Las panorámicas son como una fotografía. Ésta es mi fotografía del racismo: Mi padre es hijo de José (nahua) y Francisca (mixteca). La familia materna de mi madre creció en el barrio de la Huaca, en Veracruz, y aunque ella es blanca su apellido hace más bien alusión al sujeto que en algún momento esclavizó a Joseph, mi antepasado. Yo no soy mestiza, soy prieta y nací en México. El padre de mi padre (nacido en 1923) nunca votó; si usted se pregunta por qué, le doy una pista: nunca sintió que su país lo considerara ciudadano. En Diario de los Debates del Congreso Constituyente de 1916-1917, una de las principales discusiones gira alrededor del concepto de una ciudadanía supeditada a un proyecto civilizatorio, el cual se centra en un marcador racial que implica la asimilación de la población indígena (estos grupos deben renunciar a su lengua, a sus formas de organización, a su comunidad y a su territorio), y que niega por completo a la población negra.
El documento emplea las categorías de criollos, mestizos e indios dividiéndolas, respectivamente, según su grado de “civilización”, en “la intelectualidad que puede hacerle honra a la república, las medianías y el indio en estado salvaje”. Se pretende consolidar la ciudadanía civilizando al indígena y nacionalizando al extranjero. Se trata de un debate que privilegia y promueve una idea única de civilización: la blanca, de manera que se es más mexicano entre menos indígena se sea (y de ser negro, mejor ni hablamos).
Es innegable que la Constitución de 1917 fue uno de los documentos más liberales y progresistas de su época, pero ello no implica que las bases de nuestro derecho no sean profundamente racistas. Así, si usted quiere entender los fundamentos estructurales del racismo en un país, lo primero que hay que hacer es leer su constitución y los debates generados en torno a ella.
Mis abuelos paternos abandonaron su lengua y territorio para mudarse al centro de la ciudad de Puebla con la esperanza de alcanzar la promesa de la mexicanidad para mi padre y sus hermanos. Mi padre (nacido en 1947) fue el primero en su familia extendida en cursar la educación superior; sin embargo, tiene muy claro que la movilidad social tampoco implica la eliminación de los prejuicios racistas.
En Before Mestizaje: The Frontiers of Race and Caste in Colonial Mexico (2018), el afroestadounidense Ben Vinson III analiza tres de las castas que se encuentran en los últimos eslabones de la estructura colonial novohispana: lobos, moriscos y coyotes.
Vinson III se centra en la fluidez que permeaba este sistema, cuyo objetivo era —precisamente— el de imponer fronteras, y observa que, si bien esta fluidez o movilidad intergeneracional ocurría en contra y a pesar del sistema, el límite era siempre claro y éste dependía del marcador racial (el esclavo Joseph y su esposa, por ejemplo, registraron a dos de sus seis hijos como mestizos, mientras que los cuatro restantes fueron registrados como mulatos). Aunque el mestizaje promueva la mezcla interracial, en realidad mantiene la estructura social colonial, cuyo pilar sigue siendo el racismo. Si usted quiere entender la llamada pigmentocracia actual, este libro es fundamental.
Mi abuela materna (nacida en 1931) solía decir que su padre era ingeniero y que su familia había llegado de Europa. En realidad, Silvano (el padre de mi abuela y bisnieto de uno de los hijos a los que Joseph registró como mulato) era prieto y se ganaba la vida como mecánico. La vida de los hijos de Silvano estuvo definida, al igual que las de los hijos de Joseph doscientos años atrás, por el marcador racial. Los hijos blancos corrieron con mucho mejor “suerte” que los hijos prietos. ¿No tendría que haber cambiado esto en un país que promovió el mestizaje como bandera de igualdad? En teoría, sí.
En Piel negra, máscaras blancas (1952), el afromartiniqueño Frantz Fanon postula que la deshumanización es el eje a partir del cual se realiza el proceso de racialización del sujeto colonizado, y demuestra que el racismo es un principio de organización económica que descansa sobre la vida de aquellos que no son considerados humanos (y a veces ni animales).
