Lo desconocido, diría Lovecraft, es lo que más atemoriza a la raza humana, por su naturaleza curiosa, sensible e imaginativa. No hay poder freudiano, dijo el célebre escritor en su libro El horror sobrenatural en la literatura, que pueda atenuar una de las emociones más antiguas y poderosas de la humanidad: el terror a lo desconocido. En las culturas asiáticas abundan las historias de situaciones inexplicables, demonios grandes y pequeños, visibles e invisibles y, especialmente, fantasmas. Japón ha fascinado al mundo occidental, sobre todo desde fines del siglo XX, con sus apuestas terroríficas en el séptimo arte. El miedo ya existía antes del cine, por supuesto. Por mucho tiempo se pensó, por ejemplo, que en el escenario del teatro nō, dirigido a la nobleza, en realidad los espíritus entraban y habitaban a los actores bajo las máscaras. El cine retomó estas historias y creencias y ahora potencia el miedo que estas posesiones provocaron por varios siglos, pues el lenguaje del cine, tan cercano y audiovisual, nos hace olvidar que se trata de ensueños y no realidades, ¿o viceversa? ¿Pero, de dónde vienen estos seres de Japón que, a todos, sin importar idioma o cultura, nos obligan a dormir con la luz prendida? ¿Ante qué sintonía de lo desconocido nos posicionan? El cine llegó a Japón en 1897 gracias a una cámara Gaumont, y la primera producción cinematográfica japonesa fue una obra de teatro kabuki: Momijigari, la historia de una atractiva mujer que en realidad es un demonio. Tras seducir a un aristócrata, intenta robarle la vida durante el sueño. En el filme la mujer se transforma físicamente en un demonio, al que mata la espada del amante. Durante la primera mitad del siglo XX el cine japonés, primero mudo y después con sonido, fue una forma de exploración narrativa de historias provenientes del kabuki y otras formas teatrales japonesas. Sobresale como apuesta artística el filme Kurutta Ippēji (Una página de locura, 1926, de Kinugasa), considerada película muda de terror y que pudiera ser calificada de surrealista. El entonces joven Yasunari Kawabata estuvo involucrado en el guion y la producción, y promovió la convivencia entre la locura, la presencia de los muertos entre los vivos y el uso de máscaras de teatro nō. Sin embargo, la época de oro del cine japonés comienza justo en la segunda mitad del siglo XX, cuando el icónico Kurosawa lanzó Rashōmon en 1950, una historia basada en dos relatos de Ryunosuke Akutagawa, con un fuerte tono de suspenso, así como un atisbo al mundo de los muertos, de sus voces y sus deseos, a través de una médium en un templo sintoísta. Las películas hasta aquí mencionadas son, curiosamente, un precedente a lo que hoy llamaríamos J-horror: el cine japonés de terror. Contienen los elementos clave que marcarán la fascinación y la singularidad del cine japonés de este género: los fantasmas, sobre todo de mujeres, los demonios y las mutaciones, así como el vértigo ante la posible demencia de los protagonistas. Pero, así como fueron apuestas premonitorias de un cine que en el cambio de milenio tendría una fuerte presencia internacional, no se trata de temas nuevos en el imaginario japonés, sino que vienen de cientos de años atrás, de la literatura clásica de la isla nipona, de los seres espectrales y misteriosos de sus dos religiones, el sintoísmo y el budismo, así como de la influencia de leyendas antiguas provenientes de China. Todos estos rasgos y elementos (fantasmas, demonios, confusión mental o demencia) se pueden conjuntar en el término yōkai (妖怪), palabra que abarca toda situación o personaje supernatural.
