Durante un viaje por Italia, cuando contaba con 48 años y vivía ya en abstinencia con su esposa Martha —aunque no sabemos con certeza si lo mismo pasaba con su cuñada Minna—, Freud sostuvo una conversación con el pasajero que lo acompañaba en el vagón. En la plática, evocaron las costumbres de los turcos en Bosnia y Herzegovina, quienes confiaban plenamente en los médicos cuando estos anunciaban un desenlace fatal y lo asumían con resignación: “Si hubiera algo que hacer, usted lo hubiera hecho, doctor”. Esa conversación lo llevó a otro pensamiento que decidió guardarse ante un desconocido con quien sostenía una conversación casual.
Estos turcos estiman el goce sexual por sobre todo, y en caso de achaques sexuales caen en un estado de desesperación que ofrece un extraño contraste con su resignada actitud ante la proximidad de la muerte. Uno de los pacientes de mi colega le había dicho cierta vez: “Sabes tú, Herr, cuando eso ya no ande, la vida perderá todo valor”.1
¡Qué diferencia con Sócrates, cuando siente que en su senectud el deseo sexual lo ha abandonado y entonces dice “al fin libre”!
La disfunción eréctil es apenas uno de los síntomas de la llamada andropausia, una condición que ha encontrado remedio en pequeñas píldoras azules que, a diferencia de las vacunas contra el Covid, se consumieron desde su aparición sin una sola pregunta sobre su seguridad. ¿Nos percatamos acaso de que nuestra posición no es tan lejana a la de los turcos que nos relata Freud? Cuando se trató de sostener una erección no hubo duda alguna, ni crítica, ni nada. Tampoco cuando se trató del Prozac, el verdadero soma de nuestro mundo feliz. En cambio, con las vacunas que cuidan nuestra vida y la de los demás, sí. ¿Se palpa que nos resulta más aceptable morir y hacer morir que existir perturbados por la angustia o por la impotencia mecánica de lo sexual? La erección suele ser vista como un signo del deseo, pero las píldoras para la disfunción eréctil no funcionan si no hay excitación sexual. Por lo cual, cabe preguntar, ¿acaso el erotismo termina cuando llegan la menopausia y la andropausia?
Para tratar de elaborar esta pregunta tan directa es preciso aclarar que ambas denominaciones —menopausia y andropausia— responden a la distribución de la humanidad en dos sexos —mujeres y varones— en la medida en que se refieren a cambios fisiológicos en cuerpos humanos con aparatos anatómicos específicos con funciones bien precisas y enfocadas a la reproducción.
Para atravesar el climaterio y la menopausia es preciso tener ovarios y secretar estrógeno; para vivir la andropausia es indispensable contar con testículos que produzcan testosterona. Es decir, hablamos de sexo, con sus determinaciones biológicas, y no de género, el cual es una construcción y una imposición cultural. Sin embargo, cuando los procesos hormonales entran en juego, ya sea por abundancia o déficit, hay efectos funcionales que de inmediato quedarán subsumidos en un registro de factores que no solo es biológico, sino subjetivo, lo que implica su imbricación con el lenguaje y la cultura.
A partir de esta diferenciación, constatamos que la relación de la biología, la subjetividad y la cultura es compleja y de interacción mutua incluso desde antes del nacimiento de un bebé. Por ejemplo, si un ultrasonido indica que el feto tiene pene, se desencadenará una serie de reacciones en su familia en función de ese indicador. Los órganos reproductivos visibles, expuestos, operan como un signo de definición sexual, algo que de inmediato activa la carga del género. Es decir, el órgano sexual visible tiene el valor de un signo que es un catalizador de reacciones culturalmente determinadas en las familias. En específico, la reacción será declarar: “es niño” si hay pene, o “es niña” si hay vulva. Desde el vientre materno ese ser humano tiene asignado un lugar simbólico en el mundo: no solo cuenta ya con apellidos, sino que se le impondrá un nombre propio cargado de significaciones familiares (el nombre del tío que falleció cuando era infante; el nombre que llevaba el enamorado secreto de su madre; el del patriarca familiar, etcétera). Pero no solo eso, sino que de inmediato se dispararán expectativas, conscientes o no, acerca de su existencia y su papel en la pareja que lo recibe —si de una pareja se trata—, por no hablar de la significación en la fratría: ¿se trata del primogénito? ¿Hubo un aborto antes de ese embarazo? ¿Es el “pilón” de la familia?
