dossier Futuro DIC.2020

Cuando digo futuro

José Edelstein

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a Eva y Elisa, que surcan libres la eternidad del recuerdo


Nuestras vidas tienen la proa puesta en una dirección inequívoca: el futuro. Hacia allá vamos, a veces más rápido de lo que nos gustaría y otras tantas con pasmosa lentitud. Todos los caminos que ofrece el tiempo son de dirección única, una inexorabilidad que no era difícil de entender en épocas de relojes absolutos, de campanarios medievales que marcaban las horas para todos por igual. “El tiempo absoluto, verdadero y matemático, el de sí mismo y por su propia naturaleza, fluye uniformemente sin ser afectado por nada externo”, decía Isaac Newton. Pero a principios del siglo pasado se resquebrajaron estas convicciones de un modo sorprendente cuando Albert Einstein nos enseñó que el paso del tiempo depende del estado de movimiento y de la posición de quien lo experimente.

Caprichos del tic tac

La teoría de la relatividad nos dice que la cadencia de los relojes transcurre más lentamente cuanto más rápido se muevan o cuanto más cerca de un cuerpo masivo como nuestro planeta se encuentren. Nos referimos a todos los relojes, incluyendo a los biológicos que marcan el ritmo de nuestro envejecimiento. Sin embargo, aquellos que vivimos en planta baja y aunque nos pasemos el día corriendo apenas podremos disfrutar de una fracción de segundo más que quienes viven en pisos altos y son más sedentarios, ya que el efecto sólo es significativo a velocidades cercanas a la de la luz o cuando la diferencia de alturas es al menos como el tamaño del planeta. El físico uruguayo Enrique Loedel Palumbo sacó enorme provecho de sus conversaciones con Einstein cuando éste anduvo por el Río de la Plata, el sudamericano fue autor del primer trabajo científico escrito en el continente sobre la teoría de la relatividad. Maestro y coautor en varias publicaciones científicas de Ernesto Sabato, Loedel describió el fenómeno por el cual un observador ve que el reloj de otro está marcando el tiempo a un ritmo menor que el suyo, con la belleza y contundencia de un soneto llamado “Relatividad del tiempo”:

Que el tiempo en dos sistemas diferentes se deslice de un modo desigual, podría parecer paradojal; mas existen razones suficientes,

que esgrimidas por sabios diligentes, con un lenguaje abstruso y especial, demuestran de manera harto cabal, que son muchas, del tiempo, las corrientes.

Sin tomarme un trabajo desmedido, prescindiré del cálculo aburrido, y he de probar lo mismo en dos plumazos;

pues nos dice al respecto la experiencia, que se alargan las horas de la ausencia, mientras que vuelan con la amada en brazos.1

Estos dos efectos de dilatación temporal son comprobados millones de veces al día por los innumerables usuarios del GPS (Global Positioning System), sistema que los tiene muy en cuenta a la hora de comparar los relojes del dispositivo —nuestro celular o un navegador— con los de los satélites que se mueven a catorce mil kilómetros por hora y a más de veinte mil kilómetros de altura. Los relojes atómicos de los satélites se ven tironeados por los dos efectos: mientras que su velocidad los llevaría a atrasarse, su altura les acelera el pulso. Y es éste último el efecto que predomina. Si no se tuvieran en cuenta los efectos relativistas, el GPS sufriría un desajuste de ¡once kilómetros diarios!

Margot Kalach, Escamas, 2020. Cortesía de la artista

Acaso lo más extraordinario en el paso del tiempo sea aquello que se mantiene inmutable. En palabras de “Final del año”, de Jorge Luis Borges:

es el asombro ante el milagro de que a despecho de infinitos azares, de que a despecho de que somos las gotas del río de Heráclito, perdure algo en nosotros: inmóvil.2

Aquello que permanece, que nos permite inferir que el universo de hoy es el mismo que el de ayer, es la velocidad de la luz en el vacío: 299 millones 792 mil 458 metros por segundo. No importa en qué alejado rincón del universo la observemos, ni en qué momento lo hagamos, todas las evidencias sugieren que los fríos números arrojarán el mismo resultado. Una de las pocas certezas que alumbra el porvenir es que así seguirá siendo. Como todas las certezas, ésta tiene consecuencias imprevistas: el cambio de estatus definitivo del tiempo y el espacio. La medición de estas dos cantidades ya no requiere de unidades distintas. Cualquier intervalo de tiempo define una longitud (la distancia que la luz recorre en ese lapso) que será la misma en cualquier lugar y momento. La velocidad de la luz en el vacío se convierte así en un mero factor de conversión entre unidades de tiempo y espacio, sin mayor relevancia que el utilizado para pasar de millas a kilómetros. El tiempo y el espacio resultan intercambiables, dos caras de una misma moneda.

