Prometeo es el titán que robó el fuego a los dioses del Olimpo para obsequiarlo a los humanos. En el libro de Mary Shelley, Frankenstein o el moderno Prometeo, el Dr. Víctor Frankenstein aspira a emular al personaje mitológico y regalarles a sus contemporáneos el don de crear vida.
En 1816, año en que Shelley escribió la primera versión de su novela, estaban en auge los experimentos ideados por el médico y físico italiano Luigi Galvani (1737-1798). En demostraciones públicas se usaban descargas eléctricas para producir convulsiones en ranas muertas. Tales movimientos involuntarios hicieron pensar que la electricidad así aplicada podría reanimar a los cuerpos inertes. Más adelante, Giovanni Aldini, sobrino de Galvani, utilizó por primera vez esa misma técnica en el cuerpo de un presunto criminal recién ejecutado. Cuando aplicó la descarga eléctrica en su rostro, las mandíbulas del fallecido comenzaron a temblar, los músculos adyacentes se contrajeron e incluso un ojo se abrió. Al aplicarla en otras partes, el cuerpo alzó y apretó la mano derecha, e incluso las piernas comenzaron a moverse. Fue tal la impresión causada que uno de los asistentes al evento murió de un paro cardiaco al regresar a su casa. Todo esto inspiró a Shelley: en su libro, el Dr. Frankenstein es un experto en electricidad que, uniendo trozos de cuerpos, confecciona un ser quimérico de dos metros y cuarenta centímetros de altura al que dio vida con el uso de energía eléctrica.
El monstruo creado por el protagonista de la novela podría considerarse como un ser vivo artificial o sintético, reconstituido por medio de la suma de múltiples partes que cumplen una función específica y no redundante: piernas, brazos, cabeza y torso. Sin embargo, en el mundo real, la creación de vida artificial es una hazaña que, si bien muchos científicos buscan, aún permanece fuera de nuestro alcance.
En tiempo recientes, los científicos han conseguido avances importantes en la creación de entidades biológicas artificiales, particularmente células y cromosomas, los cuales, de manera similar al monstruo de Frankenstein, están confeccionados a partir de la unión, mediada por el humano, de múltiples “piezas”. Por fortuna, los científicos reales son más cuidadosos que el Dr. Frankenstein, por lo que documentan meticulosamente todos sus procedimientos, sus propuestas de proyectos de investigación deben ser avaladas por comités institucionales de ética y sus hallazgos e invenciones son publicados en revistas arbitradas, después de la evaluación de su rigor científico. Los investigadores han intentado crear células artificiales desde hace más de veinte años y, desde 2017, múltiples laboratorios de investigación de los Países Bajos se aliaron en el consorcio llamado Building a Synthetic Cell (BaSyC) [Construyendo una célula sintética]. El objetivo es elaborar, en un plazo de diez años, un “sistema artificial, similar a una célula, que sea capaz de dividirse”. Puesto que no sabemos con certeza qué es lo que distingue la vida de la materia inanimada, el desafío más importante es, precisamente, determinar cuáles son los componentes mínimos necesarios para crear un sistema “vivo”.
Lo que sí sabemos es que, para funcionar, las células requieren de al menos tres sistemas coordinados entre sí: (1) el de la compartimentación a través de membranas celulares para mantener el contenido celular aislado del ambiente; (2) el metabolismo, es decir, la bioquímica que sustenta la vida; y (3) el control de la información en un genoma; en otras palabras, el almacenamiento y la gestión de las instrucciones celulares. Así que los esfuerzos de investigación se han volcado hacia reproducir en el laboratorio, de manera sintética, estos tres procesos. Los científicos ya encontraron la manera de generar estructuras tridimensionales parecidas a células; también han creado versiones rudimentarias del metabolismo celular y han “trasplantado” genomas en células vivas. Sin embargo, reunir todos estos elementos en una sola entidad —lo que finalmente constituiría una célula artificial— sigue sin ocurrir.