A esta breve lista de factores hay que sumar la multiplicidad infinita de vivencias que constituyen cada vida humana y que van configurando el erotismo específico de cada quién. No nos vamos a detener en ellas, pero se configuran desde la relación de amamantamiento hasta el primer romance, las vivencias sexuales precoces, ya sean espontáneas o por abuso, el terremoto de la llamada “adolescencia”, las identidades de género impuestas por el patriarcado, su cuestionamiento y, desde luego, las experiencias eróticas concretas en su relación con las ilusiones acerca del futuro, las fantasías, las inhibiciones y prohibiciones, las experiencias de ternura, la sensualidad, el apasionamiento… o su combate.
Sirva este somero panorama para evocar mínimamente la complejidad de lo que implica el erotismo humano, algo mucho más amplio que el funcionamiento biológico del cuerpo. Con su dimensión imaginaria y simbólica, el erotismo es tan potente o más que las propias hormonas. Por lo cual, ese conjunto complejo de factores subjetivos y culturales puede influir en el funcionamiento del cuerpo mismo.
Desde la infancia y la adolescencia la excitación sexual está directamente vinculada con las fantasías eróticas que son las responsables de detonar procesos biológicos que, tras un maremoto de sensaciones, desembocan en erección y eyaculación; o en el humedecimiento de la vulva, la excitación del clítoris (órgano supremo de puro placer) y el orgasmo.
Desde luego, las fantasías eróticas tienen una variedad que puede ser infinita (eso es lo propio de la fantasía) aunque haya algunas típicas que en buena medida nos imponen culturalmente (el amor romántico tiene algunas muy conocidas, pero no por ello menos eficaces en cuanto a sus efectos erógenos). Ahora bien, ¿realmente son centrales las fantasías en el erotismo?
Desde su infancia, Anna Freud, la hija del psicoanalista vienés, estaba inflamada por fantasías eróticas masoquistas. Tenía ensueños con un caballero medieval que por mil peripecias un día se ponía a sí mismo en aprietos frente a un rey más añoso, del que dependía su destino. A partir de ese momento la fantasía podía tomar dos caminos opuestos. Si era una nice story, como las llamaba ella, el noble iba a perdonar al joven caballero y entre ellos se daba una tierna reconciliación. Pero si no era una nice story, el poderoso noble iba a apresar y a torturar sin piedad al joven.
Este último escenario excitaba salvajemente a Anna Freud desde que era niña, algo que se prolongó durante su adolescencia hasta su vida de joven adulta, cuando comenzó a recibir pacientes, pues eligió el psicoanálisis como profesión. Su excitación por estas fantasías de tortura era tan grande que se masturbaba con fruición entre sesión y sesión, lo que la hacía sentir muy culpable. El erotismo de Anna ciertamente no estaba marcado por el amor romántico, sino por otra configuración que involucraba directamente a su padre como objeto sexual.2
La pasión sexual está intensamente relacionada con la imaginación y las escenas de la fantasía. Es por eso que el erotismo y la excitación pueden perdurar toda la vida, aunque el cuerpo ya no pueda responder. La tecnociencia, sin embargo, ha intervenido para intentar solucionar —con mucho éxito, hay que decirlo— el deterioro fisiológico de la edad. El remplazo hormonal o los medicamentos para la disfunción eréctil permiten que los cuerpos femeninos y masculinos puedan seguir estando a la altura del placer que anhelan.
Sin embargo, esta misma tecnociencia y el reduccionismo biologicista, pragmático y médico, han transformado la relación que guardamos con nuestro propio cuerpo hasta medicalizarlo casi por completo. Esta es la razón por la cual no hablamos aquí de sexualidad, un término secuestrado por la medicalización, sino de erotismo. La solución médica a la andropausia y la menopausia no ayuda en nada a salir de esa concepción galénica de nuestro ser. Lubricar o tener una erección no aporta ni un milímetro a la relación embrollada que guardamos con nuestras fantasías y con nuestro propio deseo.