Desde ahora, tanto el espacio en sí mismo como el tiempo en sí mismo estarán condenados a desvanecerse en meras sombras. Sólo un tipo de unión entre ambos preservará una realidad independiente,

escribió Hermann Minkowski, fundiéndolos para siempre en una unidad inseparable: el espacio-tiempo, escenario total del universo físico. Cuando buscamos en esta gran danza colectiva de relojes antiguas certidumbres, nos encontramos con que ya no están allí. La teoría de la relatividad no permite establecer que dos acontecimientos hayan tenido lugar en sincronía. La simultaneidad es un asunto que no tiene una respuesta única y depende del observador. Incluso el orden en que dos eventos ocurren dependerá del estado de movimiento de quien los observe. Habrá quien los juzgue simultáneos, pero también estarán quienes vean el uno preceder al otro o el otro preceder al uno. Pero, ¿acaso existe alguien que pueda leer estas líneas antes de que yo las escriba? La respuesta es concluyente: no. Estos dos eventos están causalmente conectados y, por lo tanto, la teoría de la relatividad garantiza que su orden temporal es universal, protege la relación causa-efecto. En cambio, pares de eventos que no están relacionados causalmente serán siempre simultáneos para algún observador, asunto digno de recordar la próxima vez que alguien nos diga que la posición de los astros en el cielo en el momento de nuestro nacimiento nos determina.

La persistencia de la memoria

El 9 de marzo de 1923, Einstein impartió una conferencia sobre la teoría de la relatividad en la Residencia de Estudiantes de Madrid y fue presentado y traducido por José Ortega y Gasset. Allí se alojaba en ese entonces el joven Salvador Dalí, quien no podía dejar de acudir a semejante cita. El impacto que las ideas relativistas tuvieron en su obra fue rotundo. Unos años más tarde pintó La persistencia de la memoria, el célebre cuadro de los relojes blandos, colgados como trapos húmedos al sol. Parecía preocuparle la salvaguarda de los recuerdos en un cosmos tan poco respetuoso de la universalidad del curso del tiempo. Si no estamos de acuerdo en la simultaneidad del presente, tampoco estaremos de acuerdo en los dominios del pasado, allí donde reside la memoria, ni en los del futuro, proscenio en el que habremos de representar nuestro porvenir. Si el universo es un tendedero infinito de blandos relojes, ¿podemos surcarlo usando a nuestro favor la flacidez del tiempo? ¿Engarzar flechas del tiempo como un pez atento a sacar provecho de todas las corrientes que encuentra a su paso? En parte sí, pero quizás no del modo deseado. Liberados del lastre que entraña compartir la cadencia de los relojes, podríamos hacer un viaje de ida y vuelta hasta el centro de la Vía Láctea, que está a casi treinta mil años luz de distancia, regresando apenas unos cuarenta años más viejos. La relatividad nos permitiría envejecer más lento que aquellos que no compartan el viaje. Habrán transcurrido en la Tierra decenas de miles de años. No quedará memoria de la misión que nos llevó al espacio y seremos recibidos con previsible hostilidad. Los idiomas habrán cambiado, por lo que no podrán entendernos. Quizás seamos percibidos con la misma condescendencia con la que nosotros vemos a los primates, preguntándonos si sus sonidos y gestos constituyen un lenguaje. Musitaremos incomprendidos y llenos de nostalgia:

El tiempo es un latido jugándose en la trampa del pasado y el olvido. Maldito, sinvergüenza y adorable, él ya sabe que es culpable de una broma sin sentido.

