1. Bienvenido al filtro millennial
Lo primero que llamó mi atención del 440 fue la cantidad de hombres de look no binario, me refiero a ese cabello grafilado con mechas decoloradas, chaquetas de estampado de flores y pantalones doblados a la altura del tobillo a modo pescador, tomando fotos y selfies a 100 km por hora, cuya adrenalina parecía durar lo que hay entre el clic de la cámara y el obligado posteo en el Instagram, con el cumplidor filtro que haga parecer la imagen como feature de revista de modas alternativa; la felicidad, pero sobre todo, las sonrisas se diluían en una seriedad apática conforme las miradas volvían a la métrica de las apps, la descontrolada autovigilancia sobre el número de likes o comentarios. Aunque el bar sigue manteniendo sus cachondas penumbras que envuelven el mobiliario de metal y las paredes púrpuras, algo había cambiado: la mayoría de las cabezas se veían sepultadas hasta el fondo de las pantallas de sus smartphones, a diferencia de hace aproximadamente veinte años, cuando pisé por primera vez el 440 de la legendaria Castro Street de San Francisco, entonces la métrica consistía en la lujuriosa trivia de adivinar el tamaño, la forma o lo circundado del prepucio de los bultos bajo los cierres de mezclilla que flotaban a lo largo del 440, el bar que se jactaba de ser el más masculino de todo Castro, con su fama de atraer a los daddies de la zona y su recóndito conocimiento del brío sin desodorante del sexo homosexual, mucho antes de que Lana del Rey hiciera de los sugar daddies un capricho de pose frívolo y asexuado; también lo frecuentaban gays que habían pertenecido a la primera generación del punk-hardcore californiano. Ahí conocí a un tipo que me contó de sus aventuras durante los primeros toquines de Black Flag y los orgullosamente sanfranciscanos Dead Kennedys; a sus cuarenta y tantos seguía usando camisetas con las mangas arrancadas a tijerazos salvajes y pantalones a la rodilla, como lo dicta el estilo skate sonorizado por NOFX, con un buen par de botines Vans y un candado atado al cuello que me volaba la cabeza. Fue él quien me contagió la moda atemporal de ponerme candados en el cuello. El 440 solía congregar a esa clase de diversidad entre hombres que gustaban del máximo estereotipo de la testosterona sin el juicio de culpabilidad por vandalizar las teorías del género fluido tan de moda en estos días. Había quedado de verme con un gran amigo, actor porno de la famosa y ultra polémica firma de videos porno gay Treasure Island Media, que suele ser el primero al que le mando un mensaje apenas logro cruzar el control fronterizo del aeropuerto de San Francisco, que se ha tornado rudísimo en tiempos de Donald Trump, sobre todo si eres mexicano. Llegué veinte minutos antes. Esa noche, en el 440, los rincones cercanos al baño donde antes nos lamíamos los sobacos estaban ocupados por mujeres con ropas vintage de cientos de dólares que sostenían entre sus manos copas de manhattans de arándano o vasitos de auténtico mezcal oaxaqueño, entre los licores de moda más caros en la carta del lugar. Resignado le escribí un mensaje a Jim Soos, otra perfecta mezcla de amigo y fuck buddie que también estaba a punto de llegar. La idea era armar un trío exhibicionista en los poquísimos sex clubs gays que sobreviven al gentrificado San Francisco.
2. Lo que ellas quieren
“¿Cuánto tiempo tardas en llegar? Por cierto: ¿qué pedo con el 440? Hay más mujeres que batos barbones”, puse en un whastapp a Jim, que me respondió:
¿Y te digo algo? Son mujeres heterosexuales, madres de familia que van a lugares como el 440 porque, me dicen, ahí no se sienten acosadas por el patriarcado y les gusta vernos fajoneando. No quiero sonar como un gay separatista, pero no creo que el argumento del acoso sea suficiente para que vayan chicas al 440 a verme como un animal de zoológico que se aparea detrás del escaparate. Si de por sí las mamadas de verga han bajado en el 440, con mujeres es inexistente; cuando hay mujeres me siento como una especie de atracción de feria y la energía sexual simplemente no me fluye… Cierto.