Japón tiene varias y complejas clasificaciones y genealogías de estos seres y situaciones —los yōkai— pero para comprender de dónde viene el horror del J-horror aboquémonos a dos formas fantasmales niponas que son clave en las historias, tramas e imágenes del cine japonés de terror: yūrei (幽霊) y onryō (怨霊). Las yūrei son formas fantasmales de —principalmente— mujeres que poseen una misteriosa belleza y buscan finiquitar algún deseo, responsabilidad o pendiente en el mundo de los vivos. Su muerte pudo haber sido de carácter abrupto, un asesinato o un suicidio. Sin importar cómo hayan muerto, no se llevaron a cabo los ritos funerarios pertinentes para su descanso y por tanto su espíritu no se ha desprendido del mundo de los vivos. La forma onryō, por otro lado, también suele tratarse de mujeres, cuyo rencor es tan fuerte que no sólo se quieren vengar de quien les hizo daño, sino de toda la raza humana. Las que antes fueron sirvientas, amantes, esposas, madres, transforman su sumisión e indefensión en un poder acérrimo y macabro, incontenible e incontrolable. Al convertirse en fantasmas onryō mutan en seres con mayor poder que el de sus perpetradores. Cosa curiosa, estas formas cobraron popularidad en el kabuki y otras manifestaciones teatrales del pueblo entre los siglos XVII y XVIII, dejando atrás las formas fantasmales propias del teatro nō, ligado al mundo de los nobles y aristócratas. Ahora los fantasmas y demonios habitaban las casas de hombres y mujeres comunes y perseguían a hombres y mujeres comunes. Esto era algo desconocido: mujeres y sirvientes con el poder de atacar tanto a los nobles como a la gente común. Un nuevo tipo de terror comenzó a apoderarse de los japoneses. Un siglo después, películas como Ringu (1998, de Hideo Nakata), Dark Water (2002, del mismo director) y Ju-on: The Grudge (2002, de Takashi Shimizu) nos han hecho sentir escalofríos y bañarnos con los ojos abiertos, gracias a que sus tramas y personajes recrean y combinan a “las tres grandes yūrei de Japón”: mujeres de baja posición social, portadoras de injusticias y venganzas, llamadas Oiwa, Okiku y Otsuyu. Ellas protagonizan las historias de fantasmas más conocidas en la tradición nipona y han sido retomadas por la narrativa, el teatro nō, el teatro kabuki, las marionetas bunraku, el cine, el manga, la animación y hasta videojuegos, en múltiples ocasiones. Yotsuya Kaidan (四谷怪談, La historia sobrenatural de los Yotsuya, de Tsuruya Nanboku IV, 1825) fue escrita para el teatro kabuki. Yotsuya es el apellido paterno de la joven esposa y madre, Oiwa. Su esposo, enamorado de otra, la envenena, lo cual provoca síntomas como la caída del cabello y un ojo estrábico que puede bien deslizarse fuera de su cuenco o volverse blanco. Al morir el fantasma de Oiwa persigue a su asesino, manifestándose, entre otras formas, como si saliera de una linterna en el camino. El autor incluyó dos elementos importantes: los fantasmas ahora se aparecían en los hogares y los caminos de la gente del pueblo y no sólo en ambientes aristócratas; los asesinatos narrados estaban basados en asesinatos reales de la época. Banchō Sarayashiki (番町皿屋敷, La mansión de la vajilla en Banchō, 1741) fue escrita para el bunraku, teatro de marionetas. Su protagonista, la joven sirvienta Okiku se niega a tener una relación amorosa con el dueño del castillo donde sirve, así que él urde el plan de hacerle lavar y secar diez platos de una vajilla muy costosa, de los cuales esconde uno. Al no encontrar el décimo plato, Okiku corre el riesgo de ser despedida, oportunidad para que el hombre le solicite, de nuevo y a cambio de salvarla, sostener relaciones sexuales. Ella se niega una vez más y el hombre, enfurecido, la arroja a un pozo. Okiku muere en el pozo y su fantasma contará del uno al nueve, una y otra vez, para martirizar con su voz de ultratumba al asesino. Botan Dōrō (牡丹灯籠, La linterna peonia, de Encho Sanyutei, 1894) fue escrita para rakugo, una forma teatral similar al monólogo o narración oral, aunque su origen como leyenda oral se remonta a la tradición china. Narra la historia de dos mujeres que se aproximan cada atardecer a la casa de un joven viudo, con sus linternas de mano, marcando el sonido de sus pasos. La joven Otsuyu se queda a dormir varias veces en casa del viudo hasta que un vecino se percata de la inusual situación y los espía de noche para descubrir que la mujer en realidad es un esqueleto, con quien el viudo hace el amor sin darse cuenta. El viudo es informado y coloca un amuleto para que la joven no pueda entrar, pero el deseo de ambos es tan intenso que finalmente el joven sale y se va con ella a su mansión. Allí es descubierto, muere y es enredado en el cuerpo de un esqueleto, en las ruinas de una casa que se incendió en el pasado. Como ya habrán adivinado, la famosa Sadako, de la película Ringu (El aro, 1999), es una mezcla de Oiwa y Okiku, ya que esta aparición, tanto en kabuki como en la pantalla grande, se caracteriza con un ojo estrábico, cubierto por un cabello largo y lacio, así como con la caída del cabello, que se desprende