Los versos de un antiguo tango que resonarán con nuevo significado. A pesar de estas contraindicaciones, hay investigadores que se han esforzado en intentar torcer la muñeca de Cronos. Todo viaje es un proceso con una causa (la partida) y un efecto (la llegada), pero quizás sea factible sacudir el tendedero con fuerza, de modo que en la coreografía de laxos relojes se abra una senda que invierta el sentido de la flecha del tiempo. La posibilidad de plegar el espacio-tiempo de semejante modo fue explorada por el físico mexicano Miguel Alcubierre. Es necesaria para este origami cósmico, sin embargo, la existencia de materia que permita transgredir el límite de velocidad impuesto por la luz. La materia y la energía ordinarias, por el contrario, ralentizan la luz. Sólo un ente exótico y desconocido podría imprimirle mayor velocidad. Dado que no lo hemos observado ni en nuestros laboratorios ni en los telescopios, cabe la esperanza de que esta estrafalaria sustancia se encuentre en el interior de los agujeros negros, convirtiendo a estas criaturas en potenciales puertas de entrada de anhelados pasadizos en los que el pasado y el futuro se confundan.

Margot Kalach, Einstein, 2020. Cortesía de la artista

La posibilidad de viajar en el tiempo a través de estos callejones a los que se conoce como “agujeros de gusano”, pares de hoyos negros conectados por su garganta interior, ha sido fantaseada desde la novela Contacto (1985), de Carl Sagan. Un agujero de gusano puede conectar dos lugares muy distantes del universo. Atravesándolo se podrían zanjar distancias siderales en una fracción de segundo, lo que sería visto desde afuera como un viaje más rápido que la luz. Podríamos llegar a las galaxias más remotas en un breve instante. La teoría de la relatividad muestra que, de ser así, habría observadores que nos verían viajando hacia el pasado. Sin embargo, a menos que el interior de estas criaturas albergue entidades exóticas que no se ajusten a nada de lo conocido, los agujeros de gusano no se podrían atravesar como si fueran un túnel. No parece factible que el interior de tales regiones sombrías nos permita estas aventuras. Si nos dejáramos caer en un hoyo negro gigante —en uno pequeño nos triturarían las fuerzas de marea—, podríamos experimentar cosas extravagantes. Por ejemplo, la existencia de más dimensiones espaciales, como muestra la película Interestelar (Christopher Nolan, 2014). Y aunque no podríamos salir por otro agujero negro cuyo interior estuviera conectado con aquel que hemos elegido para nuestra zambullida, lo cierto es que podríamos ver aquello que cae en él. Podríamos encontrarnos allí con una persona que viviera en los confines del universo. Lo difícil sería ponernos de acuerdo para concertar el encuentro: cualquier señal que enviáramos tardaría miles de millones de años en llegar. El encuentro sería fortuito: dos personas que se sumergen en la garganta de un agujero de gusano entrando por puertas cósmicas distintas y distantes. Así, el interior de un puente de Einstein-Rosen podría albergar una casa de citas a ciegas intergalácticas.

La fiesta inolvidable

El domingo 28 de junio de 2009, la habitación que Stephen Hawking tenía en el colegio Gonville and Caius se acondicionó para una fiesta muy especial. Botellas de champán, globos multicolores y deliciosos canapés que se desplegaban sobre una larga mesa cubierta por un mantel elegante. El anfitrión había tomado todos los recaudos. La fiesta a la que nadie había sido invitado debía comenzar con puntualidad inglesa. A la hora prevista, sin embargo, no vino nadie. Hawking decidió dar un tiempo de cortesía por si había algún rezagado impenitente. Media hora más tarde dio por terminada la espera y se retiró a descansar.

Stephen Hawking celebra una fiesta para viajeros en el tiempo. Fotografía de LWp KOMMUNIKÁCIÓ CC

