Mi hermano tiene veinte años, la misma edad que yo cuando inicié mi vida sexual. Iniciar es un decir, porque mi sexualidad me acompaña desde el momento en que nací, al igual que a mi hermano. Pero las posibilidades de conocerla, experimentarla y ejercerla han sido abismalmente distintas para él y para mí. Eliseo, mi hermano, es una persona con trisomía 21, mejor conocida como síndrome de Down. Lo que implica genéticamente es que, a diferencia de la mayoría de las personas que vamos por el mundo con 46 cromosomas, todos ellos de par en par, mi hermano vive con 47. Y, al parecer, ese cromosoma extra en el par 21, y todo lo que ello implica física y biológicamente, ha mermado la posibilidad de que mi hermano sea considerado un hombre con deseos eróticos y con necesidad de satisfacer placeres sexuales. Como si su discapacidad tuviera el poder de convertirlo en un hombre más tierno que atractivo. Más querido que deseable. La mayoría de las personas desciframos cómo ejercer nuestra sexualidad por instinto, intuición y experiencia —directa e indirecta—. Sin embargo, para desarrollar ese conocimiento requerimos de la interacción humana, de la socialización y, si somos afortunadas, de la educación sexual. Pienso en el caso de mi hermano y me doy cuenta de que es poco probable que él obtenga ese conocimiento por instinto o experiencia. Posiblemente la intuición es su principal compañera en ese camino que transita, en buena medida, solo. Quizá por ello cada vez que alguna circunstancia lo emociona demasiado, lo demuestra saltando y frotándose el pene por encima de la ropa. O tal vez por eso no ha desarrollado el pudor necesario para evitar mostrar su cuerpo desnudo a las personas de su círculo cercano (y no tan cercano). Su intuición no va de convenciones sociales ni vergüenza sobre su cuerpo. Sin embargo, que esas conductas no sean aceptadas socialmente repercute, de manera inevitable, en su proceso de inclusión. En este contexto es donde hace su aparición la deficiente educación sexual que la mayoría recibimos y subsanamos como podemos. Y quizás aquí es donde la discapacidad de mi hermano no permite que, como yo, obtenga este conocimiento a través de métodos autodidactas, situaciones incómodas o experiencias de descubrimiento físico. Lo anterior no implica que él no esté expuesto a todo eso, sino que debido a la forma en la que suceden sus procesos de cognición, interpreta las circunstancias de manera muy distinta a la mía. Para poder asimilar lo que la mayoría de las personas, él requiere de una estructura clara, precisa y sintetizada de las cosas, así como una rutina que le permita aprehender y apropiarse de la información que se le pretende compartir. Pero, ¿acaso un ángel requiere educación sexual? Un ángel, un niño eterno, un santo… Tantas formas de referirse a las personas con discapacidad y de equipararlas a seres que dada su naturaleza asexuada no requieren educación sexual. He ahí una de las discriminaciones más graves surgidas del amor que muchas familias e individuos que ejercen funciones de cuidado profesan. Al convertir a sus familiares en ángeles asexuados, se les excluye del conocimiento y ejercicio de su sexualidad y se les expone a los abusos de gente que usa esa ignorancia a su favor. Nuestra vida social define, en buena medida, los primeros acercamientos al ejercicio de nuestra sexualidad. Se trata de un ámbito en el que las personas con discapacidad se encuentran con otro obstáculo para desarrollarse plenamente como seres sexuales. Generalmente su vida acontece en los mismos círculos sociales compuestos mayoritariamente por otras personas con discapacidad. Además, es común que en estos espacios estén siempre acompañadas por su madre, su padre o alguien que ejerza las funciones de cuidado. De esta forma, y con menos capacidad de intuir por experiencia indirecta, ¿cómo va a desarrollar una persona con discapacidad intelectual conocimiento sobre su sexualidad?
