Para María Álvarez, por el diálogo que hizo posible esta reflexión.
Desde hace semanas se me rompen tuberías y se me descomponen el lavabo y el excusado. Hasta la lavadora de ropa renunció. Me lamento. Consulto técnicos. Me miran con sospecha. Me da vergüenza llamar al casero por séptima vez. La ciencia no me explica por qué sufro de estas goteras, fugas, descomposturas. Me explica las partes —una tubería que embona mal, un excusado que necesita mantenimiento— pero no el todo. El fenómeno de llover sobre mojado, ése no lo explica la plomería. Tengo furia de dedicarle tanto tiempo al agua, al excusado y al lavabo. A la ropa sucia. También tomo conciencia de mi enorme privilegio: no me falta agua. Me queda tiempo para escribir. Y tengo una habitación propia. Eso no lo tienen millones de mujeres en México. La mala racha —pasajera, espero— que me asedia es para ellas una realidad constante. No soy experta en agua, pero esa sustancia —su disponibilidad, acceso, asequibilidad y calidad— es a la vez un recurso y un derecho, cruzado por la desigualdad y por la discriminación. Como tantos otros derechos en México, el acceso a la sustancia no es universal ni gratuito y es más costoso para las personas pobres. Además, es un recurso difícil de obtener para quienes viven en comunidades aisladas o en zonas densas y marginadas, aunque esto, como dijo Amartya Sen respecto de las hambrunas en India, no tiene que ver necesariamente con la insuficiencia del recurso sino con su mala distribución, y tiene una dimensión de género porque las mujeres son responsables de conseguirla pero con frecuencia no participan en el control y la toma de decisiones sobre su administración. Lo que tiene de particular el agua es su dimensión simbólica. No se trata sólo de un recurso amenazado por la desigualdad y la contaminación. Su pérdida (su desgaste, su abuso) también nos despoja, a todas, a todos, de esa dimensión: el agua como un espacio de comunión, en el que el yo se convierte en parte de una totalidad indivisible. Ésta es una metáfora de otra cosa que también perdimos en muchos lugares: la capacidad de vivir en colectividad, de compartir el cuidado y el uso de nuestros bienes públicos, de experimentar la cohesión social en acción.
En Woolflandia, las cosas eran muy tenues. Eran tan esquivas. Estaban tan inconclusas. Eran tan profundamente insondables. Margaret Atwood
En Una habitación propia Virginia Woolf escribe que “cualquier mujer nacida en el siglo XVI con un gran talento se hubiera vuelto loca, se hubiera suicidado o hubiera acabado sus días en alguna casa solitaria en las afueras del pueblo, medio bruja, medio hechicera, objeto de temor y burlas”. Una “bruja sumergida en agua” es, en realidad, una mujer “enloquecida por la tortura en que su don la hacía vivir”. Y la autora entiende bien esa locura. Ella misma se sentía frustrada “por su exclusión de las actividades que eran tradicionalmente masculinas y le enfurecía la suposición masculina de que las mujeres eran moralmente inferiores a los hombres”.1
Virginia Woolf se suicidó el 28 de marzo de 1941. Este acto no puede interpretarse como una falta de amor a la vida. Quizá es todo lo contrario: la depresión no le permitiría ser feliz y ser productiva, y eso no era vivir.
Pienso en ello a partir de un ensayo que W. H. Auden elaboró sobre la escritora, titulado “Una conciencia de la realidad”.2 El autor británico se basa en el diario de Woolf y reconoce la tenacidad de su esfuerzo por poner en términos concretos lo inescrutable e intangible del misterio de la existencia, representado muchas veces, a lo largo de su obra, por el agua.
En las palabras del propio Auden, “Lo que hace que su trabajo sea único es la combinación de esta visión mística con el sentido más agudo posible para lo concreto, incluso en su forma más humilde”, y recupera la última entrada de su diario:
Y ahora, con cierto placer, veo que son las siete; y debo preparar la cena. Eglefino y salchichas. Creo que es cierto que una obtiene un cierto control sobre la salchicha y el eglefino al escribirlos.
