Uno de mis primeros recuerdos de infancia es mi profesora de segundo de kínder pidiendo que dibujáramos a nuestra familia. Tan pronto escuché la instrucción procedí a trazar garabatos que representaban a mi mamá, mi papá, mis dos hermanos y a mí. Todos aparecemos frente a una casa, del lado derecho traté de dibujar un árbol bajo un círculo amarillo acompañado por una nube tipo algodón. Este tipo de representación fue por mucho tiempo el referente inmediato e incuestionable de lo que significaba para mí una “familia”; sin embargo, de manera paulatina, la sociedad ha comenzado a dar visibilidad a los diferentes modelos de familia y, más aún, el derecho ha comenzado a garantizar marcos jurídicos de protección para todos ellos. En México, gracias a las personas que han formado familias fuera de los esquemas tradicionales, el derecho se ha visto forzado a reconocerlas; actualmente hablamos de la familia como una realidad social a la que la norma debe adaptarse y regular. La secularización de la sociedad ha generado una gran diversidad de maneras de constituir una familia que no necesariamente surgen del matrimonio entre un hombre y una mujer. En este sentido, si bien actualmente se parte del entendido de que nuestra constitución protege de igual forma a todas las variantes, esto no ha sido así siempre. De manera muy específica, las y los activistas impulsores de la agenda del matrimonio igualitario han pugnado por que tanto las parejas heterosexuales como las del mismo sexo gocen de la protección jurídica del Estado. Uno de los grandes cambios en cómo entendemos la familia ocurrió con el reconocimiento del derecho de las personas del mismo sexo a casarse. Es decir, se reguló algo bien sabido: que la gente no se casa con el objetivo primordial de procrear. En la actualidad, el matrimonio se sostiene en los lazos afectivos, de identidad, solidaridad y de compromiso mutuo de quienes desean tener una vida en común, alejándose de la idea arcaica que señalaba que las personas se casaban primordialmente para tener descendencia e intercambiar bienes. En esta línea, los litigios que se resolvieron en la Corte en diciembre de 2012 en torno al matrimonio entre personas del mismo sexo permitieron que se puntualizara el artículo 4.° constitucional, que establece la obligación del Estado de proteger a la familia como realidad social y no de manera exclusiva a la que surge o se constituye mediante el matrimonio. Lo que significa que debe cubrir todas sus formas y manifestaciones: familias nucleares compuestas por padres e hijos (biológicos o adoptivos) que se constituyan a través del matrimonio o uniones de hecho; familias monoparentales compuestas por un padre o una madre e hijos; familias extensas o consanguíneas que abarcan varias generaciones, incluyendo ascendientes, descendientes y parientes colaterales, y, desde luego, también familias homoparentales conformadas por madres o padres del mismo sexo con hijos (biológicos o adoptivos) o sin ellos.
No obstante, hasta el día de hoy muchas parejas del mismo sexo que residen en estados donde no se ha modificado el código civil se ven obligadas a interponer juicios de amparo para que se les permita casarse. Es decir, algunos congresos locales hacen oídos sordos y buscan mantener todos los obstáculos para evitar que la normatividad refleje la realidad social. Como ya se adelantaba, la Suprema Corte ha aclarado que la protección de la familia que ordena la constitución no se refiere exclusivamente a la familia nuclear que tradicionalmente ha sido vinculada al matrimonio. La relevancia de esta aclaración radica en que existen derechos y beneficios aparejados con el matrimonio. En este sentido, casarse se traduce en “un derecho a otros derechos”. Otorgar legalmente el matrimonio civil aumenta significativamente la calidad de vida de las personas debido a que existe una gran cantidad de beneficios asociados: la exención en el pago del impuesto sobre la renta cuando el ingreso proviene de una donación realizada por uno de los cónyuges; el derecho de la viuda o viudo a recibir indemnización en los casos de muerte por riesgo de trabajo; el derecho a autorizar en casos de urgencia cualquier procedimiento médico necesario para la pareja; el derecho a dar consentimiento a la donación de órganos del cónyuge; así como el derecho a prescindir de los medios artificiales cuando se compruebe una muerte encefálica. En las últimas décadas también se ha desarrollado la pregunta por los vínculos que deben ser reconocidos de manera tanto social como