En el ensayo “Los peligros de la profecía” (1973) Arthur C. Clarke dividió los avances tecnológicos en dos tipos: los que serían comprensibles para los humanos del pasado y los que les parecerían sobrenaturales. Si Galileo o Da Vinci viajaran en el tiempo hasta nuestro presente, entenderían sin mucho esfuerzo el automóvil o el helicóptero; en cambio, no podrían comprender el funcionamiento de la radio o el de un reactor nuclear. Al respecto, el autor de El fin de la infancia escribió la que se convertiría en una de sus frases más célebres: “Cualquier tecnología lo suficientemente avanzada es indistinguible de la magia”.
Que mucha gente ignore, por ejemplo, cómo funciona su celular no quiere decir que no tenga curiosidad sobre los fenómenos que le rodean. En el poema “Oda”, Fabián Casas escribió: “El hombre de campo mira pasar el río./ El hombre de ciudad mira pasar el tren./ Ambos reflexionan sobre el pequeño mecanismo/ de los acontecimientos”. Cualquier persona, sin importar su circunstancia o su geografía, busca explicaciones para lo que vive y lo que sucede a su alrededor. En cambio, los científicos hacen cavilaciones tan sistemáticas que sus conclusiones sirven para todos los demás.
El caso paradigmático es Newton, quien postuló que todos los objetos, desde los astronómicos hasta los cotidianos, se sujetan al mismo pequeño mecanismo de los acontecimientos: la fuerza de gravedad. Con un afán universal, las ideas que plasmó en los Principios matemáticos de la filosofía natural (1687) servían lo mismo para predecir el movimiento de los planetas que para describir la caída de una fruta.
Las explicaciones de Newton sobre el universo eran brillantes, pero no perfectas. Con los años, los astrónomos descubrieron una anomalía en la órbita de Mercurio que no se ajustaba a la ley de gravitación universal. Ese pequeño error de cálculo era una pista sobre lo que aún ignoraban del cosmos. Sin embargo, por poco más de dos siglos, las fórmulas newtonianas fueron la mejor herramienta de la física para entender la realidad.
La ciencia es una actividad colectiva y cada descubrimiento adquiere sentido solo en función de los anteriores. En el libro de antropología especulativa que es Gente del mundo (1998), Alberto Chimal ofrece la historia de un poema comunitario: en el pueblo de los aiyunda, el primer habitante que despierta pronuncia una palabra; la persona más próxima repite aquella palabra y agrega una segunda. Esta operación se repite por todo el pueblo durante el día y cada habitante suma un vocablo. Para la noche, los aiyunda han formulado un cadáver exquisito que se recita en la plaza mientras un archivista lo registra. Este pueblo imaginado es una metáfora de la poesía, pero también ejemplifica cómo la cadena del conocimiento colectivo se compone de eslabones individuales.
Esto lo entendía bien Max Planck. En Los creadores de la nueva física (1973), Barbara Lovett Cline describe al científico alemán como un espíritu disciplinado y apocado que desarrolló desde joven un gran interés por un tema que otros consideraban muerto: la termodinámica. A sus contemporáneos, las leyes que describen cómo el calor se transforma en movimiento les parecían un tema superado. Aunque tuviera pocos interlocutores, Planck intuyó que aún era posible agregar unas cuantas palabras a ese poema colectivo. Así descubrió que la energía no se transfiere de forma continua, sino que se mueve en paquetes a los que llamó cuantos. Este sería el primer pilar de la física moderna y el inicio de la mecánica cuántica.
El autor del otro pilar de la física del siglo XX no podría haber sido más distinto: Albert Einstein era desordenado, tenía conflictos con la autoridad y ni siquiera era magnífico con las matemáticas. Con veintipocos años consiguió un trabajo modesto en una oficina de patentes en Berna, donde pasaba la mayor parte del tiempo cavilando sobre el pequeño mecanismo de los acontecimientos. En aquella oficina dio los primeros pasos mentales para descifrar la misteriosa órbita de Mercurio.
A diferencia de Newton, que concebía el espacio como una entidad fija, Einstein formuló que el espacio es inseparable del tiempo y que esta unidad (el espacio-tiempo) se deforma ante la presencia de la materia: no hay una entidad invisible que conecte al Sol con Mercurio; más bien, el Sol, con su enorme masa, deforma el espacio y provoca que Mercurio dé vueltas a su alrededor.1 Había nacido la teoría de la relatividad general.
Las implicaciones de esta idea eran radicales: el tiempo, que se deforma ante la gravedad, pasa más rápidamente en una montaña que en el mar. El efecto, medible en la Tierra con relojes atómicos, se magnifica ante objetos masivos, como el agujero negro Gargantúa de Interstellar (2014). Los propios agujeros negros fueron predichos como una consecuencia de la relatividad.
Una de las más insólitas consecuencias de esta teoría es que nos mostró que el universo tuvo un principio. A partir del trabajo de Einstein, el sacerdote Georges Lemaître formuló que todo el cosmos debió estar agrupado en un solo punto miles de millones de años atrás, desde donde comenzó su expansión: el Big Bang. Tiempo después, el ucraniano Gueorgui Gámov señaló que la luz primigenia de esta expansión súbita debía seguir en el universo, aunque debilitada, bajo la forma de microondas. Esa fotografía del inicio del universo se llama ahora radiación de fondo de microondas. Los remanentes del Big Bang se pueden ver y escuchar en parte de la ceniza que transmitían los televisores analógicos cuando no tenían señal.