La capacidad de transitar de lo trascendental a lo cotidiano, y de encontrar en esa dinámica la posibilidad de expresar y transmitir lo primero, es central en la obra de Woolf. Virginia Woolf no se tomó un bote de pastillas ni se colgó de una cuerda en su recámara. Se llenó los bolsillos de piedras y se sumergió en el río Ouse. Había escrito, en Las olas y en Al faro, sobre el agua como un elemento de incertidumbre, de caos, como el espacio absoluto y eterno. Ese espacio “oceánico” como lo llamó Freud, es al mismo tiempo el lugar donde se encuentra la verdad y el que despoja de la capacidad de comprenderla y expresarla. Encontrarse con el agua es la máxima comunión pero también es la renuncia final a la individualidad. En palabras de Shirley Panken, “el mar es un símbolo importante en la vida y la ficción de Woolf, pues representa la naturaleza rítmica de la existencia, el ciclo inexorable de construcción y destrucción, la vida no humana de la que ella se siente parte. Equiparado con la imaginación, los estados de ‘trance’ y la fluidez de la vida, el elemento agua nunca estuvo lejos de la conciencia”.3
Vivimos sin futuro, eso es raro: con las narices presionadas sobre una puerta cerrada. Virginia Woolf
La falta de acceso al agua y al saneamiento son un problema en diversas regiones del país. En zonas rurales, porque nunca ha habido acceso o porque los accesos están contaminados o se usan para otros fines, pero también en zonas urbanas. Sobre quienes habitamos la gran Ciudad de México y su zona conurbada pende una guillotina afilada que puede caer en cualquier momento y cortarnos la cabeza; la falta de agua es uno de los mecanismos que pueden activarla. Hay quien afirma que en treinta años nos quedaremos sin agua en esta zona, la más densa del país. También en el valle de México hay una enorme desigualdad en el acceso al agua. Mientras para unas zonas, más privilegiadas, la llave hasta ahora siempre funciona, para otras se necesita esperar. En ocasiones llega solamente uno o dos días a la semana, por unas horas. Y si una mujer tiene que ir al colegio por sus hijos, o debe trabajar, o cuidar a un pariente enfermo, tiene que asegurarse de aprovechar cada gota que salga. Las comunidades más pobres también son pobres por no tener agua. En 2017 el relator especial de Naciones Unidas sobre el derecho humano al agua potable y el saneamiento realizó una misión en México. En su informe señala que
[C]omprobó que quienes no recibían servicios o recibían servicios deficientes de sus proveedores eran los que sufrían el máximo impacto económico y social, ya que se veían obligados a depender de formas alternativas o suplementarias de obtener agua que eran costosas, como el agua embotellada, los camiones cisterna y los proveedores informales. Ello significa que a menudo los más pobres pagan más por el agua y dedican más tiempo y energía a conseguirla.4
En las zonas rurales, según el mismo informe del relator, “esta tarea exige la dedicación prácticamente exclusiva de muchos miembros de la familia, principalmente mujeres y niñas” que en ocasiones caminan kilómetros para acarrear agua potable de donde pueden. Se calcula que, a nivel global, las mujeres invierten 200 millones de horas diarias en buscar y transportar agua para consumo doméstico.5 Con esa agua bañan a sus hijas e hijos. Con lo que queda, limpian la casa. Cuando el piso no es de tierra, trapean. Lavan las sábanas y los platos. Cuando terminan, y si queda un poco de agua, riegan. Plantas, flores, lo que todavía vive o puede revivir. Pero esas mujeres saben que mañana sus hijos tendrán lagañas, los platos estarán sucios, las plantas estarán moribundas. Y ellas tendrán que volver a agarrar el tambo y caminarán kilómetros. Son trabajos forzados y vitalicios. Parir. Nutrir. Limpiar. Cuidar. Sanar. Todo eso requiere de agua. Todo eso (o casi todo) lo hacen, mayoritariamente, las mujeres. Como dicen Hilda Salazar y Brenda Rodríguez, “el trabajo no remunerado de las mujeres en la provisión del agua en los hogares —y en muchas otras actividades económicas— es una suerte de ‘subsidio de género’. Ellas, por medio de su esfuerzo, tiempo y dedicación, están contribuyendo al funcionamiento social y subsanando una omisión del Estado”.6
