Siempre llegaba la primera. De hecho, nunca nadie la había visto llegar. Era parte de la oficina como el bidón de agua o el escritorio del conserje. Nunca estaba más gorda ni más flaca, más contenta o más cansada. El rodete, tieso como soldado en su primer día, no se le deslizaba un milímetro durante las infinitas horas de la jornada laboral. Nunca le sudaba el sobaco. No se sacaba los zapatos al disimulo y se daba un masaje rápido en los pies. Nunca se quejaba de dolores del cuerpo o del corazón. No chismeaba ni escuchaba chismes. Las medias, color carne, jamás estaban corridas. Una estampa. Sí, eso. Una oficinista de mediana edad sacada de un banco de imágenes. O sea, era, nada más. Era como son las hojas A4. Los escáneres. Los bolígrafos promocionales. Era indiferente a ofensas y halagos, a risitas por la espalda y a ironías de frente. Jamás salía a almorzar con las otras chicas y, de hecho, se susurraba que al mediodía se comía una barra de proteínas en el baño, orinaba, y tardaba exactamente dos minutos y medio en volver a su cubículo, donde se quedaba hasta terminar el trabajo fuera la hora que fuera. Ésa era Rosario. Una roca. Hasta el 14. El 14 de febrero de todos los años las chicas recibían ramos de flores. Los de las ejecutivas eran inmensos, casi obscenos, llenos de aves del paraíso, rosas del desierto y violetas africanas. A veces, el enamorado o el marido en cuerda floja mandaba una sola orquídea que costaba más que lo que ganaba la mitad de la empresa. Los de las secretarias, más modestos, tenían girasoles, rosas un poquitito mascadas, mucho aliento de bebé para hacerlos más esponjosos y un globo plateado que decía te quiero, I love you, o te amo. Algo de eso.
Algunas recibían un ramo pequeñito de claveles. Entre esos amantes, estaba claro, el dinero o la pasión no sobraban. La señora de la limpieza sonreía con su rosa envuelta en celofán de corazones de las que vendían a un dólar en las esquinas. Todo el día andaba con la rosa bien acomodada en el carro, entre la escoba y el recogedor. La que más y la que menos buscaba un jarroncito, le ponía un poquito de agua y adornaba su cubículo con el amor de alguien. En la radio sonaba una y otra vez esa de un osito dormilón le regalé y un besito al despedirse ella me dio o la de el que ama no puede pensar, todo lo da, todo lo da. Ese 14 llegó un chico a la puerta de la empresa con un jarrón de cristal exquisito en el que se erguían, con la gracia de treinta modelos, treinta tulipanes de un rojo naranja. Dejaban boquiabierta. Eran bellos de avergonzarte mirar mucho rato como a ciertas personas hermosas. El mensajero preguntó por alguien a la recepcionista y ella, con cara de aturdida, señaló al último rincón de la oficina. No podía ser. Pero el chico pasó de largo a María Elena y a Mónica y a Clara y a María de Lourdes, que no le quitaban la vista de encima a ese jarrón de cristal tallado con esos tulipanes extraordinarios de tan exóticos, tan erectos, tan sublimes que no parecía que los hubiera echado la tierra sino el cielo. Ninguna había visto jamás uno de esos. Los tulipanes no se dan aquí. Son flores únicas, viajeras de primera clase, mimadísimas. —¿Doña Rosario? Y ella hizo que sí con la cabeza y tal vez por primera vez en la vida se la vio sonreír. No era una sonrisa de novia tímida, no, era una sonrisa de tráguense esto, putas claveludas. Hizo que sí con la cabeza como diciendo ahora me toca a mí el amor de todito el planeta. Agarró el jarrón que tenía pinta de pesadísimo y lo puso bien visible en su escritorio. Después sacó la tarjeta y la aspiró. Hizo un ruidito parecido a un gemido y luego se puso a leer algo que, de tan romántico, hizo que abrazara la tarjeta contra el pecho. Sonrió toda la tarde chateando con alguien. Rosario no sólo recibió tulipanes, sino que faltó con absoluta alevosía a su eficiencia inmaculada, esa que hacía pensar en una niña jorobada sobre una mesa patuleca lamiendo la punta del lápiz amarillo y escuchando que nunca sería nadie, que las mujeres para qué necesitan saber otra cosa que las leyes de la cocina, del coger y del parir. Hacía pensar en una chica sola aprendiendo contabilidad como se aprende de memoria una clave