En realidad la pregunta anterior subsume todos los siguientes cuestionamientos. ¿Cómo puede una persona experimentar esa socialización sexuada en ambientes de continua vigilancia? ¿Cómo conocer su cuerpo y el ajeno en espacios de intimidad monitoreados? ¿Cómo reconocer su orientación sexual cuando su voluntad y preferencias son desdeñadas y se le impone lo que se cree mejor para ella? ¿Cómo conocer los límites y detonantes de su deseo? Bajo estas consideraciones, la disapacidad se torna en el factor menos relevante para lograr el ejercicio libre de la sexualidad. En realidad, se intuye que los verdaderos obstáculos son los espacios siempre invadidos por personas cuidadoras, la ausencia de ambientes que propicien la intimidad, la percepción social que considera asexuada a esta población, así como los tabús y estigmas propios que conlleva la sexualidad, e impiden que se otorgue una educación honesta y clara al respecto para esta población. Sin embargo, las limitaciones que implican estos obstáculos son inofensivas ante los entornos de peligro que fomentan. En un ambiente donde se niega la experiencia y educación sexual, la ignorancia y el silencio crean las condiciones propicias para el acoso, el chantaje, el engaño y el abuso. Quizá por ello el porcentaje de personas con discapacidad que son víctimas de abusos sexuales sea tan alto. Se estima que 90 por ciento experimentan abuso sexual en algún momento de su vida.1 De ese porcentaje, entre 97 y 99 por ciento de los abusos son cometidos por alguien que la víctima conoce. En el caso específico de España, la Universidad de Barcelona identificó que de estos abusos 24.5 por ciento de las mujeres y 7 por ciento de los hombres sufrieron violación con penetración.2
Si durante toda su vida se le hace creer a alguien que su cuerpo no tiene potencial sexual y que no es deseable, entonces ¿cómo va a entender un abuso de esta naturaleza? Si se le niega el acceso a una educación sexual con ajustes a sus procesos de cognición y forma de entender el mundo, ¿cómo puede evitar ser parte de esos porcentajes? A la mayoría de las personas con discapacidad se les niega una de las herramientas de prevención más poderosas: la información. Aunado a la información que se proporcione y se comparta con las personas con discapacidad, es necesario construir espacios que permitan su visibilización, con todos sus matices y características humanas. Hay que conocer para entender o, al menos, respetar todas las formas de diversidad. Con esta finalidad surgió Radical Beauty3 en Inglaterra. Este grupo busca desafiar la comprensión y entendimiento de la belleza en la cultura contemporánea a través de diversas manifestaciones artísticas siempre encabezadas por personas con síndrome de Down. Drag Syndrome forma parte de este proyecto,4 se trata de un programa a través del cual se pretende dar visibilidad y espacios de manifestación respetuosa, segura y libre a la comunidad drag con síndrome de Down. Estos proyectos son una celebración que nos permite ver parte de la diversidad humana en todo su esplendor. Pero más importante, se han convertido en espacios de autodescubrimiento en el que jóvenes con discapacidad aprenden otras formas de apropiarse de su identidad sexual, su cuerpo y su personalidad. Sin embargo, mientras veo las publicaciones de estas iniciativas en Instagram, mi hermano y mi madre toman una clase por Zoom. Escucho que la maestra cuestiona a los estudiantes, un grupo conformado por ocho hombres jóvenes: “¿Está bien que enseñemos nuestras partes privadas? ¿Está bien que nos enseñen partes privadas? ¿Está bien tocar partes privadas en privado porque a veces nos da comezón o hay que revisarlas?” Sin embargo, antes de que cualquiera de los alumnos emita alguna respuesta, la maestra se adelanta a responder: “No. Nosotros no podemos tocar las partes privadas de los demás, ni pompas ni pene. Pueden tocarse sus partes privadas, pero ustedes solitos.” Más allá del “nosotros”, que evidentemente no incluía a la maestra, así como la reducción de la sexualidad a las “pompas, pene y partes privadas”, lo que me llama la atención es la educación sexual desde la prohibición. El ejercicio de la sexualidad desde la negativa absoluta, sin información que ayude a discriminar la gestión del deseo y comprender los matices de la intimidad. Imagino que estas palabras resuenan en las personas con discapacidad y les dicen que no, que esa inclusión que tanto les repiten y prometen es una farsa. Que sólo es posible tener una vida sexual desde la alienación, “cuando estén solitos”. Porque no tienen derecho a desear a nadie, porque la posibilidad de ser deseados únicamente puede provenir desde la intención de abusar de ellos. Al final, esto únicamente refuerza la estigmatización de la sexualidad de estos jóvenes y su exclusión de la sociedad como seres sexuados.