El liberalismo filosófico y económico suele endiosar el deseo, pues lo entiende como una expresión de libertad individual, sin interrogar nunca si no está condicionado de múltiples maneras, enajenado. A nuestro parecer, la primera enajenación reside en que la ciencia y la medicina han convertido nuestro cuerpo en una máquina funcional o disfuncional, sometida al orden hospitalario, en donde no somos sino cadáveres por venir. En el hospital se nos infantiliza en el trato y nos volvemos cuerpos de seres que no son sujetos, carecemos de historia, por definición se anula la sensualidad, incrementamos la asepsia y la neutralidad. Todo lo cual funciona maravillosamente para quienes pasan apuros con todo aquello que excita eróticamente, aunque sea un poco; y los casos abundan, si he de creer a mi práctica analítica.
Pero, a partir de ella, también puedo dar cuenta de que, a pesar del pensamiento médico, la senectud de ninguna manera es una sentencia de muerte al deseo sexual ni a la excitación, incluso si el cuerpo ya no lubrica o no se alista para la acción cada mañana. Las fantasías y la capacidad de producirlas y disfrutarlas no caducan. Por mi diván han pasado personas de más de 70 años que mantienen una vida erótica plena, coqueta, íntima… Pero también personas de 20 o 30 cuyo erotismo está mortificado al punto de preferir no tener cuerpo para no experimentarlo.
De esta manera, dejemos a los médicos las designaciones de andropausia y menopausia para centrarnos en el erotismo, la intimidad, la conversación y la complicidad. Cuando eso está presente, la sensualidad se hace desbordante y el deseo crece, humedece, vibra, explota…
Sobre todo, no caigamos en la trampa de tirar al bebé con el agua sucia de la bañera. Que el liberalismo nos engañe proponiendo que lo que nosotros deseamos es la expresión más pura de nuestra libertad, con lo cual nos vuelve los consumidores perfectos, no implica que haya que romper la relación entre libertad y deseo, al contrario.
Tomemos el ejemplo de una pareja emblemática: Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. Aquí la fórmula se invierte: no es que el deseo pretenda ser sinónimo de libertad, sino que es la libertad la que incendia el deseo, para dar lugar al erotismo.
Desde muy pronto los dos enamorados sostuvieron apasionados romances con otras personas, algo que compartían entre ambos, sin que eso mermara su deseo intenso de estar juntos, al contrario. Así, le escribe Simone de Beauvoir a Sartre:
27 de julio de 1938 Querido pequeño ser: Quiero contarle algo extremadamente placentero e inesperado que me pasó: hace tres días me acosté con el pequeño Bost. Naturalmente fui yo quien lo propuso, el deseo era de ambos y durante el día manteníamos serias conversaciones mientras que las noches se hacían intolerablemente pesadas […] Le he tomado mucho cariño. Estamos pasando unos días idílicos y unas noches apasionadas. Me parece una cosa preciosa e intensa, pero es leve y tiene un lugar muy determinado en mi vida: la feliz consecuencia de una relación que siempre me había sido grata. Hasta la vista, querido pequeño ser; el sábado estaré en el andén y si no estoy en el andén estaré en la cantina. Tengo ganas de pasar unas interminables semanas a solas contigo. Te beso tiernamente, tu Castor.3
Esta carta es de 1938, cuando ella apenas tenía 30 años. Pero sabemos que a lo largo del tiempo, paralelamente a la presencia de Sartre, figura central en su vida, Beauvoir tuvo relaciones importantes con varios hombres. Mencionemos a dos, Nelson Algren, el novelista norteamericano con quien sostuvo un apasionado romance desde 1947 y por más de seis años, y a Claude Lanzmann, el cineasta creador del filme Shoah, con quien se vinculó de 1952 a 1959. Es decir, en un momento dado, Beauvoir amó intensamente a tres hombres a la vez, y todo esto durante y después de su climaterio y menopausia.