bancaria, algo que no quieres que te roben. La curiosidad de las chicas fue tan grande que a la hora del almuerzo se fueron acercando una tras otra y contemplaron de cerca el milagro de la flor lejana, de pétalos tan tiesos y gordos como si fueran falsos, tan bellos que daban ganas de comérselos para, aunque sea, llevar por dentro algo de esa luz. —Rosario, ¿quién es ese enamorado que usted ha tenido tan oculto? Ella nada más sonreía como sonríen los niños que han alcanzado sin que los pillen el frasco de galletas. La rodeaban, importaba. —Rosario, ¿no nos va a contar nada? Ay, no sea así, nos morimos de la curiosidad, díganos, ¿dónde lo conoció si usted nunca sale ni a la esquina? ¿Es guapo? ¿Van en serio? Ella esperó y esperó. Generó tensión como una maestra del relato y cuando las chicas ya babeaban como perros por el chisme, moviendo las piernas como si se orinaran, dijo unas poquitas palabras y volvió a la computadora para no levantar más la cabeza. Les cortocircuitó el cerebro y las ignoró con su práctica de décadas en ignorar a los demás. —Se llama Charo. La conocí por internet. En ese almuerzo no se habló de otra cosa que del lesbianismo, los tulipanes, los tulipanes y el lesbianismo, el tulipanismo lesbiano y el lesbianismo tulipano. Casi al final del almuerzo, todas agotadas de tanto elucubrar, una cayó. —Se llaman igual: Rosario y Charo. Todas aplaudieron la coincidencia. Qué ideal. Aunque era una loca del trabajo y jamás en la vida había socializado con nadie, dado cuotas para los cumpleaños o participado de la fiesta navideña, de alguna manera había generado simpatía. Seguro que no era por ser solidaria, pero si había que quedarse a terminar un proyecto urgente era la primera que se ofrecía y eso, que Rosario se quedara hasta las mil, les permitía a las otras largarse a la vida cuando todavía había luz en la calle y comprar sombras de ojos baratas para evitar por un rato al panzón del marido y a los niños que se olvidaron de avisar de la cartulina marfil para el día siguiente. Su devoción por la empresa era tan insensata, tan bestia, que las otras podían evadir los ojos de los jefes que, mientras alguien terminara el trabajo, no pensaban que quien siempre se amanecía era el mismo ser humano, un ser humano llamado Rosario. A partir de ese día, todos los días, Charo mandaba un detalle a su amada. Llegaban cajas rojo y oro de bombones, rosas frescas como vírgenes coloradas frente a los muchachos en un baile, fulares de seda color uva, perfumes finos, botellas de champagne del carísimo, velas y alguna vez hasta una cadena de oro con un corazón que puso a todas celosísimas. Empezaron las peleas en las casas, en los matrimonios y los noviazgos. El amor empezó a medirse con el baremo del de Rosario y Charo. Todos los hombres salían perdiendo. —¿Por qué no eres más detallista como Charo? —¿Quién mierdas es Charo? —La persona más romántica del mundo, pendejo. —¿Y yo por qué pago los platos rotos? —Porque sí, tacaño, rata. Rosario era, había sido, una mujer cruel con el mundo porque, decían las mayores, algún amor había sido cruel con ella, aunque ese dato era vago, medio leyenda de la oficina. Ella no soltaba prenda, no tenía una sola amiga, al terminar el día recogía su gabardina, su cartera y bajaba a esperar el autobús tan rígida y solemne como a las siete de la mañana. El chiste que hacían todas era que los fines de semana se levantaba igual que cualquier día, se ponía el uniforme azul, la blusa blanca, las medias carne, los taconcitos negros y tecleaba en un teclado imaginario facturas imaginarias. Desde ese 14, Rosario se volvió humana de la manera en la que los humanos se vuelven humanos cuando se enamoran. Sonreía, canturreaba los buenos días, compartía los bombones y las galletitas en forma de corazón de la enamorada con las chicas, soltaba ciertos datos de Charo: vivía en otra provincia, se veían pasando un fin de semana, tenía los ojos color caramelo de flan, en la intimidad se entendían muy bien —uuuhhhhhhhh, ululaban las chicas, divertidas—, las despedidas eran muy tristes, pero hablaban todos los días por teléfono. Era una mujer divertidísima a la que le gustaba sorprender, improvisar, gozar.