¿Cómo transitar hacia un enfoque de la sexualidad no sólo desde la prevención y el riesgo, sino desde la afectividad, el deseo, la identidad/expresión de género o la orientación sexual, pero sobre todo como un derecho y necesidad humana? El 13 de diciembre del 2006 la ONU aprobó la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad. Este documento surge como
un poderoso instrumento para representar la voz de las personas con discapacidad, sus preocupaciones, necesidades y aspiraciones [y llega como] […] una justa exigencia histórica que busca la reivindicación de un colectivo dominado por los estigmas de la incapacidad, la minusvalía y la enfermedad; serie de ideas que los ha llevado a ser objetos de prácticas eugenésicas, tortura, tratos crueles, inhumanos y degradantes, experimentos médicos sin su consentimiento, entre otros.5
Como respuesta a los derechos de autonomía, igualdad y autodeterminación que esta Convención propugna, en ciertos países se han impulsado figuras para facilitar el disfrute de la vida sexual de las personas con discapacidad. A estos servicios se les denomina de asistencia erótica o de acompañamiento íntimo; sin embargo, lo que ofrecen va mucho más allá del acto sexual. Este servicio busca otorgar una experiencia sexo-afectiva que se pueda disfrutar en compañía de alguien más, pero sobre todo descubrirse en la intimidad compartida. A pesar de los múltiples cuestionamientos que estos servicios puedan generar, lo cierto es que son un primer paso para dejar de lado la negación e invisibilidad de las necesidades sexuales de las personas con discapacidad.
Sin embargo, la experiencia en México dista mucho de esas realidades en las que es posible encontrar espacios de disfrute sexual. Por el contrario, muchas de ellas se enfrentan constantemente a violencias en las que su cuerpo está a la disposición de familiares, personas que ejercen funciones de cuidado, que prestan servicios de salud e, inclusive, del Estado. Y en esta realidad, la esterilización es una “medida justificada” para evitar embarazos en casos de violación.
La oclusión tubaria bilateral (OTB), mejor conocida como ligadura de trompas de falopio, es una operación no reversible que se realiza con alarmante frecuencia a mujeres con discapacidad intelectual o psicosocial, generalmente sin su consentimiento o, en caso de menores de edad, por solicitud de los padres o tutores. En estados como Baja California, Jalisco, Puebla y Tabasco incluso se reconoce que el “retraso mental” es causa justificada para realizar estas operaciones. Tal es el caso del Hospital Gustavo A. Rovirosa Pérez de Tabasco, en el que entre 2010 y 2015 fueron esterilizadas tres menores por esta razón.6 Así, la esterilización implica la mutilación “justificada” de la capacidad reproductiva. Una negación de uno de los aspectos de la experiencia humana bajo el argumento de ser una medida de prevención, imposibilitando el embarazo, que sería consecuencia palpable e innegable de un abuso sexual. Lo anterior demuestra que es urgente impulsar la educación sexual no sólo de las personas con discapacidad, sino de sus familiares y de quienes ejercen labores de cuidado. El acceso a información clara también es indispensable para que estas personas cuenten con el conocimiento y las herramientas necesarias para acompañarlas y apoyarlas en el descubrimiento y ejercicio de su sexualidad. Conocer, entender y apreciar la sexualidad de las personas con discapacidad expande nuestra percepción del deseo, de la belleza y del erotismo. Aprender a mirar más allá de los estigmas y los tabús no sólo fomenta la inclusión, sino que abre nuevas puertas en la forma de reconocer nuestro cuerpo y deseos, así como el cuerpo y los deseos de quienes nos rodean. En el mundo de la sexualidad aprender a mirar y apreciar todas las formas y expresiones posibles siempre implica más para todas y todos. Quizás lo que las personas como mi hermano requieren para ejercer su sexualidad, más que ajustes, es que la sociedad en conjunto aprenda nuevas formas de mirar, de tocar, de sentir, de intimar y de conectar. Quizás en el camino percibamos que la experiencia humana es ilimitada.
Imagen de portada: María Guzmán Capron, Mothership, 2017. Cortesía de la artista
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Theresa Fears, “Sexual Abuse of People With I/DD a Global Scandal”, The Arc, 19 de noviembre de 2013. Disponible aquí ↩
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Comunicado de prensa del Grupo de Investigación de Victimización Infantil y Adolescente de la Universidad de Barcelona, Dincat Plena Inclusión (Federación Catalana de la Discapacidad Intelectual) y la Fundación Vicki Bernadet sobre el estudio de victimología en las personas con discapacidad intelectual o del desarrollo. Disponible aquí ↩
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Más sobre este proyecto en la página oficial de Radical Beauty ↩
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Más sobre este proyecto en la página oficial de Drag Syndrome ↩
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Convención sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, México. Disponible aquí ↩
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Elizabeth Ortiz, Gabriel Orihuela y Juan José del Toro, “Esterilización de niñas y jóvenes con discapacidad, ¿protección o exposición?”, Pie de Página, 3 de diciembre de 2018. Disponible aquí ↩