Por alguna razón fuera de mis cabales de la cordura liberal, me sentía intimidado por el barniz de uñas al mismo tiempo que el espeluznante sentimiento de culpa me atormentaba, me sentía como un misógino repugnante por andar renegando de las mujeres en el 440. Tampoco podía evitarlo. De las cosas que me entusiasmaban del lugar, de Castro y de San Francisco en general, era la libertad de rendirte a los deseos sin terminar acribillado por miradas indignadas o amonestaciones de faltas a la moral. Sabía que en cualquier momento podía lastimarme las amígdalas, pero tantas mamás bugas me hacían sentir como si mi propia madre estuviera espiando mientras me hinco y desabrocho el cinturón de algún macho.
Hay que aclararlo, desde los setenta Castro fue caro en comparación con barrios similares de otros lugares de Estados Unidos, pero al menos personas con ingresos moderados podían vivir aquí. Lo cierto es que la vida alrededor de esta calle era muy diferente. Había más bares de precios razonables que en ese momento podían satisfacer una gama más amplia de intereses o fetiches de hombres homosexuales. Hubo varios que promovían la cultura y la estética leather, con chicos muy a lo butch. El barrio era más masculino, predominantemente gay. Nada que ver con hoy día, que se ha vuelto más mezclado y muy importante: más heterosexual. En aquel momento era mucho más atractivo para los hombres homosexuales, pues resultaba fácil ligar a alguien que simplemente caminaba por la calle de Castro,
explica Robert Goldfarb, activista gay y uno de los principales impulsores del movimiento San Francisco Leather and LGBTQ Cultural District, que pretende preservar los espacios de diversidad sexual sin importar la intensidad del giro, siempre y cuando se encuentre dentro de la legalidad, a costos accesibles o, cuando menos, sensatos.
3. Carriolas y poppers
Desde que llegué a Castro por primera vez me tracé una ruta involuntaria que hasta el día de hoy sigo de forma instintiva: empezaba dándome una vuelta en las legendarias The Rock Hard y Phantom, sex shops con olor a madera, pachuli y grasa para fistear que sobreviven casi desde los tiempos de la lucha por los derechos gays encabezados por Harvey Milk, quizás el activista que acuñó la homosexualidad como identidad política de Castro Street y todo San Francisco (ahí compré la cartera de piel que aún sigue enganchada a los bolsos traseros de mis pantalones); me hacía de tirantes, cockrings, jockstraps y por supuesto, varios frascos de poppers que se exponían como pequeños trofeos sobre el aparador de los cokcrings y las pulseras. Luego cruzaba la calle para ordenar bagels de Posh; en ese entonces con menos de cinco dólares te alcanzaba para uno de roquefort y un Dr. Pepper sabor cherry. La lujuria en el Castro borboteaba a tal punto de ebullición que el ligue gay desataba libidinosas miradas desde la fila en la caja del Posh, que conocí gracias al punketo de cuarenta y tantos. Si tenías suerte no te sentabas a comer solo e intercambiabas números de celular o de cuartos de hotel anotados en servilletas. Con el estómago lleno saltaba a pedir una cerveza en el 440 para luego regresar al hotel, cambiarme y volver a salir directo a exprimirle esperma a la noche sanfranciscana. Ahora, el mismo bagel de roquefort con un Dr. Pepper se acerca a los veinte dólares, casi cuatrocientos pesos mexicanos, y tienes que sortear las carriolas que atajan los caminos entre las mesas. Cuando me acomodé cerca de la ventana, creí que había entrado al local equivocado, a un brunch de madres lesbianas tatuadas y sus amigas heteros también con bebés: “Varios de los cochecitos para bebés que ahora te encuentras con más frecuencia en Castro son para niños de parejas o personas LGBTQ”, dice el activista especializado en VIH de San Francisco Aaron Baldwin.
