La mamá de Antara ha comenzado a perder la memoria. El diagnóstico no es concluyente, pero todo apunta hacia la enfermedad de Alzheimer. Las primeras páginas de Azúcar quemado son un desfile de escenas familiares para cualquiera que haya convivido de cerca con las demencias: a Tara se le dificulta identificar rostros conocidos (prosopagnosia), enunciar el nombre de los objetos (anomia), recordar eventos en los que ha participado (amnesia episódica) y distinguir el cajón correcto donde estacionar su auto (desorientación espacial). Su hija, Antara, evalúa qué hacer con ella. Tomar las riendas suena lógico: convertirse en su cuidadora primaria, atesorar los días de lucidez, conferir dignidad a la despedida, ese tipo de cosas. Pero también está el detalle de que ella y su madre se odian. También. Entramos a este libro como a una mente alborotada. La voz se desplaza entre varios tiempos y es preciso anclarse en lo inmediato para no caer al abismo. Primero lo primero: el escenario. Estamos en la ciudad de Puna, donde ellas viven. Salvo por el deterioro cognitivo de Tara, el resto del entorno parece apacible, los sentidos responden a los estímulos de modo ordinario: aromas de especias, televisión encendida, la luz rosada del horizonte y el borlote de los rickshaws. A continuación: el calendario. Estamos en un presente vertiginoso. La narración en primera persona de Antara nos conduce de la cocina al consultorio y de vuelta al departamento atiborrado. Aunque es Antara quien nos guía, y sus rebotes agitados no dan tregua, los límites de la realidad pronto comienzan a desdibujarse, pues resulta que este presente está repleto de pasados. La narración salta atrás y adelante igual que los episodios de la memoria semántica, en la cual un concepto se enlaza a otro mediante asociaciones que a veces parecen no tener sentido. Pero sí lo tienen. Categoría: trucos para combatir el envejecimiento (aceite de krill, llevar un diario, un ambiente sosegado, morir a edad temprana). La cosa es que a menudo este sentido depende de su carga emocional. Categoría: lo que odio (mentiras y traiciones). Categoría: personas que me han traicionado (mi hija, mi madre). Así, de una charla con el médico pasamos a una discusión con la suegra y de súbito al inerte lecho matrimonial. Algunas transiciones parecen abruptas. Quizá todo sea parte del mismo efecto, a fin de cuentas esto es la locura: un reacomodo de los elementos del mundo en una disposición enigmática y privada ante los ojos de los demás; en la mente inquieta reina el caos. En el segundo tercio del libro, un detonador rebota la narración hacia la infancia y nos enteramos de que Antara fue criada en una secta por una comunidad de diletantes y devotos. Parece que por fin llegamos a la clave del misterio: ¿por eso odia a su madre? Yo, la lectora, fetichista del hecho real, del #SíPasó, reviso la sinopsis para confirmar que estoy leyendo una novela y no un memoir. A estas alturas, la narradora ya ha establecido el tono. Escatologías y vejaciones son moneda corriente, por lo que no escandaliza demasiado enterarnos de lo que sucedía a puertas cerradas en el ashram. Sin embargo, la voz infantil de Antara al recordar las aberraciones es la primera grieta del laberinto al que nos había llevado casi a ciegas. La sensorialidad comienza a parecer un engaño. Los detalles, en extremo sugerentes, encandilan el morbo por seguir la historia, pero al mismo tiempo también son un tropiezo pues, si era tan chiquita, ¿cómo tiene todo tan claro? La luz hace presencia, develando el artificio. Avni Doshi escribió una novela usando los mecanismos de la no ficción. Azúcar quemado se siente como un memoir imaginado. Construye verosimilitud con fallas controladas: dubitaciones (“ahora no soy capaz de recordar”) y ambivalencias morales, como seducir al amante de su madre y contárselo a ella. Ah, la confesión, ese relato que por sí solo merece nuestra atención irrestricta. Los memoirs comienzan con un evento y desde ahí delinean un sentido. Las escenas pueden remitir no a la causalidad, como en la ficción, sino a la casualidad. Nadie decide qué recuerdos evocar ni cómo conectarlos: son ellos mismos los que se abren camino. Antara, artista visual, lo explica en términos gráficos: dice que las imágenes la eligen a ella y no al revés. Todo confluye ante un eje, que aquí tiene tres aristas: la demencia, la maternidad y el rencor. La enfermedad de Tara espejea la oscuridad de Antara: “a menudo deseaba que mi madre nunca hubiera nacido, sabiendo que eso también significaba mi aniquilación”. La voz, todo está en la voz. Por ella es que sigo pensando este libro como un memoir. Aflojo mis resistencias hasta casi pasar por alto que la recapitulación a ratos no queda tan bien lograda. Doshi (ya no Antara) comienza a repetir estrategias: caracterización basada en enumeraciones, contrapunteo, ecfrásis. Concedo que la memoria es un péndulo anárquico, pero algunos recuerdos parecen inmotivados y hay transiciones que no fluyen de manera orgánica. De pronto ya no se adivina la categoría semántica y no estoy segura de que abajo haya un entramado invisible. Hay pasajes simplemente extraños. Los diálogos entre madre e hija equivocan la focalización. No se distingue quién exige sal y patatas. Es parte del mismo espejo oscuro, pienso: la mamá senil, la hija maniacodepresiva, las dos con la percepción afectada. Pero cuando esta confusión alcanza las peleas de Antara y su esposo, me veo obligada a acudir a la edición original en inglés para averiguar quién dijo qué. Lo que temía: la conversión de comillas a guiones no fue adecuada. Continúo la lectura, ahora en inglés. De pronto, algo me sacude. Un espasmo extradiegético, involuntario y al mismo tiempo divertido. Reviso el original de arriba abajo. No. No es mi imaginación. El libro es radicalmente distinto en español e inglés. La edición de Planeta revolvió el acomodo de evocaciones, como polaroids que cayeron al suelo. Esta decisión ejecutiva entorpeció las transiciones, pero además resemantizó por completo algunos detonadores: en la versión original Antara piensa en asesinatos y eso dispara un recuerdo específico. En la edición española es la contemplación del cielo la que lleva su mente a la misma imagen. A manera de compensación, supongo, Planeta colocó los años: 1981, 1986, 1993. En entrevistas, Doshi ha comentado que la gente se acerca a ella con la misma pregunta que yo me he hecho: ¿es autobiografía? Ha dicho que le tomó tantos años terminar que siente como si hubiera escrito siete novelas distintas. (Ocho, diría yo, considerando la edición española). Me pregunto por los criterios para el reacomodo, por el nuevo sentido que ha emergido. Se dice que la memoria es traicionera. Lo mismo dicen sobre el acto de traducir. “La realidad es algo que escribimos en coautoría”, dice Doshi, digo, Antara. “Mi madre se ha vuelto poco fiable”. Estamos todas sentadas a la mesa de escritura: Tara, Antara, Doshi, la traductora Raquel Vicedo, yo, tú, escribiendo este memoir imaginario, esta novela verdadera, en coautoría. Pero en las manos no tenemos lápices, sólo gomas para borrar.
Imagen de portada: Gérard de Lairesse, El tiempo flanqueado por la memoria y la práctica, ca. 1670. Rijksmuseum Collection