Adiós a todo “eso”
Desde hace algunas décadas en Japón se ha popularizado una obsesión con el rechazo de la vida en pareja, los noviazgos, los amoríos y hasta las relaciones incidentales. Esto ha llegado al grado en que se le conoce ya como el síndrome de la soltería (sekkusu shinai shokogun). Una parte significativa de la población educada, pudiente y urbana de ese país considera la paternidad como una prisión y un desperdicio, y el matrimonio como un contrato emocional, económica y sexualmente innecesario. Semejante visión se acentúa en una cultura como la japonesa, en la que el amor romántico y el matrimonio no parecen estar en sincronía. La vida conyugal ahí consiste en trabajar todo el tiempo, ver apenas a la familia, comprar todos los fines de semana papel de baño y botellas de salsa de soya, pasar la mayoría de los días feriados visitando a los suegros. Es una vieja costumbre asumir que el hogar es un sitio demasiado puro como para practicar el sexo por placer, y que es mejor buscarlo en otro lado.
Otras culturas del mundo tienen visiones semejantes, sin embargo, en Japón se ha dado un fenómeno bastante singular que consiste en una orgullosa pérdida de interés en practicar el sexo, especialmente entre los jóvenes. Este fenómeno se volvió un escándalo mundial especialmente a partir de un artículo de Abigail Haworth, publicado en el diario británico The Guardian en octubre de 2013, que fue ampliamente comentado y discutido. Lo cierto es que las estadísticas muestran que los menores de 40 años están perdiendo interés en las relaciones convencionales y más impactante es que también están haciendo a un lado las citas amorosas y el contacto carnal. Esto puede estar vinculado con la sobreabundancia, omnipresencia, desorbitante diversidad y multiplicidad de la pornografía japonesa, así como la facilidad de acceso a juguetes sexuales. De igual modo, es un producto secundario de una economía dirigida al consumo de los empleados corporativos que pasan la mayor parte del tiempo alejados de su familia. También es importante considerar el problema de la enorme disparidad laboral y social entre los sexos, lo cual hace muy difícil para una mujer casada conservar su empleo y prácticamente imposible para una madre soltera mantenerse en el mercado de trabajo. Otros factores evidentes son el enorme costo de la vida y de tener hijos, el hecho de que la autoridad religiosa es extremadamente laxa y el nihilismo de una generación hiperinformada, hastiada y hasta cierto punto apática. A las razones atávicas, económicas y culturales, también podemos añadir el triple impacto del terremoto, el tsunami y la catástrofe nuclear de Fukushima en 2011, que en un breve periodo vinieron a exacerbar viejos miedos (reflejados por décadas en filmes como Godzilla y el género kaiju) y que han conformado un zeitgeist apocalíptico. Esto parece una generalización un tanto histérica y quizá ligeramente racista, pero en 2015 una encuesta del Instituto Nacional para la Investigación de la Población y la Seguridad Social de Japón reveló que 69.8% de los hombres y 59.1% de las mujeres, solteros de entre 18 y 34 años, no estaban involucrados en ningún tipo de relación romántica.1 En 1987 los porcentajes correspondientes eran 48% para los hombres y 39.5% para las mujeres; una caída de 20% en menos de tres décadas es muy significativa. La tercera parte de los menores de 30 años nunca habían tenido una cita amorosa; 45% de las mujeres y 25% de los hombres de entre 16 y 24 años no están interesados o sienten franco rechazo por el contacto sexual.2 En una sociedad homogénea como la nipona esto se ha traducido en que Japón tiene el crecimiento de población más bajo del planeta y su tasa de fertilidad sigue reduciéndose: se especula que ésta será de 1.16 hijos por persona para el 2020; es necesario que este número sea por lo menos 2.1 para sostener una población. Este modelo de rechazo de la intimidad parece indicar una especie de camino apacible hacia la extinción. Podríamos preguntarnos si se trata de un síntoma de la muerte del afecto y quizá del amor corporal, o quizá sea simplemente una holgazanería casi suicida provocada por el ethos de un pueblo extremadamente próspero —la tercera economía del planeta, pero que se encuentra paradójicamente estancada—. El autor del libro Japanamerica, el estadounidense Roland Kelts,3 considera que en el futuro las relaciones entre los japoneses estarán dominadas por la tecnología. Los mundos virtuales se han vuelto intensamente atractivos, complejos y seductores. Independientemente de las muchas expresiones de pornografía en línea, así como de fantasías eróticas participativas e inmersivas, la repulsión al compromiso, al contacto, a las infecciones venéreas, al embarazo puede llevar a muchos a buscar satisfacción en parejas digitales, hechas a la medida del gusto, fetichismos y pasiones, sin ninguno de los problemas característicos de las relaciones humanas. No es difícil de imaginar que esta obsesión tecnológica se expanda fuera de Japón, especialmente dado el fervor y el culto que generan muchos de los fenómenos pop de esa nación en el resto del mundo. Así tendríamos que la bomba de tiempo demográfica nipona podría ser imitada por generaciones de jóvenes que han crecido leyendo manga, viendo animé y jugando videojuegos japoneses.