abundantemente. Además, en la película esta mujer había sido arrojada a un pozo y de él sale, aunque no la voz, sí su figura espectral y aterradora que concuerda con la de las fantasmas japonesas yūrei y onryō de leyendas orales y obras de teatro: viste un kimono blanco, propio del funeral japonés; tiene cabello largo, lacio y negro; un rostro, piel y manos de extrema palidez y su forma de trasladarse es por medio de conductos de agua, luz o energía eléctrica. En las leyendas más antiguas las fantasmas yūrei y onryō sí tienen voz, regularmente una voz amable y seductora, la cual puede cambiar rápidamente a grave, al develar su naturaleza sobrenatural. Pero en la serie de películas sobre Sadako la aparición carece de voz, lo cual la hace todavía más aterradora, pues ignoramos qué necesita para que su espíritu descanse en paz. En las leyendas japonesas queda claro qué necesita el espíritu para dejar el mundo de los vivos: encontrar un décimo plato, vengar su muerte con la de su asesino, matar a otras mujeres casadas con el marido de la difunta, entre otras situaciones identificables, pero en Ringu no tenemos un mensaje claro, de viva voz, que nos indique cómo podemos apaciguar a Sadako. No comprendemos por qué asesinato tras asesinato, lejos de tranquilizarse, la joven quiere más y más muertos. Eso la vuelve más escalofriante. Otras películas que han retomado la apariencia e historia de Oiwa son Yotsuya Kaidan (1959, de Nobuo Nakagawa) y Ju-on: The Grudge (así como sus secuelas). En la historia original de Oiwa, ésta se puede trasladar a través de linternas en los caminos y hogares (imagen retomada en las pinturas y grabados de la escuela del ukiyo). Esta idea se modernizó en el filme de Ringu, ya que se mueve a través de la cinta de video y sale por la pantalla del televisor para atacar a los seres humanos. Por cierto, para la filmación se contrató a un actor de teatro nō para que fueran grabados sus movimientos de piernas y pies entrando al televisor (recordemos que en este tipo de arte escénico los protagonistas deben trasladarse sobre el escenario como flotando) y, al editar la película, se indujo una proyección regresiva (se proyecta como salir lo que se grabó como entrar), lo cual provocaría un doble efecto no-natural de movimiento de las extremidades. A mi juicio, un excelente recurso que, una vez más, fusiona la tradición del teatro con el cine en el imperio del J-horror. Otras películas que han recobrado la idea de que los fantasmas yūrei y onryō pueden trasladarse a través de conductos de energía son Kairo (Circuito, 2001, de Kiyoshi Kurosawa), a través del internet, Chakushin Ari (Una llamada perdida, 2003, de Takashi Miike), a través de las ondas telefónicas, e incluso animaciones como Lain-Serial Experiments (1998, de Nakamura), sobre una joven que “muere” en el mundo real y su espíritu vive y se manifiesta en internet. Otra forma más antigua de traslado de estas formas fantasmales ha sido el agua y películas como Dark Water (Desde las profundidades del agua oscura, 2002, de Hideo Nakata) retoman estas formas de aparición, ya que el cabello de la espectro se desprende y brota por conductos de agua, otra herencia de Oiwa.
Por otro lado, Okiku y el pozo han sido representados en varias adaptaciones al kabuki: la novela (La niña del pozo, 2014, de Rin Chupeco); en 2002 a una serie televisiva, así como también en las pinturas y grabados de la escuela del ukiyo. Cuando una larva (Byasa larvae) infestó los pozos japoneses en 1795 fue llamada el gusano de Okiku, pues se creía que era una encarnación de la fantasma. Otsuyu, de Botan Dōrō, fue encarnada en la película que llevó su nombre en 1910, y luego hubo seis adaptaciones más entre 1911 y 1937. La versión más notable es la de 1968, dirigida por Satsuo Yamamoto, con un giro más erótico, aunque en 1972 se realizó una película más bien de línea pornográfica dirigida por Chūsei Sone. La creación más reciente fue en 1996, dirigida por Masaru Tsushima, donde el giro es que ambos amantes se suicidan juntos. Películas como Kuroneko (Gato negro, 1968) también siguen la idea de mujeres fantasmas que devoran o asesinan a los hombres que enamoran. Por si las dudas, mientras leía y escribía estas líneas, indagué en internet si según la religión sintoísta habría forma de protegerse de estas apariciones yūrei y onryō, y sí, encontré que existe un amuleto imprescindible en los hogares japoneses llamado ofuda (御札), el cual no dejará entrar a estas apariciones al hogar y deberá renovarse cada año. Se dice que el verano es la estación de las historias de terror en Japón, ya que el miedo nos causa escalofríos y éstos nos quitan el calor. Como ya viene la secuela de Ringu titulada Sadako (2019, del propio Hideo Nakata) y no pienso dejar de verla, compré un ofuda en línea y ya está en camino desde el templo de Ise. Lo colocaré en la puerta de mi casa antes de ver esta nueva versión de Oiwa y vivir de nuevo, en mi verano mexicano, los escalofríos de Japón: el imperio del terror, la región de lo desconocido.
Imagen de portada: Fotograma de Takashi Shimizu, Ju-on: The Grudge, 2002