Permítaseme regresar a lo que la mayoría de los canadienses no aborígenes consideran el problema central de la situación de las comunidades indígenas: la familia y la desintegración social.
En primer lugar, es importante determinar a los culpables. Esto no siempre es así, con frecuencia es mejor dejar el pasado en el pasado; sin embargo, la responsabilidad a largo plazo da forma a lo que puede —y debería— suceder en la actualidad. Debemos saber qué se ha hecho, quiénes lo hicieron y si tuvieron algún tipo de permiso para hacerlo. Nuestra sociedad necesita entender todo esto para asumir verdaderamente su responsabilidad y luego actuar de forma distinta. Este proceso determinará en quién están dispuestos a confiar los pueblos de las naciones originarias, con quién negociarán y con quién trabajarán.
La realidad es que los problemas sociales, familiares y políticos en los que tanto nos enfocamos son resultado, casi en su totalidad, y de forma directa o indirecta, del comportamiento prolongado del gobierno federal y de los gobiernos locales, y esa conducta es consecuencia de actitudes socialmente aceptadas en la ciudadanía.
Pensemos en cómo se reveló en julio de 2013 que niños mal nutridos de las naciones originarias habían sido usados como conejillos de indias en pruebas de salud. Pensemos en el rechazo continuo de los gobiernos a enfrentarse a las implicaciones del asesinato y la desaparición de mujeres indígenas. ¿A quién se protege?, ¿a las fuerzas policiales?, ¿a las élites locales?, ¿la reputación de las comunidades?, ¿la imagen que como canadienses desearíamos tener de nosotros?, ¿la que queremos proyectarles a otros?
También el sector privado ha sido —muy a menudo— parte transgresora, pero en buena medida se debe a que las leyes o las regulaciones lo posibilitaron o porque la policía o los administradores públicos colaboraron haciendo que la transgresión fuera posible. ¿Eran corruptos?, ¿cómplices? Un ejemplo sencillo de esto es la manera en que los servidores públicos facilitaron la remoción de tierras musqueam con el fin de permitir que los habitantes de Vancouver construyeran el club de golf de Shaughnessy Heights.
Las naciones originarias insisten tanto en ratificar tratados en buena parte porque uno de los dos firmantes (nosotros) ha quebrantado los acuerdos de modo constante y consciente.
Claramente esto no libra a los aborígenes de la responsabilidad de sus actos y la mayoría tampoco busca evadirla, pero el pasado da forma a lo que la mayoría de los individuos considera posible en la actualidad, y esta idea es difícilmente controversial.
Por consiguiente, insisto, la sociedad canadiense y sus instituciones de gobierno deben asumir su culpa y su responsabilidad claramente.
En segundo lugar, y extrañamente con más importancia, los aborígenes no consideran que sus dificultades sean el problema central; no se ven como el daño que propicie la culpa llena de confort en muchos canadienses. Como ya dije, no los oigo pedir que se les reconozca como víctimas. A pesar de sus dificultades, la atmósfera predominante entre las naciones originarias, los métis y los inuit, es optimista. Saben cuán duro han tenido que pelear durante el último siglo, primero para sobrevivir como pueblos y culturas, y luego para reconstruir su posición.
Pensemos en sus esfuerzos:
El reclutamiento más grande per capita en las dos guerras mundiales: una declaración de confianza propia. Interminables cartas, peticiones, protestas, provocaciones, manifestaciones, rechazos. La carta que los jefes de la Columbia Británica le presentaron a Wilfrid Laurier1 es sólo un ejemplo entre miles. Además, están todos esos casos en la corte, uno tras otro, que se extendieron durante años, que por lo general perdieron en los tribunales de primera instancia y luego pelearon hasta llegar a la Suprema Corte. Dos comisiones reales. La primera, de 1974 a 1977, supuestamente se refería a un oleoducto. Después de todo se llamó Investigación sobre el Oleoducto del Valle Mackenzie. No debió ser un interrogatorio de cuatro años en torno a las prácticas establecidas del gobierno/industria ni uno de los puntos de partida del nuevo movimiento indígena; sin embargo, su director, el juez Thomas Berger, entendió que su función era abrir un espacio para la nueva generación de líderes aborígenes y sus consejeros. De ahí el título del informe final: Frontera norte, patria norte.