política. Hemos pasado de identificar únicamente a los integrantes de un matrimonio como merecedores de derechos y protección jurídica, a incluir las relaciones de hecho donde existe una convivencia con cierta estabilidad y permanencia. En la Ciudad de México, por ejemplo, hablamos de concubinato cuando dos personas solteras han vivido juntas de forma constante y permanente por un periodo mínimo de dos años. De manera paulatina pero consistente, nuestras leyes equiparan con diversos fines las familias articuladas en torno al matrimonio con aquellas en las que el vínculo es de una naturaleza distinta, y evolucionan de este modo hacia un concepto de familia fundado esencialmente en el deseo de serlo. Los artículos 1.° y 4.° de la constitución mexicana, como señalé previamente, cierran el paso a la imposición a priori de un concepto jurídico estrecho o “predominante” de familia y obligan a ampliar lo que cabe dentro de esa noción cuando están en juego los derechos y las necesidades básicas de las personas. En distintos casos resueltos por la Suprema Corte de 2007 a 2018, muchos hombres han impugnado los códigos civiles alegando que no tienen la obligación de dar alimentos a las mujeres con las que vivieron por años y con quienes tuvieron hijos, bajo la excusa de que estaban casados con alguien más. Detrás de este argumento existe la idea de que la familia “real” o la que merece derechos y protección jurídica es la que se funda dentro del matrimonio. Afortunadamente, la Corte no ha aceptado este razonamiento, en buena medida gracias a la perspectiva de derechos humanos que busca regir las decisiones de los tribunales constitucionales. Es paradigmático el caso de una mujer y un hombre que mantuvieron durante cuarenta años una relación de pareja sin casarse y tuvieron cinco hijos. Después de que decidieron separarse, la mujer demandó el pago de una pensión alimenticia. Aseguró que cuando ella enfermó de cáncer el hombre la abandonó y dejó de proporcionarle los medios económicos para su manutención. El juez concedió una pensión provisional a su favor, equivalente al 50 por ciento del ingreso del hombre. El exesposo no estuvo de acuerdo con esta sentencia, y solicitó que se cancelara la pensión alimenticia bajo el argumento de que nunca existió una relación de concubinato, por lo que no tenía la obligación de otorgar alimentos. Al respecto, sostuvo que, de acuerdo con el código civil del estado de Tlaxcala, para que se configure el concubinato ambos sujetos tienen que ser solteros y él siempre estuvo casado con otra mujer. El juez señaló que se había demostrado que la pareja tuvo cinco hijos y que la mujer se dedicó preponderantemente a su cuidado y a las labores del hogar. Esto fue suficiente para que se hablara de la conformación de una familia y, consecuentemente, la señora adquirió la misma calidad que una concubina, por lo que merecía el derecho a recibir alimentos. El señor promovió un juicio de amparo, en el que insistió en la inexistencia del concubinato y decidió llevar el caso hasta la Suprema Corte. Nuestro tribunal constitucional determinó confirmar la sentencia reclamada y negar el amparo solicitado.1
Así, la corte señaló que el concepto constitucional de familia no puede ser interpretado desde un punto de vista restrictivo y centrado exclusivamente en un contexto matrimonial, sino que debe entenderse desde una perspectiva más amplia, que contemple situaciones distintas de convivencia. De otro modo, considerar que se puede eximir de cualquier obligación a un hombre que sostuvo una relación de parentesco con una persona al mismo tiempo que estaba casado con otra reiteraría un estereotipo de género relacionado con el prejuicio sobre el hogar extramarital. Hablar de familia no necesariamente implica la existencia de hijas o hijos; sin embargo, una de las mayores evoluciones en cómo entendemos el término se relaciona con este tema. De manera puntual, las técnicas de reproducción asistida y el deseo de ejercer la maternidad o paternidad han cobrado una importancia toral. El artículo 4.