Reciclar el envase
La humana es sin duda una especie impertinente, una que continuamente actúa en contra de la naturaleza y a menudo en contra de sí misma. Quizá no somos la única que se comporta de esa manera; sin embargo, sí somos particulares en cuanto a que podemos entender el impacto de nuestras acciones al adaptar y transformar el entorno. A sangre, sudor y fuego hicimos de la Tierra algo muy distinto a lo que era hace unos dos millones de años. Pudimos sobrevivir en un mundo hostil gracias a la capacidad de innovar, al talento para imaginar soluciones a los problemas y compensar las numerosas deficiencias que nos aquejan. Sin embargo, estas mismas innovaciones son responsables de la destrucción del medio ambiente, la extinción de millones de especies y eventualmente nuestra posible desaparición. El exceso de cacería, pesca y explotación inmoderada de los recursos naturales ha tenido consecuencias desfavorables para la especie, y el uso de combustibles fósiles ha contaminado el aire, la tierra y las aguas. Así, hemos sembrado catástrofes y desolación conformándonos con reciclar botellas de plástico de cuando en cuando y dejar de circular un día por semana para aligerar el impacto de nuestra huella de carbono. En el camino al ecocidio hemos anhelado convertirnos en cyborgs, fortalecer el envase de carne y hueso, desprendernos del limo original a través de la química, la cirugía y los implantes. Desde que el hombre pudo expresar sus emociones y temores, estuvo obsesionado por escapar a la tiranía de la edad, sortear el sufrimiento de la enfermedad y el horror de la muerte. La ciencia y la tecnología vinieron a sustituir la magia y la religión como instrumentos para enfrentarse a la descomposición del organismo. Hemos avanzado en la modificación y mejoría del cuerpo, entre atrevimientos, errores, promesas fallidas y aciertos se ha extendido el promedio de vida, se han curado numerosas enfermedades y elaborado formidables prótesis para restablecer la movilidad y reparar cuerpos mutilados. Pero la ilusión de nuestra cultura cibernética no es solamente arreglar lo defectuoso o corregir lo lesionado sino mejorar a la naturaleza, agregar, extender y dar lugar a un “hombre nuevo” e invulnerable. Esta utopía ha encontrado en la cibernética una herramienta formidable.
A un nivel más elemental, tenemos que un cyborg —o bien un organismo cibernético— puede ser cualquier sistema en el que interviene una parte biológica y otra tecnológica. Tanto una célula modificada por el hombre para cumplir alguna función, como el planeta Tierra en su totalidad son cyborgs. De esta forma hemos engendrado, con desparpajo e irresponsabilidad, una jungla de seres híbridos, a nuestra familia extensa, que incluye ratas de laboratorio diseñadas para desarrollar cánceres, bots cada vez más elaborados que pueden hacerse pasar por humanos en línea, exóticas razas de perros de diseñador y personas que han perdido la capacidad de relacionarse con el mundo si no es a través de la pantalla de un smartphone. El resultado es una mediósfera compleja, independientemente de las intenciones de la industria, la ciencia y el capital, los efectos secundarios de esta diversidad pueden ser ominosos e impredecibles en muchos ámbitos. La más apabullante de estas consecuencias es muy probablemente el calentamiento global y sus desastrosas consecuencias, desde ese proceso que han denominado la “sexta extinción” —la desaparición masiva de especies en el antropoceno, la cual podría eliminar hasta la mitad de las plantas, animales e insectos y poner en entredicho la viabilidad de la civilización— hasta cambios en las dimensiones de los fenómenos naturales, lo que significa ser azotados por megahuracanes, gigantescas inundaciones, colosales deslaves y supertormentas que se repiten con espantosa regularidad.