Su relación con Sartre duró toda la vida. No es ahora el momento de entrar en el análisis detallado de la relación entre ambos, sino solo señalar que cada uno tuvo una manera muy diferente de vivir la libertad emanada de los dos pactos que le dieron su base y que consistieron en lo siguiente, según palabras de Simone de Beauvoir:
Entre nosotros, me explicó utilizando un vocabulario que le era caro, se trata de un amor necesario: conviene que conozcamos también amores contingentes.4
Concluimos también otro pacto. No solo ninguno de los dos mentiría jamás al otro, sino que no le disimularía nada.5
Libertad propia y del otro, además de transparencia. Esto es lo opuesto a la posesión y a la violencia y, a la vez, algo que promete una intensidad en los sentimientos que no es un remanso de tranquilidad, ciertamente. Como dice Audre Lorde en “Uses of the Erotic: the Erotic as Power”, lo erótico tiene su raíz en nuestros sentimientos más intensos y es lo opuesto de lo pornográfico, que es “una sensación sin sentimiento”.6 Es ahí adonde nos conduce la medicina con sus píldoras y reemplazos hormonales como soluciones para la “disfunción sexual”. Para Audre Lorde, en cambio, “lo erótico no es una cuestión de lo que hacemos sino de la plenitud de nuestro sentimiento en lo que hacemos”.7
Y es ahí donde está la diferencia entre Beauvoir y Sartre, en su manera de relacionarse consigo mismos como sujetos, como seres que experimentan intensos deseos y sentimientos, entre los cuales hay que contar el amor y la ternura. En 1955, cuando ella tiene 47 años, en ¿Hay que quemar a Sade?, Beauvoir
demuestra muy eficazmente cómo la capacidad, o la voluntad, de dejarse invadir por sentimientos profundos, como la perturbación amorosa, está en el corazón del verdadero erotismo, y cómo eso conduce a la generosidad recíproca entre los partícipes. Según Beauvoir, la incapacidad o la falta de voluntad de Sade de dejar que eso sucediera estaba en el núcleo de su aislacionismo afectivo. Mantenía siempre una lucidez glacial, sin abandonarse jamás al otro, sin arriesgarse jamás a la intimidad, sin permitirse jamás sucumbir ante la perturbación erótica.8
Y ahí donde dice Sade uno puede leer tranquilamente Sartre, pues la posición del filósofo era esa, y lo condujo en La náusea a ser Roquentin, asqueado de la existencia de lo puro contingente. Como Sartre reveló en Las palabras: “yo era Roquentin, yo mostraba en él, sin complacencias, la trama de mi vida”.9
En ese sentido, el experimento fue mucho más exitoso para Beauvoir que para él. Ella vivió intensamente cada relación, construyendo una intimidad real con esos hombres, dado que se permitía abandonarse a lo que experimentaba para atravesarlo a plenitud, mientras él solo consumía mujeres, lo que desembocó en la náusea.
Así, podemos dejar de lado la preocupación por la fisiología y las etapas de la vida que nos impone la medicina, para trasladarla adonde verdaderamente corresponde: ¿nos abandonaremos al erotismo con toda su intensidad?
Esto no es un asunto de edad, ni de hormonas. Tampoco es muy pacificante, pues se trata de dejarse incomodar por el deseo. Es decir: lo mejor que se puede esperar al haber hecho un psicoanálisis.
Imagen de portada: ©Bruno Barbey, Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir, 1969
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Sigmund Freud, La psicopatología de la vida cotidiana, p. 11. ↩
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Al respecto, se puede consultar el artículo de Anna Freud, “Fantasía de paliza y sueño diurno” y nuestro artículo “Annalisis”, en el número dedicado a la hija de Freud, Me cayó el veinte. Revista de Psicoanálisis. Anna y el Dr. Vater, 2013, núm. 28, Ciudad de México. ↩
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“Carta de Simone de Beauvoir a Jean Paul Sartre”, Más Literatura. Disponible aquí. ↩
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Simone de Beauvoir, La Force de l’âge, Gallimard, París, 1960, p. 28. ↩
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Ibid., p. 38. ↩
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Audre Lorde, “Uses of the Erotic: The Erotic as Power”, Sister Outsider. Essays and Speeches, The Crossing Press, Freedom, California, 1984, p. 54. ↩
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Idem. ↩
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Ibidem, p. 66. ↩
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Jean-Paul Sartre, Les Mots, Gallimard, París, 1964, p. 210. ↩