El Castro hoy está mucho más mezclado que cuando me mudé hace veintiún años. Se ha vuelto mucho más costoso y por lo mismo es un área altamente deseable para las personas ricas que buscan vivir ahí, atraídas por la fama gay del barrio que las hace sentir progresistas. Son muchas las personas millonarias que están comprando casas que desplazan a los inquilinos para luego emprender grandes proyectos de remodelación de lujo. En muchos casos, edificios que antes eran habitados por cuatro o seis homosexuales, hoy son ocupados por una sola pareja adinerada, heterosexual y con hijos. Por lo tanto, la densidad gay ha disminuido, lo que ha servido para reducir la concentración de homosexuales en el vecindario de Castro, en el que a medida que se ha vuelto más mixto, el ambiente sexual es mucho menor y la calle Castro ya no es propicia para el crusing gay —cuenta Robert Goldfarb—.
Pero lo del progresismo es sólo parte de la máscara de la moral hetero a fin de cuentas, incapaz de sacudirse su esquema de convencionalismos y represiones. En esa línea, Goldfarb recuerda que una vez las familias heterosexuales adineradas y con hijos se han afincado en Castro, las sex shops como The Rock Hard y Phantom han tenido que emprender luchas contra la censura que pretenden ejercer, como el caso reciente en el que familias bugas y una que otra LGBTQ se organizaron para quejarse sobre la gran escultura de pene expuesta en la vitrina de una de las sex shops gays, queriendo controlar y restringir los movimientos de estas tiendas:
¿Sí saben a qué vecindario se han mudado? No puedo imaginar a nadie quejándose de esa escultura hace veinte años. ¿Van a venir a imponernos su moral a un barrio como Castro sólo porque tienen el dinero para comprarse un piso de la cuadra de al lado? —se pregunta Robert—.
La pornografía gay ha disminuido drásticamente en el paisaje de Castro Street mientras que la tensión entre familias y homosexuales de generaciones pasadas va en aumento.
4. Suburbio orgiástico
Hace varios años la expectativa de frenética noche arrancaba por ahí de las nueve, con un par de cervezas en 440, por eso me llamó la atención que el actor porno me citara en el 440 a eso de las cinco de la tarde, tomando en cuenta que el plan consistía en poner a hervir las hormonas en los bares de Folsom como el clásico Lone Star, el Eagle y, mi siempre favorito, el Powerhouse, un dance club que despide un intoxicante aroma a axila picante y grasa para zapatos. Organizan fiestas donde todos bailan en calzones y fetichistas más clavados se ponen en cuclillas para limpiarte las Dr. Martens a lengüetazos de saliva en una de las sillas para bolear zapatos instaladas al lado izquierdo de la pista de baile.
El actor porno, entre suspiros, me fue actualizando sobre las cosas que han cambiado en San Francisco: muchos de los gays asiduos a los bares de la calle Folsom no pudieron con el aumento de las rentas, y se veían en la necesidad de mudarse a otras ciudades periféricas, ligeramente más baratas, entonces, procuran sacarle el máximo provecho al reventón antes de tomar el último tren a Oakland o Berkeley, puesto que los servicios de taxi o Uber son tan caros como para balacear tu cartera, así que es común que las buenas orgías se armen en los suburbios hasta el amanecer o cuando el transporte público y barato empiece a funcionar.
