Nada distingue los recuerdos de los momentos ordinarios: no es sino después de que los reconocemos cuando aparecen como cicatrices. Chris Marker
El viaje exige, de principio, mirar el vórtex: no hay guerra ni mujeres de seda sin un previo tornado de imágenes en apariencia ilegibles, quizá rotas, pero siempre pulsátiles. Los fantasmas corren vertiginosos, se empalman y desfiguran unos a otros; exigen, sobre todo, un sujeto o, mejor, un soñador para cobrar sentido. Ediciones Era, fiel a su pacto de memoria y belleza, publicó una reedición de Elsinore. Un cuaderno, de Salvador Elizondo. El libro es un viaje impulsivo, una reanimación de la infancia perdida: un niño mexicano es internado en una escuela militar en Estados Unidos, entabla una amistad con otro chico, se bate con un vampiro, se enamora de una maestra de baile, fuma, delira. Toda memoria está en falta, todo recuerdo es una reconstrucción horadada de lo perdido. El pasado, pues, es un torbellino de imagen y afecto que nos toma, nos somete y exige nuestra narración. Leí Elsinore por primera vez hace diez años, estudiaba literatura e idolatraba a su autor, aun cuando pretendía comprenderlo más de la cuenta. De esa época me restan algunas letras y ciertas imágenes que, con toda seguridad, son un fruto engañoso del presente. Elizondo, sin embargo, me regaló hoy, de nuevo, la asfixia dulce de su escritura radical, otro vórtex, al fin.
Un juguete perdido
Al llegar al aeropuerto, Sal y su padre caminan entre la horda de soldados heridos y enfermeras que corren. Descubren, además, esa propaganda de la paranoia tan enraizada en el alma estadounidense. El niño está por convertirse en un militar pequeño, un arma de juguete. Hace unos años inicié un documental que nunca estrené, el tema era Salvador Elizondo y su relación con el cine. Trabajé de la mano de Paulina Lavista, su viuda, una fotógrafa a la que admiro. Paulina me habló de su esposo: el escritor mexicano más fotografiado del siglo XX. Me contó de la primera infancia en la Alemania de Hitler, de la vuelta a México, del divorcio de sus padres y, por lo tanto, del viaje a Elsinore y la escuela militar para niños, que ocurrió en la década de los cuarenta. Al autor de Farabeuf le gustaba recordar esa época una y otra vez. La insistencia era un síntoma de escritura ahogada. Por consejo (o mandato, quizá) de Paulina, Elizondo escribió Elsinore. Ella me mostró diarios, manuscritos, películas enlatadas y cientos de fotografías. Vi a Elizondo cuando era un niño, un joven cineasta, un escritor maduro, un anciano. Entre todas esas imágenes, encontré aquellas del jovencito disfrazado de militar. Se veía feliz.
Fotografiad a un moribundo
Antes de llegar al internado, Sal visita a su tía que vive en Estados Unidos. La mujer perdió a un hijo en la guerra. En una habitación de la casa, Sal encuentra una foto de su primo caído: “Tuve entonces por primera vez una sensación que luego se ha repetido a lo largo de mi vida […] la de saber, con sólo ver su fotografía, si el modelo está vivo o muerto.” Los desechos de la guerra deambulan en Elsinore. El aeropuerto es una fosa de purulencia y de muertos en vida, el paisaje estadounidense alberga tanto a estrellas de cine como a soldados arrepentidos, sin distinción. La carretera se convierte en un basurero de máquinas asesinas. Las pantallas de los newsreels proyectan las vicisitudes de una carnicería que desde entonces está por terminar, pero que no ha terminado nunca. La imagen es el corazón de la literatura de Salvador Elizondo. En la fotografía y el cine están los núcleos irreductibles que dinamitan, al final, la violencia, el erotismo, el recuerdo, el amor. “Fotografiad a un moribundo —dijo Farabeuf—”, escribió, y también: “la fotografía no representa sino una parte mínima del horror”. ¿La imagen bélica, el testimonio óptico de la guerra es la guerra misma? Jacques Rancière escribió que la imagen no es el doble de lo real, sino una manifestación de las relaciones entre lo visible y lo que no miramos. En este sentido, la imagen está más cerca del agujero, o mejor, del fantasma: lo perdido, ya sea el pasado o lo que quedó fuera de cuadro, vuelve como una ausencia presente y, si somos afortunados, eterna. ¿Qué es la imagen de un muerto? O mejor, ¿es posible fotografiar la muerte? No lo sé, pero Sal percibió su signo inequívoco en el retrato del primo perdido. Yo, por mi parte, miré algunas fotos de Sal, tan nítidas, y lo sentí vivo.
