan que ellos son mejores que sus políticos les da un pasmo depresivo. Su autoindulgencia no tiene límites. Es casi tan potente como su soberbia.
“Escuchar a los jóvenes es algo que hago en mi puesto universitario —dijiste, y señalaste a Carlota como un ejemplo vivo de que escuchas y hasta obedeces a tus alumnos—. Carlota era una joven alumna que ahora es mi mano derecha, porque está llena de ideas, de energía”.
Lo cual no dejaba de ser cierto. Y luego aceptaste el lacito que te propuse de colofón.
“Voy a ser la presidenta de los jóvenes, porque los aprecio, convivo a diario con ellos, trabajo desde hace décadas con ellos y porque soy, de todos los candidatos, la única que los conoce de verdad y sabe lo que necesitan”.
Ese mediodía, los noticiarios abrían con un rótulo sobreimpresionado en las imágenes tuyas y que decía: se postula como la presidenta de los jóvenes. Las chanzas de tus rivales no hicieron sangre. Solo el Mastuerzo dijo algo con filo. Que para ser la presidenta de los jóvenes te habías puesto una cazadora de cuero, pero que ya sabía él que esa tarde volverías a tu ropa de marca y a tus fulares caros para representar la vieja política de siempre. Reconozco que aprecié su observación.
En Zamora nos llevó de paseo el líder local. Le apodaban la madre de Psicosis, y tenía un aspecto viejuno y grisáceo, pero se trabajaba un humor descacharrante. Te metió en la casa de una señora viuda para que probaras un guiso que se olía desde la ventana. Hablaba como un cacique encantado de conocerte, y lo mejor es que aquello le funcionaba. A mis queridos niños les gustaban los políticos con los zapatos gastados, que iban a preguntar por las alcantarillas del barrio y ordenaban que les cambiaran la bombilla de una farola al instante después de que vinieran a decirles que se había fundido. Ese paseo con tu cazadora de cuero roja bajo el sol de la mañana fría zamorana tuvo algo de catártico. A mí me empezaron a doler los tobillos, así que Tania me sentó en un bar y me dijo que luego mandaba a Zunzu a recogerme.
Miré el reloj de la pared y eran casi las doce. La cara de los parroquianos fijos del local invitaba a ponerse de anís hasta el culo. Sin embargo, pedí un café y me leí los dos periódicos deportivos.
Un viejo, desde la mesa mellada por los golpetazos del dominó, me preguntó quién era la política que había llegado esa mañana.
“Amelia Tomás”, le dije.
Se encogió de hombros.
“Me da lo mismo que lo mismo me da”, dejó caer.
Fingí que no tenía nada que ver contigo. Pedí un poco de anís para echar al segundo café. Al beberlo, el mundo comenzaba a ser más agradable.
La madre de Psicosis te dio un paseo por las calles principales, para que te viera el personal. Según me contó Tania te repetía todo el rato que él era político de cercanía, que no te dejaras vencer por el síndrome de la Moncloa, que castiga a los elegidos con la lejanía del mundo terrenal.
“La política no es un tren rápido, su ritmo es de convoy lento y seguro”.
El hombre era tan terrenal que te llevó al parque y te hizo abrazar un árbol, porque decía que si apretabas el oído contra el tronco se escuchaba la voz de los mayores, de los que nos habían precedido.
“Los árboles llevan aquí mucho tiempo, conocen todos los secretos”.
Tamaña fantochada fue portada de la prensa de la zona al día siguiente. ¿Te acuerdas? Había que verte abrazada al árbol. Yo, que no había presenciado el momento, me sorprendí por la imagen.
“Pero ¿cómo fue que te abrazaste a un árbol, Amelia?”.
“En campaña hay que abrazar a todo lo que te pongan delante”.
Tomado de David Trueba, Queridos niños, Anagrama, Barcelona, 2021, pp. 287-296. Se reproduce con el permiso del autor.
Imagen de portada: Karl Wiener, Der Sämann, ca. 1923