No menos radicales eran las ideas derivadas del trabajo de Planck. Para continuar la investigación sobre los cuantos y sobre la estructura del átomo, Niels Bohr fundó en Copenhague un instituto que tenía aire de comuna hippie. El danés vivía con su familia en el piso superior y en el inferior varios jóvenes estudiantes discutían sobre el extraño comportamiento de los electrones al interior del átomo. En esa época Werner Heisenberg llegó a su idea más famosa: puedes saber dónde está un electrón pero no puedes conocer su energía; o puedes determinar cuánta energía tiene pero desconociendo su ubicación. En el mundo cuántico, los hechos son indeterminados hasta que un observador interactúa con ellos. De pronto, la física se llenó de partículas que podían estar en dos lugares al mismo tiempo y que se movían de forma contraintuitiva y azarosa. Einstein llegó a decir que “Dios no juega a los dados”, en rechazo a la idea de un mundo subatómico gobernado por eventos aleatorios.
Actualmente, la relatividad y la cuántica son las dos grandes explicaciones que tenemos para entender la realidad. Incluso les debemos gran parte de la tecnología que nos rodea: sin estas dos teorías sería imposible viajar a un sitio con la ayuda de Google Maps en el teléfono. Los miles de millones de transistores que pueblan los chips dentro de los celulares no funcionarían sin nuestro entendimiento de la mecánica cuántica; por su parte, como el tiempo pasa a distinto ritmo en función de la altura, los satélites del sistema GPS deben considerar la relatividad para calcular nuestra posición en la superficie terrestre.
Pese a que permiten que usemos nuestro celular, en el plano teórico estas ideas están divorciadas. Usamos la cuántica para lo muy pequeño y la relatividad para lo muy grande, pero no conseguimos que funcionen juntas. De la misma forma en que los astrónomos posteriores a Newton notaron una anomalía en el movimiento de Mercurio alrededor del Sol, los científicos de ahora saben que hay puntos ciegos que estas dos teorías no pueden iluminar: ¿Qué ocurre al interior de un agujero negro? ¿Qué pasó antes del Big Bang? ¿Cómo funciona la gravedad en el nivel de las partículas? Podríamos responder estas preguntas si tuviéramos una teoría del todo que uniera la relatividad y la cuántica.
Por décadas el contendiente más notable para la teoría del todo fue la teoría de cuerdas. Esta postula la existencia de minúsculas cuerdas que vibran a distintas frecuencias y forman así las partículas que nos componen. Pese a que entusiasmó a cientos de físicos, esta hipótesis no ha podido comprobarse de manera experimental.
Ante el paulatino retroceso de la teoría de cuerdas, han surgido varios contendientes que buscan coronarse como la teoría del todo. Una de las teorías más interesantes surgió a finales del 2023: la gravedad poscuántica. El 4 de diciembre, el físico inglés Jonathan Oppenheim publicó dos trabajos donde formula un particular matrimonio entre la cuántica y la relatividad.
En el primer trabajo, publicado en Physical Review X, Oppenheim postula que la gravedad sería inestable y tendría propiedades azarosas. A diferencia de otras hipótesis que buscan llevar la gravedad al terreno cuántico, en su teoría no hay gravitones (partículas que lleven paquetes de gravedad de un lado a otro), sino pequeñas fluctuaciones aleatorias en el espacio-tiempo.2
La física Sabine Hossenfelder describió la propuesta del inglés en los siguientes términos: “La nueva teoría de Oppenheim podría tener lo que los físicos estaban obviando. Su idea es, a primera vista, bastante simple: en vez de intentar dar propiedades cuánticas a la gravedad, simplemente hace que la gravedad sea tan aleatoria como la física cuántica, de modo que las dos encajen”.3
Una de las mayores sorpresas de esta teoría es que ofrece la posibilidad de probar sus postulados de forma experimental. En el segundo trabajo, publicado en Nature, Oppenheim y sus colaboradores discuten cómo podría comprobarse la gravedad poscuántica en un laboratorio.4
A finales del siglo XVIII, el físico Henry Cavendish formuló un experimento que se valía de cables y poleas para medir la atracción gravitacional entre dos objetos. Una versión ultramoderna de este experimento podría revelar si, en efecto, la gravedad es aleatoria, lo que significaría que Dios no solo juega a los dados, como rechazaba Einstein, sino que incluso tiene uno asignado para el espacio-tiempo.
Aunque las ideas de Oppenheim han provocado entusiasmo y han ganado algunos titulares, ya hay críticas hacia la gravedad poscuántica. La propia Sabine Hossenfelder señaló que esta teoría no respeta el principio de localidad, que postula que los objetos solo pueden influir sobre sus pares cercanos. Sin embargo, todas estas críticas podrían dirimirse en un laboratorio con un experimento que revele, de una vez por todas, el pequeño mecanismo de los acontecimientos.
Imagen de portada: Virginia Powell, ilustración del simulador Eagle para entrenamientos de anestesia, 2000. Wellcome Collection
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El trabajo se puede consultar en The Collected Papers of Albert Einstein, Martin J. Klein, A. J. Kox y Robert Schulman (eds.), Alfred Engel (trad.), vol. 6, The Berlin Years, Writings, 1914-1917, Princeton University Press, Princeton, 1997, p. 112. Disponible aquí. ↩
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Jonathan Oppenheim, “A Postquantum Theory of Classical Gravity?”, Physical Review X, vol. 13, núm. 4, octubre-diciembre de 2023. Disponible aquí. ↩
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Sabine Hossenfelder, “What Physicists Have Been Missing”, Nautilus, 2 de febrero de 2024. Disponible aquí. ↩
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Jonathan Oppenheim, Carlo Sparaciari et al., “Gravitationally induced decoherence vs space-time diffusion: testing the quantum nature of gravity”, Nature Communications, 14, artículo número 7910, 4 de diciembre de 2023. Disponible aquí. ↩