Para formar envolturas parecidas a las membranas celulares, los investigadores utilizan dispositivos miniatura, conocidos como chips de microfluidos, que producen burbujas de lípidos, o liposomas (similares a los que se usan para encapsular compuestos cosméticos). Estos chips generan cápsulas que miden entre diez y veinte micrómetros de ancho, el tamaño promedio de una célula vegetal o animal. E incluso, mediante un pulso eléctrico —como en los experimentos galvánicos—, incorporan proteínas en la superficie o en el interior de los liposomas. Además, una buena célula artificial debe contar con su propia central productora de energía. Investigadores del Instituto Max Planck, en Heidelberg, Alemania, han logrado inyectar en la superficie de los liposomas una enzima llamada sintasa de ATP, que funciona como una especie de rueda hidráulica molecular que genera ATP, es decir, energía celular. Finalmente, la célula artificial debe seguir instrucciones para funcionar, dividirse en dos células hijas y transmitir a sus hijas las instrucciones de su funcionamiento. En el caso de los sistemas vivos, los genes poseen las instrucciones sobre el funcionamiento celular y viajan en la molécula de ADN que se hereda de células madre a células hijas.
Los humanos tenemos alrededor de veinte mil genes y somos seres vivos altamente complejos, lo cual implica una coordinación extremadamente precisa de todas las instrucciones que esos miles de genes proporcionan. A diferencia del Dr. Frankenstein, los científicos en el mundo real no aspiran a sintetizar seres tan complejos como los humanos, sino que procuran identificar los genes mínimos necesarios para que una célula artificial funcione por sí misma. Para descubrirlos, investigadores del Instituto J. Craig Venter, en La Jolla, California, tomaron uno de los genomas más pequeños que se conocen, el de la bacteria Mycoplasma mycoides, y eliminaron sus genes uno a uno hasta llegar a la conclusión de que el número mínimo de genes que esta bacteria necesita es de 473 (aproximadamente la mitad de los genes originales del organismo).
Una vez conocida la cantidad mínima y cuáles son los genes necesarios para un sistema vivo, es muy importante que dichos genes se hereden de la célula madre a las células hijas, lo cual requiere sistemas eficientes de transmisión de información. En marzo de este año, se publicó en Science (una de las revistas más prestigiosas en el ambiente científico) un texto en el que investigadores de la Universidad de Pensilvania reportan la construcción de un cromosoma artificial capaz de portar una gran cantidad de genes humanos y heredarlos con gran eficacia entre células. A este constructo se le conoce como cromosoma humano artificial (HAC, por sus siglas en inglés). Este HAC tiene forma de anillo y fue construido en un laboratorio conjuntando secuencias tanto de un cromosoma bacteriano como de un cromosoma humano (generando una especie de cromosoma híbrido). Más adelante, se introdujo en células de levadura, que son fáciles de cultivar en el laboratorio, y al multiplicarse las levaduras también se multiplicó el HAC dentro de ellas. Posteriormente cada una de las levaduras se fusionó in vitro con una célula humana, utilizando tratamientos químicos que promueven la fusión de ambas células. Toda una quimera. Este HAC ha demostrado una gran estabilidad conforme ocurren las sucesivas divisiones celulares y se destruye a tasas muy bajas.
Por supuesto que todo este ingenio científico ha generado un debate filosófico y ético del que se desprenden preguntas como: ¿se trata de seres con vida?, ¿las células artificiales gozarán de autonomía?, ¿podremos controlarlas? A los científicos no parece preocuparles una potencial pérdida de su control sobre las células y los cromosomas artificiales, pues todo indica que las primeras células sintéticas serán una muy mala imitación de las células naturales. Además, los ingenieros de la vida sintética podrían incorporar algún tipo de control o un interruptor de apagado que inactive las funciones de las células artificiales de manera programada. Este tipo de controles impedirían lo que al Dr. Frankenstein se le salió de las manos, es decir, que nuestras creaciones con vida artificial escapen.
Imagen de portada: Peter Paul Rubens, Prometeo encadenado, 1611. Philadelphia Museum of Art