El problema del agua y del saneamiento no se queda sólo en la esfera de los hogares. De acuerdo con el informe del relator especial, “muchas escuelas de México carecían de instalaciones adecuadas de agua potable y saneamiento. México tiene 206 155 escuelas públicas, de las cuales 42 617 obtienen agua de un pozo o de un camión cisterna, mientras que 6 489 no tienen acceso al agua”. Una escuela sin instalaciones para el aseo personal puede significar —y con frecuencia así sucede— que las niñas dejen de asistir al colegio cuando empieza la pubertad y la menstruación. Según la organización Water for Women, la matrícula escolar aumenta 15 por ciento cuando las comunidades cuentan con agua potable y baños. A pesar de que la falta de acceso al agua afecta de manera particular y desproporcionada a las mujeres, las soluciones no suelen considerarlas. Como ocurre en muchos otros campos, en la gestión del agua, “los mecanismos de mercado y comerciales, que han ido adquiriendo importancia creciente, son dominados por hombres y excluyentes especialmente de las mujeres de zonas rurales y urbanas pobres. Las mujeres son vistas como beneficiarias o como usuarias del agua y no como administradoras y tomadoras de decisiones”.7
Mientras intento contener las fugas y mantener la higiene —lávate las manos, lávate las manos— pienso en Paula. Ella tuvo que volver a su comunidad en el Estado de México. Hace años que no pasaba tanto tiempo ahí. Sé que disfrutará de la compañía de su hija y de su nieta. También sé —o lo intuyo— que irá al río en el que nadaba de niña. Pero no podrá meterse ahora. Me ha contado que esa agua que era cristalina está llena de basura y contaminada por desechos industriales. Pienso que si los ríos son las venas del planeta, su contaminación se parece mucho al virus mortal que nos amenaza estos días.
En 1987 el conocido Informe Bruntland definió el desarrollo sostenible como aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las de las futuras generaciones. El sistema económico hegemónico no le ha hecho justicia al mandato de igualdad y a la concepción de los derechos como titularidades sustantivas. Tampoco le ha hecho justicia al planeta y a sus recursos, desgastados. Desde que comenzó esta pandemia que nos marcará de formas aún inciertas pienso (y leo que otras también lo piensan) que ésta es una señal de alerta para las grandes transformaciones que el cambio climático provocará en el futuro próximo. Además de modificar radicalmente nuestra cotidianidad, ¿tenemos que cambiar también los referentes que le dan sentido a la existencia? ¿Podemos seguir fingiendo que el agua es un símbolo de lo eterno y de lo trascendente, si tantos cuerpos de agua están desgastados y contaminados? Si, como lo sugiere Virginia Woolf, el agua es conciencia, ¿qué será de la nuestra si hemos de habitar un territorio sediento?
Imagen de portada: Alejandra Céspedes, Lluvia, 2020. Cortesía de la artista
Lisa Weil, “Virginia Woolf’s To the Lighthouse: Toward an Integrated Jurisprudence”, Yale Journal of Law and Feminism, vol. 6, núm. 1, 1994. ↩
W. H. Auden, “A Consciousness of Reality”, The New Yorker, 27 de febrero de 1954. ↩
Shirley Panken, Virginia Woolf and the Lust of Creation: A Psychoanalytic Exploration, State University of New York Press, Nueva York, 1987. ↩
Informe del relator especial sobre el derecho humano al agua potable y el saneamiento acerca de su misión a México, Naciones Unidas, 2017. ↩
Datos disponibles en water.org. ↩
Hilda Salazar y Brenda Rodríguez, “Género y democracia: Elementos clave para una gestión del agua justa y sustentable”, La Jornada del Campo, núm. 81, 21 de junio de 2014. Disponible aquí ↩
Karla Priego y Denise Soares, “Agua y dimensión de género”, Revista Mujeres, 2017. Disponible aquí ↩