° de la constitución federal, además de hablar del derecho de protección a la familia, también reconoce que toda persona puede decidir de manera libre, responsable e informada sobre el número y el espaciamiento de sus hijos; por tanto, en este artículo también queda comprendida la decisión de procrear o abstenerse de hacerlo. En distintos casos, la Corte Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) ha señalado que el derecho a la vida privada se relaciona con la autonomía y el acceso a los servicios de salud reproductiva, lo que involucra el derecho de contar con la tecnología médica necesaria. De ese modo, la CIDH ha reconocido estos beneficios para parejas con problemas de fertilidad y uniones del mismo sexo. En este contexto también cobra especial relevancia la voluntad procreacional: el deseo de asumir a un hijo como propio, aunque biológicamente no lo sea. Esta postura supera la idea de la familia como sinónimo de vínculo biológico o genético. Por ello, al resolver diversos casos la Suprema Corte consideró que, en la inseminación artificial heteróloga —cuando una mujer es inseminada con un material genético de un donador anónimo, pues el cónyuge o la pareja no aporta material genético para la fecundación— la voluntad procreacional es uno de los factores determinantes para la constitución del vínculo jurídico que existe entre padres e hijos.2
Un caso ejemplar es lo ocurrido con dos mujeres que, tras cinco años juntas, decidieron tener una hija vía inseminación artificial con esperma de un donante anónimo. Ambas estuvieron de acuerdo con realizar este proceso, que se logró de manera exitosa. Cuando la pareja decidió separarse, la madre biológica argumentó que como ella gestó y parió a la niña, era la indicada para ejercer la guarda y custodia, ya que por cuestión “natural” existía un mayor apego. Ante esto, la Suprema Corte determinó que en asuntos de esta clase no resulta válido el argumento de que la custodia de la niña se debe conceder a la madre biológica, puesto que no es el lazo biológico lo que determina la relación jurídica entre la niña y sus madres, sino la voluntad procreacional. En el caso específico, se confirmó la decisión de otorgarle la guarda y custodia a la madre “no biológica” en tanto que la niña se sentía más identificada con ella; además, se demostró que era la más capacitada para cuidarla. Ahora bien, recientemente la Suprema Corte resolvió un asunto en el que concluyó que la relación entre padres e hijos no solo se genera por la procreación, la adopción, la reproducción asistida o la voluntad procreacional y reconoció la filiación por solidaridad humana, que se genera por una situación de hecho, como cuando una persona cuida y trata tanto en lo público como en lo privado a un niño como hijo propio, lo que genera una situación de derecho. Esta decisión es resultado de un caso donde una mujer contaba con dos actas de nacimiento; la primera fue realizada por su madre biológica; la segunda, por la mujer que la integró a su hogar cuando era una niña desamparada y la trató como una hija más. Tiempo después, la única hija biológica de la familia demandó la nulidad del segundo registro alegando la existencia del acta de nacimiento previa, con la finalidad de privar a la otra de derechos hereditarios. El fallo de la Suprema Corte determinó que gracias a la realidad social que generó el reconocimiento parental en la segunda acta de nacimiento, se creó una filiación por solidaridad humana, pues hacía patente el deseo de integrar a una niña sin tutela a su núcleo familiar y tenerla bajo su cuidado como una hija, con todos los derechos y obligaciones que implicaba. Estos son tan solo unos ejemplos de cómo lo que se entiende legalmente por familia va mutando conforme la sociedad evoluciona. Este carácter maleable del vínculo social se corresponde con un Estado multicultural y pluriétnico que justifica el derecho de las personas a establecer una familia según sus propias decisiones y situaciones de vida. Partir de la idea de una familia inflexible, única y heteroparental implica roles de género que en la actualidad se buscan superar. Los cambios en las dinámicas coyunturales de la sociedad implican asimilar que hay nuevos modelos familiares. La incorporación de las mujeres al ámbito laboral, los divorcios, los segundos matrimonios, las técnicas de reproducción asistida, la custodia compartida, los núcleos familiares integrados por parientes de segundo grado y la lesbo/homoparentalidad han reestructurado la imagen tradicional de la familia.
Imagen de portada: Danila Vassilieff, A Family, ca. 1951. © National Gallery of Australia
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Suprema Corte de Justicia de la Nación, 2020. Concubinato y uniones familiares, Centro de Estudios Constitucionales de la Suprema Corte de Justicia de la Nación, Ciudad de México, p. 31. ↩
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Véase el amparo en revisión 553/2018, el amparo en revisión 852/2017 y el amparo directo en revisión 2766/2015. ↩