A pesar de que existen normas jurídicas que prohíben de manera absoluta la tortura desde hace décadas, en México no se ha logrado erradicar su práctica. Particularmente desde 2006 se ha recrudecido su uso por policías, soldados y marinos, al mismo tiempo que las instituciones encargadas de investigar y sancionar a los responsables no han querido ni podido cumplir con sus responsabilidades. La impunidad ha llegado a niveles inaceptables para la sociedad mexicana, por lo que es necesario que el país adopte políticas con el apoyo internacional para revertir esa tendencia y garantizar los derechos de las víctimas a la verdad, a la justicia y a las reparaciones.
El 10 de diciembre de 1948 la Organización de las Naciones Unidas (ONU) adoptó el instrumento más importante en la historia de la humanidad que reconoce los derechos humanos con el objeto de servir de inspiración para que los Estados modificaran sus leyes, políticas y cultura. La Declaración Universal de los Derechos Humanos (DUDH) incorpora en su artículo quinto la prohibición de la tortura.1 Para fortalecer jurídicamente esa proclama, desde 1949 se han aprobado varios tratados que estipulan el deber de las naciones de proscribir la tortura, incluso en el marco de conflictos armados (internacionales e internos). De cometerse el delito, los Estados tienen que investigar, procesar y castigar a todas las personas que participaron. La prohibición de la tortura es uno de los pocos derechos humanos respecto de los cuales hay un consenso internacional.
En México la tortura está prohibida por la constitución, los tratados internacionales ratificados y las leyes en la materia: la más reciente es la Ley General para Prevenir, Investigar y Sancionar la Tortura y Otros Tratos o Penas Crueles, Inhumanos o Degradantes (LGT).2 Esta ley incorpora en el orden jurídico los mejores estándares internacionales, con lo cual las instituciones de procuración e impartición de justicia están en óptimas condiciones para llevar a juicio, con la debida diligencia, a los responsables de haber cometido tortura. A pesar del robusto marco jurídico que la proscribe, las instituciones de seguridad del país no pueden dejar de perpetrarla, al grado de que diversos mecanismos de Naciones Unidas que han visitado el país se han referido a ella como una práctica “frecuente” (1998)3 y “sistemática” (2003).4 Desde diciembre de 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón desplegó a las fuerzas armadas en operativos para enfrentar al narcotráfico, en México estamos inmersos en una espiral de violencia que no parece tener fin. Soldados, marinos y policías salieron a la calle con autorización de hacer uso indiscriminado de la fuerza, incluida la letal, para desarticular o decapitar a las organizaciones criminales, para detener a quienes consideraban sospechosos de pertenecer a la delincuencia organizada (incluso arbitrariamente) y para investigar delitos a través de todas las formas a su alcance. En la práctica eso se ha traducido en que las fuerzas de seguridad cuentan hoy con una especie de licencia para matar, torturar y desaparecer personas. Desde aquel año el uso de la tortura se ha recrudecido y extendido a lo largo y ancho del territorio nacional, al grado de ser considera como una práctica “generalizada”.5 Las cifras de la tortura son escandalosas, incluso a pesar de que la información sobre los índices delictivos y la respuesta oficial para sancionarla son limitadas y fragmentadas. Para dimensionar el fenómeno analizaremos la información pública disponible relativa a la tortura cometida por autoridades federales. La Fiscalía General de la República (FGR), antes Procuraduría General de la República (PGR), ha iniciado 13 mil 560 investigaciones penales por el delito de tortura entre 2006 y 2019. Funcionarios de la Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena) aparecen como responsables en mil 609 de ellas, mientras que integrantes de la Secretaría de Marina (Semar) figuran en 780 casos.6 De este número total de investigaciones, sólo treinta casos han sido presentados ante un juez, es decir, se ha consignado solamente el 0.22 por ciento de los expedientes.7 En ese mismo periodo, se han dictado 27 sentencias por tortura a nivel federal, de las que dieciocho fueron condenatorias y nueve absolutorias.8 Por otro lado, la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH) ha iniciado, entre 2006 y 2019, 10 mil 468 expedientes de queja, 10 mil 055 por tratos crueles y 413 por tortura. El 44.2 por ciento de las quejas señalan a la Defensa Nacional como autoridad responsable, mientras que la Policía Federal aparece en dos mil 564, la PGR en mil 995 y la Marina en mil 151.9 En sus primeros seis meses de existencia (de junio a diciembre de 2019) la Guardia Nacional ha sido señalada en 49 quejas como autoridad responsable, en las que siete casos se refieren a actos de tortura y tratos crueles, inhumanos y/o degradantes.10 La CNDH entre 2006 y 2019 ha emitido 268 recomendaciones relativas a violaciones graves de derechos humanos, en las cuales se documentan mil 195 personas víctimas de desaparición forzada, ejecución extrajudicial y tortura. De ellas 190 recomendaciones (73 por ciento) versan sobre tortura, en las cuales se registran 221 eventos, con 736 víctimas involucradas.11
Los tipos de tortura que practican las autoridades son diversas, tal como se observa en la siguiente tabla:
Después de haber sido torturadas, más de la mitad de las víctimas fueron acusadas de ciertos delitos y sometidas a procesos penales, como se muestra a continuación:12
Por lo anterior, podemos concluir que la tortura es una práctica habitual de las instituciones de seguridad federales responsables de la política de combate a la delincuencia organizada y el narcotráfico. Además, por el número de funcionarios públicos involucrados, los recursos públicos empleados, los métodos institucionales uniformes de tortura, los fines comunes que persiguen, así como la similitud de las circunstancias en torno a su comisión, incluida la impunidad prevaleciente, resulta evidente que la tortura es una práctica sistemática en México.