Una sucesión de instantes congelados
Para convencer a Mrs. Simpson de casarse con él, y mientras arrastra las manos sobre su cuerpo desnudo, Sal clama: “my dad is in show business”. Y lo estaba. Salvador Elizondo Pani, el padre, fue el fundador de los Estudios CLASA, que realizaron una porción considerable de la Época de Oro del cine mexicano. CLASA creó una iconografía aún viva en la nostalgia de este México que, hoy por hoy, es mucho más cruento de lo que quisiéramos. Paulina me mostró una libreta con los autógrafos que las estrellas de cine dedicaron al pequeño Elizondo. Vi las firmas de María Félix, Arturo de Córdova, Emilio Fernández y Cantinflas. Durante su juventud, el novelista viajó a París para estudiar en el IDHEC, el Instituto de Altos Estudios Cinematográficos. Cuando volvió a México fundó el grupo Nuevo Cine, que después lanzó una revista con el mismo nombre. Se trataba de un gremio joven, inconforme, que aullaba su amor al cine y exigía obras personales, libres y desentendidas de un folclor cinematográfico que, para ellos, ya había muerto. El joven Elizondo hizo cine. Realizó un montaje experimental titulado Apocalypse 1900. También filmó algunas imágenes que tuve el privilegio de mirar y de las que no puedo contar nada. Sin embargo, hay que decirlo, sus proyectos se derrumbaron más de una vez. En el cine hay una brecha dolorosa entre lo imaginado y la posibilidad de su realización. Farabeuf fue al principio un guion cinematográfico, Elizondo deseaba una película. Dediqué largas horas al estudio de ese primer documento. No es un secreto que el libro, la pieza final, es profundamente cinemático, es decir, un artefacto de imágenes que galopan y se contagian, como explicó el autor en 1992. En efecto, Elsinore es una novela inusual en el circuito de escritura extrema de su autor. Aun así, aunque no se trate de una pieza de montaje radical, en este libro también hay cine: en las constantes referencias a las películas de su vida, desde Los mejores años de nuestra vida (Billy Wilder, 1946) hasta Noche y niebla (Alain Resnais, 1955), en la nitidez de las imágenes del pasado, en el vórtex, en Béla Lugosi, en el sueño.
Mrs. Simpson, whom the angels call Lenore
Durante un viaje nocturno en autobús, Sal camina sin saberlo sobre una banda de Moebius. Llega a la casa de Mrs. Simpson, la maestra a la que desea febrilmente, llena su cuerpo de bronceador, le pide matrimonio y se bate en duelo con un hombre. Despierta de pronto: su escena de cortejo fue soñada. El límite entre la vigilia y el sueño se ha torcido, cada plano constituye una dimensión verdadera de la realidad. Como Sigmund Freud, aunque lejos de él, Elizondo sabía que la fuerza nuclear del sueño está en el deseo. Elsinore es un tratado sobre el deseo, sobre el empuje brutal de un niño que, extático frente a esa piel convulsa, logra escapar de un instituto militar supuestamente incorruptible. El soldadito es, al final, un testigo de la sangre y el fracaso, de los niños perdidos, de las divas y los vampiros, de su delirio interior. En el prólogo de Sans Soleil, Chris Marker escribió: “para él, ésa era la imagen de la felicidad, y trató muchas veces de unirla a otras imágenes, pero nunca funcionó”. Las fotografías de Salvador Elizondo que me mostró Paulina me parecieron, sobre todo, el testimonio de una existencia feliz. Ésa fue la razón, quizá, del hundimiento de mi película: a la fecha no he podido montar esas imágenes, darle sentido al vórtex. Sin embargo, y en honor a la verdad, me hizo bien filmar ese archivo. Aún lo guardo, sin unidad, todavía mutilado. Vuelvo a él en ocasiones, cuando estoy hambriento de espectros, de esa vida que a veces me falta.
Imagen de portada: Lata con la cinta Apocalypse 1900, cortometraje de Salvador Elizondo. Fotografía de Armando Navarro, 2017. Cortesía del autor