—Me desordena. Rosario se rio con su propia tontería. —Me desordena toda, me enloquece. Rosario soltó un día esa frase y se fue a sentar a su escritorio donde la aguardaba una orquídea más bella y más impensable que las de las jefas. Las chicas se la quedaron mirando un rato con envidia, daba la impresión de que el escritorio de Rosario ahora estuviese sobre una plataforma y el de ellas en un subsuelo. Empezaron a pedir ver a la enamorada y Rosario mostraba fotos sacadas con su celular del año de la pera: pixeladas, oscuras. Charo era una mujer de unos cincuenta años muy bien conservados, siempre con gafas aviador, lápiz de labios rojo, pañuelos de seda atados al cuello y vestida con camisas claras y elegantes. La guapa Charo. La amada Charo. La generosa Charo. La amante Charo. Ante la insistencia de querer verlas juntas, Rosario les mostró una foto un poco borrosa en la que aparecían las dos. Explicó que estaban a contraluz, pero valió para tranquilizar a las compañeras que poquito a poco se habían transformado en adolescentes desesperadas por vivir la vida de las otras. A principios de octubre, Rosario pidió por primera vez en quién sabe cuántos años vacaciones y anunció que se iba a la playa con Charo, que Charo la llevaría a un lugar muy especial para ella y que tenía todo preparado. Durante el viaje era el cumpleaños de ambas. Habían nacido, mira qué cosas, el mismo día y por eso compartían nombre: 7 de octubre, Fiesta de la Virgen del Rosario. Era la prueba de fuego: la convivencia. Las chicas empezaron a elucubrar que quizás, solo quizás, Charo se declararía. —Te va a pedir matrimonio. —No, no creo. —Sí, sí, te lo va a pedir, ¿qué vas a decir? —Que nunca he sentido nada igual por nadie, ni por mí misma. Rosario fue terminante y todas chillaron como niñas ante sus ídolos pop. Los jefes levantaron la cabeza y ellas disimularon, pero por el chat empezaron a poner emoticones de novias, corazones, anillos y el de las dos chicas agarradas de la mano. Qué emoción, Rosario se nos casa, ¿nos invitará? A mediados de mes volvió Rosario a la oficina. No estaba bronceada y su cara era otra vez un pergamino mustio. Los gestos apagados como una colilla. Colgó la gabardina en el perchero y se sentó a trabajar sin decir una sola palabra. Las chicas ni se le acercaron y en la sala del café comentaron los peores escenarios: que lo que quería Charo era terminarle, que por qué fue tan mierda de esperar las vacaciones para romperle el corazón a alguien como ella. Maldita mujer mala. Al pasar por el escritorio de Rosario empezaron a dejarle que un alfajor, que un gatito de peluche, que un trozo de pan de canela, que un yogurcito, que una taza de té bien dulce. Todo se hacía en silencio, como ofrendas a una diosa, como incienso o velas, como rezos. Las chicas ofrecían lo que podían a la solterona del corazón roto, a la que en la puerta del horno se le quemó el pan, el ser más desdichado de la creación. La elevaron a mártir. Esa noche Rosario llegó a su departamento y se sentó a cenar un filete duro y un poco de puré frente a la ventana como había hecho desde San Valentín. Afuera la noche no bailaba ni reía. Alguien bajaba sin parar, una y otra vez, una y otra vez, una puerta metálica. —Me la has jugado sucio, Charo. Empezó arriba. Su carácter, que venía por parte de padre, se manifestó en gritos e insultos. —Las chicas te odian, ¿lo sabes? ¿Por qué me enamoraste, pedazoeputa, si no querías casarte conmigo? ¿Por qué tantos regalos, por qué tanta atención, por qué las noches tocándome donde nadie me había tocado? ¿Por qué, Charo? ¿Por qué? El filete se enfriaba mientras Rosario esperaba una respuesta. Del otro lado había silencio, mirada asesina, la boca una raya chueca y negrura, negrura. —¿Por qué no hablas? ¿Por qué no explicas? ¿Quieres dejarme? ¿Eso es? ¿Me vas a dejar? Rosario ya no hablaba, chillaba. Se golpeaba la cara con los puños, se aruñaba los ojos, clavaba el cuchillo una y otra vez en la mesa, entre sus manos, haciéndose cortes cada vez más profundos. Las lágrimas le brotaban, locas, de los ojos enceguecidos.
Los vecinos, acostumbrados a esa mujer ratoncillo, que vivía en un silencio de monasterio, empezaron a tocar la puerta preocupados y un poco molestos de semejante escándalo. —A mí no me deja nadie, ¿me oyes, Rosario? Eso fue lo último que escucharon los vecinos. Luego el silencio. Luego la sangre que empezó a deslizarse por debajo de la puerta como una legión de hormigas rojas.
Imagen de portada: Ilustración de Valentina Lara