Algunos días más tarde se dispuso a completar el singular experimento. Redactó carteles de invitación indicando sin ambigüedades la localización espacio-temporal de la frustrada fiesta. Atento a la quisquillosidad que entraña la flema británica, se aseguró de aclarar que no era necesario confirmar la asistencia y ordenó su difusión masiva. Era muy importante que la invitación perdurara en el tiempo para que llegara a ellos, los crononautas que pudieran venir desde el futuro a una fiesta que ya se había celebrado. Hawking había hecho instalar un enorme cartel que les daba la bienvenida. El hecho de que ninguno se hubiera presentado fue interpretado por él como una prueba concluyente de que los viajes al pasado son imposibles. Aunque lo cierto es que no se puede descartar la posibilidad de que no hubieran asistido porque la propuesta no les resultara atractiva. O porque prefirieran permanecer de incógnito. Fue el propio Hawking quien formuló en 1992 la llamada “Conjetura de protección de la cronología”, un principio general que impediría las excursiones espacio-temporales cerradas; es decir, viajar en el espacio-tiempo regresando al punto de partida. Lo planteó, con su agudeza humorística habitual, como una “protección cósmica a la existencia de historiadores”. Y es que si estas excursiones fueran posibles la relación causa-efecto quedaría en entredicho aun para una partícula subatómica; es fácil argumentar que no tendría sentido un concepto tan sencillo como el de su posición actual: la partícula podría estar en muchos lugares a la vez, fruto de sus numerosas incursiones en el pasado. Una única viajera del tiempo podría haberse presentado en una multitud de copias de sí misma en la fiesta de Hawking. El resultado era el previsto. De otro modo, ¿cómo explicar que ningún admirador de Einstein, de los muchos que seguramente habitarían el futuro, haya viajado al pasado para dictarle al oído los hallazgos sucedidos tras su muerte? Aunque, pensándolo mejor, quizás sea ésta la única manera de dar una explicación verosímil para los cuatro trabajos revolucionarios que publicó, con sólo 26 años de edad, entre marzo y septiembre del annus mirabilis

Margot Kalach, Euclides, 2020. Cortesía de la artista

Cuando digo futuro

Nuestras vidas tienen la proa, decíamos, puesta en la dirección inequívoca del futuro. Pero éste no es un desangelado puerto que nos espere inerme. Es cierto que en el espacio-tiempo sólo hablamos de posiciones e instantes y allí sí podemos pensar en un punto de llegada cuyas coordenadas ya están inscritas. El lugar y hora de nuestra muerte, por ejemplo, serán algunos de los ya potencialmente deparados, aunque nosotros los ignoremos. El futuro, allí, es inexorable y la imposibilidad de revertirlo, entera responsabilidad de la teoría de la relatividad. Si la flecha del tiempo está signada por la tendencia al desorden, en cambio, como sugieren numerosos pensadores del ámbito de la termodinámica, podríamos esforzarnos en revertirla parcialmente con grandes dosis energéticas, como cuando ordenamos nuestra habitación o luchamos en otros frentes contra el deterioro inapelable. Y está bien hacerlo, siempre que tengamos el recaudo de no invertir nuestro bien más preciado, el tiempo que tenemos por delante, en una denodada lucha por impedir su transcurso. No puedo dejar de hacer notar, sin embargo, el individualista carácter de los sueños de conquista del futuro y de los párrafos anteriores. El anhelo de viajar en el tiempo o de prolongar el futuro hasta la inmortalidad siempre es presentado como un afán personal. No me atrevo a decir que no sea un deseo legítimo. Lo que más me sorprende es que seamos capaces de supeditar a éste la acaso más justificada dosis de lucha contra el desorden y el deterioro —de nuestro entorno, por ejemplo, pero también de la convivencia colectiva— que merecen y les debemos a nuestros hijos y nietos. El futuro no está allí, impertérrito, y nosotros viajando hacia él. El futuro es una permanente construcción del presente. Y viceversa. Lo escribió Omar Jayyam hace casi mil años en su poema filosófico Rubaiyyat,

El dedo en movimiento escribe; y, habiendo escrito, sigue adelante: ni toda tu piedad ni tu ingenio lo atraerá de nuevo para cancelar media línea, ni todas tus lágrimas enjuagan una palabra de ella.

Es el dasein que nos impele, sobre todo cuando nos pensamos más allá de nuestro horizonte personal. Cuando podemos mirar a los ojos a nuestros hijos y decirles en tono convincente: te convido a creerme cuando digo futuro.

Imagen de portada: Hoyo de gusano. Imagen de Genty, Pixabay CC

  1. Enrique Loedel Palumbo, “Relatividad del tiempo”, Versos de un físico, Talleres Gráficos Olivieri y Domínguez, La Plata, 1934. 

  2. Fragmento de Jorge Luis Borges, “Final del año”, Obras completas 1923-1972, Emecé Editores, Buenos Aires, 1974, p. 30