Después vino la Comisión Real Erasmus-Dussault, dirigida por el exjefe de la Asamblea Nacional de Comunidades Indígenas, George Erasmus, y el juez René Dussault. Los gobiernos posteriores han intentado ignorarla, pero su informe de 1996 es una combinación notable de investigación y análisis. En sus cuatro mil páginas, la verdadera naturaleza del papel de los aborígenes en Canadá se devela por completo y se reafirma; sus recomendaciones tienen una importancia gigantesca. La investigación que representó, junto con los volúmenes resultantes de textos históricos, basta para hacer a la comisión invaluable. Se había barrido con 140 años de negación, engaños, tergiversaciones y simple reescritura histórica por parte de un gobierno tras otro, de un historiador tras otro, de un grupo de interés tras otro. Estas dos comisiones investigadoras instituyeron la base intelectual, social y política, de la ola actual del renacimiento indígena.
Luego, por supuesto, están las negociaciones y renegociaciones de tratados que nuestros gobiernos prolongaron intencionalmente. Tan sólo la negociación con los nisga’a se extendió 25 años, ocasionó un gasto innecesario de los nisga’a y de los contribuyentes, y consumió la vida de toda una generación. Sin embargo, no se dieron por vencidos.
En efecto, somos hoy testigos de un retorno continuo y de su fortalecimiento.
Y, en efecto, los no aborígenes tienen que decidir. Podemos seguir permitiendo que los gobiernos, y los sistemas de poder y las corporaciones ralenticen este regreso de los pueblos fundadores a su verdadero lugar, o podemos intentar detenerlo o deformarlo, o podemos aprender a escuchar y entender lo que ocurre. Sólo así podremos dejar de ser nosotros el problema.
En otras palabras, creo que sin importar qué hagan los gobiernos canadienses, sea positivo o negativo, los pueblos indígenas de Canadá seguirán amasando fuerza y poder. La pregunta que cada uno de nosotros debe plantearse es si queremos desempeñar nuestro papel como ciudadanos —como personas que cumplen su palabra—, o si vamos a aferrarnos a nuestros viejos hábitos —sin importar cuánto los disfracemos de empatía o ignorancia o dificultades técnicas, legales o presupuestales— y así seguir traicionando así nuestras obligaciones como ciudadanos canadienses.
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¿Qué nos evita —le evita a usted— sacar con su voto a personas del Parlamento, quitarles su cargo, por su rechazo a actuar en torno a cuestiones indígenas? ¿Qué nos evita —le evita a usted— elegir con su voto a personas en el Parlamento en cuyo plan de acción exista un compromiso justo y urgente con las cuestiones indígenas?
¿Cómo destruimos estas barreras? Podemos empezar por ser consistentes con el pasado. Hemos acordado que las leyes importan. Deben obedecerse. La división constitucional de los poderes importa. Estas normas con 150 años de antigüedad definen la manera en que funcionan el gobierno federal y los de las provincias. Las leyes de propiedad básica tienen siglos de antigüedad. Las seguimos. Louis-Hippolyte LaFontaine y Robert Baldwin formalizaron nuestro sistema actual de tribunales entre 1848 y 1851. En la medida en que se deja de percibir que las leyes sirven a la justicia, las reformamos. Sin embargo, respetamos la continuidad, la realidad del pasado. La Suprema Corte ha emitido una serie de fallos en los últimos treinta años que confirman la posición, los derechos y los poderes de los aborígenes. ¿Por qué permitimos que nuestros gobiernos ignoren estos fallos, aun cuando tienen las respuestas a una gran parte de lo que no funciona para los aborígenes? ¿Aun cuando confirman la realidad de la posición indígena? No podemos funcionar como sociedad si seleccionamos sólo los fragmentos de justicia de nuestro pasado que nos convienen. Esto no es justicia. Tampoco refleja nuestra realidad. Así que tenemos una obligación —cada uno de nosotros— de dejar esto claro. A nosotros mismos y a quienes ostentan el poder. Existe un principio básico en la relación entre los pueblos indígenas y los recién llegados que data de 1600. “En el sistema político y legal indígena el concepto y la práctica de la reciprocidad tiene una importancia fundamental”. La