5. Adiós a la homosexualidad
El actor porno tenía razón, varios hombres abandonaron el Powerhouse poco antes de la medianoche; de repente, la inercia de la tensión sexual entre gays se abría paso en una pista de baile al borde de lo vacío para un sábado. Jim consideró que no había más remedio que celebrar con un par de shots de tequila más y emprender el camino rumbo al Natoma 420, que junto con Blowbuddies, son los únicos sex clubs gay sólo para hombres que sobreviven en San Francisco, después de haber tenido casi 22 bares leather con cuartos oscuros, más de diez saunas y sex clubs que junto con hoteles y otros espacios llegó a congregar 55 locales para el sexo lúdico entre hombres, según datos del San Francisco Leather and LGBTQ Cultural District, lo que indica que, al día de hoy, hay más espacios, vapores, hoteles u orgías en la Ciudad de México que en la también conocida capital gay del mundo
La razón de la disminución de esta clase de lugares se debe a varios factores. Ha habido un dramático aburguesamiento en San Francisco, una mayor densidad poblacional y el aumento de las rentas ha desplazado a muchos de los residentes y negocios de gays de ideología leather. Las rentas se han vuelto tan altas que muchas personas ya no pueden permitirse vivir aquí y las empresas y tiendas operan negocios minoristas. Además, creo que el arribo de las aplicaciones para teléfonos también ha alejado a los chicos de los bares, por lo que muchas menos personas van, ya que pueden conocerse en línea y tener sexo en apartamentos —explica Robert Goldfarb—.
Aunque, en un sentido autocrítico, Baldwin considera que en la gentrificación de Castro los homosexuales tuvieron algo de culpa al asimilar con ligereza el consumismo hasta incorporarlo al imaginario gay que supuso un estereotipo de hombre de gimnasio asiduo a las tiendas de diseño, boutiques donde la camiseta más sencilla no bajaba de cincuenta dólares y ensaladas costosas:
No podemos descartar el hecho de que Castro empezó siendo un barrio marginal de migrantes italianos e irlandeses que en su humildad permitieron la llegada de otro grupo marginado: los homosexuales y bueno, la apertura nos ha traído al punto en el que nos encontramos hoy —dice Baldwin—.
El mismo Natoma 420 Club estuvo a punto de cerrar sus puertas debido a que el dueño del histórico edificio en el que se encuentra murió y los hijos pretendían negociar con esas compañías de Real Estate que los adquieren a precios de ganga para sacarles provecho revendiéndolos en cantidades billonarias, esto, sin tomar en cuenta el activismo de las nuevas generaciones queer que a veces exigen transformar las dinámicas de lugares como el Natoma 420, en el que las mujeres tienen prohibida la entrada, por ese berrinchudo afán de querer modificar lo que existe, con todas sus fallas coloniales, si se quiere, pero sin meter las manos para construir espacios adecuados a su pensamiento. Es curioso cómo en la llamada interseccionalidad el conservadurismo de las familias y el festín de identidades de los millennials de género fluido —que hacen de policía de lo políticamente correcto acusándote de misógino o transfóbico por el simple hecho de ser leal a tus fetiches y deseos, enmarañando de modo chantajista gustos con fobias—, han logrado censurar la homosexualidad en San Francisco. ¿De plano es un crimen querer apegarte a un gusto por los hombres en su sentido más básico cuando el ejercicio depravado de esta masculinidad no hace daño a nadie? Gracias a que la organización San Francisco Leather and LGBTQ Cultural District entró en acción se pudo controlar el precio de la renta del Natoma, cuya actividad orgiástica en el interior rebasa cualquier noción de intensidad y es frecuentada por actores que son celebridades en el circuito del porno gay de San Francisco. Montamos el trío como lo pleaneamos. Terminé sin respiración y un poquito enamorado. Mientras intentaba normalizar el color de mis labios, morados de tantos poppers, pensaba que a casi dos décadas de rebasar el mentado nuevo milenio, ya nadie se besuquea con depravación pornográfica sobre la barra o se mama la verga en la parte trasera del 440, cuando aquello solía ser preámbulo de una noche con sobredosis de clichés excesivamente porno en la ciudad gay por excelencia, que había sabido armonizar con excitación, derechos LGBTQ del todo conscientes de la diferencia y fantasías eróticas sin miedo a los prejuicios, como los que afectan en estos tiempos en los que casi hay que autoflagelarse si no sientes atracción erótica por los hombres con vagina o las mujeres con pene como en los mejores tiempos del terror católico, cuando se repartían culpas por jalártela pensando en tus fetiches privados.
Imagen de portada: Jeffrey Braverman, Jim & Brent, 2018