A pesar de que México cuenta con la infraestructura legal y el andamiaje institucional necesario para investigar, procesar y castigar a los responsables de haber cometido el delito de tortura, las fiscalías del país son incapaces o renuentes a combatir la impunidad. Para hacer frente a esa realidad, México (el presidente de la república y el Congreso de la Unión) tendría que apropiarse de la propuesta de política pública formulada por un conjunto de ciudadanos y encaminada a garantizar el acceso a la justicia, a la verdad y a las reparaciones para las miles de personas que han sufrido violencia y violaciones a sus derechos humanos. Los responsables de la iniciativa son víctimas; personas académicas; expertas en derechos humanos, derecho internacional y derecho penal, e integrantes de organizaciones de la sociedad civil. La propuesta ciudadana fue entregada a diversos secretarios de Estado el 26 de enero del 2020, y consta de tres componentes institucionales. El primero de ellos consiste en la creación de un mecanismo internacional para combatir la impunidad, bajo los auspicios de la ONU, con un mandato para
investigar y, en su caso, ejercer la acción penal por delitos que afecten bienes jurídicos relacionados con la libertad y la integridad personal y/o la vida en todas sus modalidades cuando se hayan cometido de forma masiva, sistemática o generalizada, así como los delitos vinculados a los mismos, incluyendo hechos o actos de corrupción, despojo de tierras indígenas, negocios lícitos o ilícitos impuestos de manera coercitiva, entre otros.
Esta idea se inspira en buenas prácticas de otros países, que resultan de incorporar un componente internacional que dé legitimidad, aporte el conocimiento y la práctica de llevar a juicio a los responsables de cometer delitos a gran escala, como crímenes de lesa humanidad o de guerra, y aproveche la infraestructura nacional para entrenarla y dejar instalada esa capacidad en México. Un ejemplo de estos esfuerzos a nivel regional fue la Comisión Internacional contra la Impunidad en Guatemala, que se creó a través de un tratado internacional con Naciones Unidas. Gracias a ella se fortalecieron las instituciones y los procedimientos para investigar y enjuiciar delitos de alto impacto para la sociedad; no sólo eso, además se logró que altos funcionarios, militares, expresidentes o sus familiares, fueran llevados a juicio por corrupción, lavado de dinero, asesinatos, genocidio, desapariciones forzadas, crímenes de lesa humanidad, crímenes de guerra, violencia y esclavitud sexual, entre otras violencias.13 El segundo componente es la formación de una comisión de la verdad y la memoria histórica con el objeto de
identificar a los perpetradores de graves violaciones de derechos humanos y, en su caso, de crímenes de lesa humanidad —incluidos desaparición, desaparición forzada, ejecuciones extrajudiciales, asesinatos, tortura y violencia sexual— y dar cuenta de los patrones, métodos, causas y consecuencias de la violencia.