Los hijos de nuestra mente
Al tiempo que la Tierra se calienta, sube el nivel de los océanos y algunas costas se vuelven imposibles de habitar, entre muchos otros efectos desastrosos, está teniendo lugar una revolución tecnológica que tendrá un descomunal impacto en nuestras vidas. Se trata del auge de la inteligencia artificial (o bien IA), es decir, de mentes manufacturadas capaces de “pensar”, inferir, predecir y encontrar soluciones nuevas sin la necesidad de ser programadas específicamente para ello. Este tipo de programas ya tienen usos en la economía, la mercadotecnia y la industria (particularmente la automotriz). Es claro que los autos que se conducen solos, los “asistentes” de Amazon, las Barbies capaces de elegir sus atuendos y asistentes virtuales como Siri pueden hacernos la vida más fácil y agradable, pero en la imaginación popular hay un salto muy corto entre la funcionalidad de una cámara con autoenfoque y la amenaza de Terminator. En esencia, el temor a una mente capaz de rebasar el intelecto humano consiste en que ésta pueda determinar que la principal amenaza para el mundo y para ella misma es la especie humana y por tanto decida exterminarla. Esta idea ha sido materia de una variedad de relatos y filmes de ciencia ficción. La posibilidad de que una mente manufacturada pueda alcanzar la singularidad (un término que aparentemente acuñó el matemático y autor Vernor Vinge, y que quiere decir que una máquina adquiere conciencia de sí misma) es aún remota pero no imposible. Es probable que, como piensa Stephen Hawking,4 una vez creada una mente así, ésta se rediseñe, se perfeccione, se vuelva autónoma, persiga objetivos inesperados y se aleje de su programación original convirtiéndose en una criatura incomprensible e inexpugnable, como el sistema operativo de la película Ella de Spike Jonze (2013). En gran medida la IA puede ser considerada ahora el equivalente de la energía atómica, en términos de lo que promete y los peligros que representa. Elon Musk, el cerebro detrás de los autos Tesla y la iniciativa espacial SpaceX, piensa que es fundamental imponer un sistema internacional de control al desarrollo de estas tecnologías para evitar que puedan convertirse en “nuestro invento final”. No obstante, la imposición de reglas y límites a la invención parecen formas de censura difíciles de instrumentar e insuficientes para detener la innovación y sus peligros. Por el momento, una de las mejores iniciativas consiste en tratar de evaluar de manera realista el progreso de la IA y crear un índice para cada uno de los dominios de investigación y desarrollo, así como su influencia en el mundo real a través de productos de consumo. De cualquier manera, algunas empresas como Google ya comienzan a diseñar puertas traseras, trampas y mecanismos en sus sistemas inteligentes para engañarlos en caso de que quieran desobedecer sus órdenes, organizarse, portarse “mal” o rebelarse contra sus creadores. Aun si nos cuesta trabajo creer en un futuro cercano en el que las máquinas conspiren en contra nuestra y aprovechen su capacidad de conectarse en red para sabotearnos, usar los arsenales militares convencionales, nucleares, químicos y biológicos para atacarnos, así como concebir agresiones contra la humanidad que hoy ni siquiera podemos imaginar, hay otros cambios que la IA está provocando y que tendrán un efecto poderoso en la sociedad. El más claro es la posible eliminación de millones de empleos y de áreas completas del trabajo humano, no solamente en lo que respecta a labores manuales sino también intelectuales, lo cual hará que buena parte de la humanidad se vuelva redundante en términos de productividad. Esto por supuesto tendrá costos económicos, sociales y políticos serios. Es decir, la conquista del planeta por las máquinas no forzosamente pasará por mentes digitales maléficas y armadas con pistolas láser, sino simplemente por los deseos de corporaciones ansiosas por reemplazar a su planta de trabajadores por IAs sin exigencias laborales ni problemas personales. La tendencia es asignar cada vez más poder a las mentes artificiales y el punto climático de esta delegación de responsabilidades será dejar en manos de máquinas cuestiones de vida o muerte, como podría ser la cacería de sospechosos por drones, que en la actualidad aún depende parcialmente de seres humanos en el proceso de decisión. El objetivo explícito del Pentágono es que en un futuro cercano la eliminación de terroristas sea llevada a cabo en su totalidad por IAs equipadas para decidir quién es y quién no un peligro para la seguridad.