Partiendo de la no-humanidad epidermizada en el sujeto racializado, Fanon analiza las relaciones interraciales y advierte que están destinadas a reproducir las lógicas de desigualdad a nivel social, pues se dan en un contexto en el que el racismo es el centro y el motor de la estructura del Estado. El análisis de Fanon no es, sin embargo, una sentencia; la frase con la que cierra su libro: “¡Oh, cuerpo mío, haz siempre de mí un hombre que interroga!” es una invitación a no despolitizar nuestros cuerpos.
A mi bisabuelo Juan (nacido en 1895, papá de Francisca) lo vi una sola vez. Vivía en un terreno semibardeado en el que había una construcción en obra negra, un baño exterior, una milpa y una pequeña habitación de adobe con techo de palma a la que el bisabuelo llamaba cariñosamente ve’ena (“mi casa”). La construcción en obra negra era fruto de las remesas que enviaban sus nietos desde el otro lado del río Bravo. Se había quedado a medio terminar porque él nunca aceptó mudarse, evitó incluso que le pusieran piso firme a su ve’e. Cuando le pregunté por qué, me respondió en un español pausado (él hablaba mixteco da’an davi) que le gustaba poder sentir con los pies la tierra en la que sembraba.
En la novela Los canarios pintaron el aire de amarillo (1993), el afroecuatoriano Nelson Estupiñán Bass visibiliza el entramado neocolonial racista que atomiza las luchas de la población no deseada por el Estado (negros e indígenas), y hace una fuerte crítica al progreso extractivista que hacia finales de los años setenta diezmó a la población indígena despojándola de sus tierras y desplazó a la población afrodescendiente.
Este libro es un buen punto de partida para entender por qué el Estado promueve la división entre las “minorías”.
Mi abuela Francisca (nacida en 1924) contaba con un conocimiento excepcional en herbolaria, ir con ella al mercado era una fiesta. Siempre fue muy cuidadosa, eso sí, frente a quién hablaba o con quién compartía sus saberes, para ella era doloroso y desgastante que la llamaran “ignorante” o “supersticiosa”.
En La amante de Gardel (2015), la afropuertorriqueña Mayra Santos Febres narra, por un lado, cómo el despojo epistémico del que fue objeto la comunidad negra sería utilizado años más tarde para el control de la natalidad y la esterilización masiva y no consensuada de las mujeres racializadas en Puerto Rico.
Por otro, expone la falsa armonía de la mezcla cultural de productos como el tango. Santos Febres muestra cómo los dos protagonistas materiales de su novela —la píldora anticonceptiva y el tango— son resultado de las lógicas más crudas de desigualdad social.
La única vez que escuché a mi abuela hablar en mixteco se despedía de una de sus hermanas que había viajado desde el pueblo para visitarla. A mi abuela no le habían arrebatado únicamente la lengua, la habían despojado de todo sentido de comunidad y de pertenencia. Soñaba con regresar a una tierra que, por desgracia, era ya sólo un recuerdo.
En Chen tumeen chu’úpen (Sólo por ser mujer) (2015) la escritora maya, Sol Ceh Moo, denuncia a un Estado mexicano que promueve el multiculturalismo pero es incapaz de respetar los derechos lingüísticos más básicos al mantener en la cárcel a una mujer indígena a quien le fue negado un traductor durante su proceso penal. Ceh Moo evidencia el racismo estructural del Estado y exige un alto a la simulación.
Comparto esta panorámica para poder decirle a Francisca que no sueño en da’an davi pero que no me olvido de la lluvia, y que Alicia, mi hija, ya aprendió a cultivar la tierra; lo hago para decirle a Joseph que trescientos años después aquí seguimos y seguimos prietos; lo hago para poder decirle a Silvano que pronunciamos su nombre y que todas las noches Alicia y yo cantamos juntas una de las canciones que él tocaba en la Huaca; lo hago porque ahora construyo comunidad no sólo con los vivos, sino también con mis muertos.
Me despido con En Blanco y Prieto (2014) de Fabián Villegas, prieto nacido en México que, valiéndose de la tradición oral como un espacio contrahegemónico del conocimiento, teje un mapa de vivencias en el que nos comparte las luchas comunitarias antirracistas y anticoloniales de los sujetos racializados alrededor del mundo, porque entender el racismo no es sólo conocer la opresión sino también la lucha.
Imagen de portada: Quilt construido a partir de tiras de ropa de trabajo, comunidad afroestadounidense de Gee’s Bend, Alabama, ca. 1930. Smithsonian American Art Museum CC