práctica del “intercambio”, según escribe el historiador occidental Jean Friesen, tenía “aspectos mágicos, sociales, religiosos, políticos, individuales y morales”. “Obligación mutua”. “Reciprocidad equilibrada”. Equilibrio y reciprocidad. Una buena parte de lo que funciona en nuestra sociedad se basa en el equilibrio y la reciprocidad. Las prestaciones sociales. La seguridad social. El único grupo que no se beneficia de esto es el grupo que en efecto instaló este concepto de gobernanza. Una vez más, para cada uno de nosotros como ciudadanos se trata de una cuestión de honestidad con nosotros mismos. Debemos actuar para asegurar que el equilibrio y la reciprocidad se apliquen en las relaciones indígenas, como se acordó en los tratados. Esto no ocurrirá mientras exista el Departamento de Asuntos Indios, al menos en su forma actual. Este departamento necesita perder sus poderes como “custodio del Estado”. En lo que concierne a los abogados del Departamento de Justicia, la solución más sencilla para eliminar la atmósfera de confrontación, casi violenta, sería transferirlos a otro sitio y traer a abogados que tengan experiencia en la reconciliación y la mediación. En la actualidad no faltan abogados en Canadá que entiendan cuestiones de tratados, que entiendan la necesidad de llegar a un acuerdo rápidamente y que simpaticen con las ideas de restitución, reconciliación, equilibrio y reciprocidad. En términos romos, el gobierno federal, los de las provincias y sus abogados parecieran estar determinados a fingir que los fallos repetidos de la Suprema Corte nunca ocurrieron, pero hay muchos otros abogados que respetan a la Suprema Corte y entienden estos fallos. Quitarle a este departamento su poder y cambiar el contorno legal del gobierno no es más que un primer paso. Vuelve posible la acción. Esa acción requiere una consulta masiva y urgente: pero no del tipo que no comienza por la decisión corporativa de excavar un pozo o construir un oleoducto. Sin embargo, el mismo gobierno admite que no tiene “un protocolo o política de consulta consistente que proporcione una guía a las provincias y a las compañías en relación con el nivel de consulta y las formas de acuerdo requeridos por el deber constitucional de consulta”. ¿Por qué? Porque el gobierno federal mismo no tiene un protocolo o política adecuados. James Anaya, al escribir sobre la situación indígena en Canadá para el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas en 2014, señaló lo siguiente: “El gobierno pareciera considerar que el interés general de los canadienses es adverso a los intereses de los aborígenes, en vez de unirlos”. No obstante, la urgencia de la situación exige un enfoque general. Pensemos en la manera en que dimos la vuelta a la situación de los francófonos y de la lengua francesa hacia las décadas de 1960 y 1970 con diversas estrategias: prestaciones sociales, juntas escolares de minorías francófonas, clases de francés en las escuelas públicas, servicios gubernamentales bilingües, políticas públicas sobre contratación y habilidades lingüísticas. Nos arriesgamos. Inventamos enfoques completamente nuevos. El resultado ha tenido un éxito notable. Pensemos en la manera en como dotamos de energía y de equilibrio a nuestras políticas de migración y ciudadanía con el sistema de puntos, una multitud de programas de apoyo, cursos de idiomas, programas de sociedad. Una vez más: tomamos riesgos, inventamos, invertimos. El resultado fue un sistema y concepto novedoso de la ciudadanía. Entendemos que en estas dos áreas nos enfrentamos a la elección de actuar o sufrir consecuencias muy reales. Así que actuamos. El efecto ha sido extraordinario.
Fragmentos tomados de John Ralston Saul, The Comeback, Viking, Ontario,2014; libro inédito en español, de gran relevancia para un análisis de las resitencias indígenas del norte de Abya Yala.
Imagen de portada: Marcha de Idle No More en Windsor Ontario en enero de 2013. Fotografía de Groff Robins. CC BY-NC
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W. Laurier fue el primer franco-canadiense en ser nombrado jefe del poder ejecutivo de su país. Desde su cargo impulsó la creación de una comunidad de estados independientes [N. del E.]. ↩