Máquinas que se reproducen, humanos que no lo hacen
Una de las ideas inquietantes relacionadas con las máquinas inteligentes es su capacidad potencial de crear otras máquinas inteligentes. Esta reproducción, que en términos de productividad industrial parece prometedora y una posible fuente inagotable de riquezas, también representa una amenaza si se considera que puede llegar a haber ejércitos de máquinas construyendo otras máquinas, agotando los recursos y reproduciéndose más allá de lo necesario, fuera de control, en un proceso imposible de detener. Este escenario evoca la caricatura de El aprendiz de brujo de Disney (1940), en la que Mickey Mouse hace que una escoba pueda cargar cubetas para acarrear agua; sin embargo, pronto descubre que no puede detener a su creación, por lo que la despedaza para tan sólo engendrar de las astillas un ejército de escobas animadas, infatigables y eficientes que lo inundan todo. En 1986 Eric Drexler,5 uno de los pioneros del campo de la nanotecnología, imaginó un escenario semejante en el que ejércitos de nanomáquinas capaces de autorreproducirse se salieran de control y se multiplicaran fabricando réplicas de sí mismas con tal eficiencia y velocidad que convirtieran en poco tiempo toda la materia, mineral y biológica del planeta, incluyéndonos a nosotros mismos, en una pasta gris o grey goo. Esto es mera especulación y es teóricamente poco probable, pues estos nanobots quizá no podrían manipular materias repletas de impurezas, sino que tendrían que conocer la posición de cada átomo en cada molécula de todos los materiales que emplearían como materia prima. De cualquier modo, el experimento mental es revelador del desconocimiento que tenemos del tema y de las muchas cosas que podrían salir mal al aventurarnos a modificar el universo a ese nivel. Una de las manifestaciones más claras del proceso de “cyborgización” es el repudio de todo aquello que nos vincula con los animales, desde las funciones metabólicas hasta el sexo. De esa manera regresamos a la tentación de ciertos jóvenes japoneses de renunciar a los placeres de la carne y eventualmente a la reproducción. Imaginar el cuerpo como una máquina ha sido una fantasía recurrente desde Galeno hasta Descartes, pasando por Leonardo da Vinci. Hoy la ilusión de dejar de ser humanos, encarnada por los jóvenes postsexuales nipones, ofrece un inquietante panorama de la extinción voluntaria de la especie, de tomar las riendas de la destrucción y evadir los posibles fines del mundo al precipitarnos, armados con inagotables estímulos pornográficos, juguetes tecnológicos y dispositivos eróticos a un hedonismo apocalíptico.
Imagen de portada: Katsushika Hokusai, El sueño de la esposa del pescador, 1814.
-
Véase www.ipss.go.jp/ps-doukou/e/doukou15/Nfs15_points_eng.pdf ↩
-
Véase www.japancrush.com//2013/stories/30-of-single-japanese-men-have-never-dated-a-woman.html (únicamente en japonés). ↩
-
Roland Kelts, Japanamerica: How Japanese Pop Culture Has Invaded the U.S., St. Martin Press, 2006. ↩
-
www.newsweek.com/ai-asilomar-principles-artificial-intelligence-elon-musk-550525 ↩
-
Eric Drexler, Engines of Creation, Doubleday, Nueva York, 1986. ↩