Muchos países de América Latina —el más reciente, Colombia—14 han creado comisiones de la verdad con el objeto de esclarecer los elementos diversos que dieron origen a la violencia, los niveles de responsabilidad de actores estatales y no estatales, así como los hechos constitutivos de graves violaciones de derechos humanos, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra, entre otros delitos graves. Para llegar a ello, las víctimas han resultado centrales y los informes de esas comisiones han sido una pieza fundamental para los consiguientes juicios penales a los perpetradores, con lo cual se han podido iniciar procesos de reconciliación nacional. Finalmente, la propuesta incluye un modelo de reparación extraordinario “sencillo y accesible”, complementario de otros mecanismos existentes para obtener reparaciones.15 Lo anterior se justifica por el hecho de que las instituciones vigentes en el país —la Comisión Ejecutiva de Atención a Víctimas (CEAV) y sus correlativas estatales— para reparar a las víctimas es muy lenta, burocrática y, por una práctica contraria a la ley de los operadores del sistema, restrictiva. En la actualidad, para que una víctima acceda a los fondos de reparaciones se exige que se cuente con una sentencia de un tribunal nacional o internacional o con el pronunciamiento de un órgano protector de derechos humanos (por ejemplo, la comisión pública de derechos humanos nacional o estatal, un mecanismo como la Comisión Interamericana de Derechos Humanos o el Comité contra la Tortura de Naciones Unidas) que reconozca la existencia de la violación a los derechos humanos. Además, en tanto que esas instituciones (o las propuestas institucionales) se creen, entren en funcionamiento y se cuente con fiscalías independientes, imparciales, autónomas y profesionales, el país necesita que los más altos responsables de haber cometido delitos atroces, como la tortura, sean juzgados. Para ello, el gobierno federal tiene el deber de solicitar a la Corte Penal Internacional que ejerza su jurisdicción complementaria; al mismo tiempo, debería cooperar con las fiscalías y tribunales de todos los países que inicien juicios en contra de nacionales mexicanos. No hay duda de que será posible ofrecer a las víctimas de tortura la esperanza de que algún día llegará la justicia, sólo si se solicita y recibe el apoyo de la comunidad internacional. Tengo confianza en que nuestro llamado será escuchado por países democráticos comprometidos con los derechos humanos y en que su respuesta será positiva.
Imagen de portada: Ceremonia de presentación de la Nueva División de Gendarmería de la Policía Federal, 2014. Fotografía de la Presidencia de la República. CC.
Publicada en el Diario Oficial de la Federación el 26 de junio de 2017. ↩
Informe sobre la visita a México (7 al 16 de agosto de 1997) del Relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, Nigel S. Rodley (E/CN.4/1998/38/Add.2), párr. 7. ↩
Informe sobre México del Comité contra la Tortura (visita al país 23 de agosto al 12 de septiembre de 2001) conforme al artículo 20 de la Convención contra la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes (CAT/C/75), párr. 218. ↩
Informe sobre la misión a México (21 de abril a 2 de mayo de 2014) del Relator Especial sobre la tortura y otros tratos o penas crueles, inhumanos o degradantes, Juan E. Méndez, (A/HRC/28/68/Add.3), párr. 76. ↩
Lucía Guadalupe Chávez Vargas y Jorge Luis Amaya Lule (coords.), Entre la brutalidad y la impunidad. Los crímenes atroces cometidos al amparo de la estrategia de seguridad militarizada (2006-2018), Ed. Comisión Mexicana de Defensa y Promoción de los Derechos Humanos, Ciudad de México, 2020, p. 16 ↩
FGR, solicitud de información folio: 0001700145720. Fecha de respuesta: 10 de febrero de 2020. ↩
Consejo de la Judicatura Federal, solicitud de información folio: 0320000037620. Fecha de respuesta: 21 de enero de 2020. ↩
CNDH, solicitudes de información folios: 3510000004820, 3510000004920, 3510000005020. Fecha de respuesta: 05 de febrero de 2020. ↩
CNDH, solicitud de información folio: 3510000004720. Fecha de respuesta: 10 de febrero de 2020. ↩
Lucía Guadalupe Chávez Vargas y Jorge Luis Amaya Lule (coords.), op cit., p. 17 ↩
Ibidem, pp. 18-22 ↩
Eric Witte y Clair Duffy, Modelos de justicia. Manual para el diseño de mecanismos de responsabilización penal para crímenes graves, Open Society Foundations, Nueva York, 2018, pp. 438-456. ↩
Propuesta Ciudadana para Construcción de una Política sobre Verdad, Justicia y Reparación a las Víctimas de Violencia y de las Violaciones a Derechos Humanos, julio 2019: aquí ↩