En diciembre de 1999, un grupo de lingüistas alemanes anunció que la No Palabra del Año era Kollateralschaden, que traducida al español sería daño colateral y al inglés collateral damage. Su elección no fue casual, como tampoco lo fue que surgiera en Alemania la idea de celebrar este certamen lingüístico, antítesis de la Palabra del Año, mucho más difundido internacionalmente. Siete meses antes de que “daño colateral” tuviese el dudoso honor de ganar ese concurso, un bombardero estadounidense sobrevolaba Belgrado como parte de la campaña de ataques aéreos de la OTAN para forzar la rendición del líder serbio Slobodan Milošević en la Guerra de Kosovo. Poco antes de la medianoche del 7 de mayo de ese 1999, la embajada de China era bombardeada por error. Tres de los cuatro fallecidos eran ciudadanos chinos. A la lógica furia de Pekín por lo que calificó como un “crimen de guerra”, el presidente Bill Clinton, por medio de su entonces portavoz del Pentágono, Kenneth Bacon, hizo una declaración que sorprendió por su tono hipócrita y falto de escrúpulos: “Tenemos los mejores pilotos del mundo, el mejor armamento, las misiones mejor planificadas y las fuerzas mejor entrenadas, pero es imposible evitar los daños colaterales.” Sin embargo, dos meses después de ocurrir esos “daños colaterales”, la investigación arrojó una conclusión escandalosa. La CIA, que en secreto facilitaba a la OTAN objetivos bélicos en la guerra contra Yugoslavia, cometió un trágico error: envió al Pentágono un mapa de Belgrado que no estaba actualizado y que marcaba como “objetivo legítimo” la oficina de compra de armas del gobierno yugoslavo, cuando en realidad lo que estaba ahí era la sede diplomática china. El propio director de la agencia de inteligencia más poderosa del mundo, George Tenet, tuvo que salir en persona a reconocer el fiasco y ofrecer una disculpa. Aún no está claro si la estrategia de Clinton de llamar “daño colateral” a la muerte de cuatro civiles que no eran objetivo de guerra fue suficiente para disuadir a los chinos, pero la realidad es que la temida reacción de Pekín no pasó de un pataleo pasajero. En cualquier caso, los que no olvidaron lo sucedido ese mayo de 1999 en Belgrado fueron esos lingüistas alemanes que eligieron daño colateral precisamente para denunciar el peligroso efecto disuasivo de este eufemismo, sobre todo si el que lo usa es el ejército que más operaciones de castigo ha realizado en todo el mundo. A fin de cuentas, fueron sus antepasados nazis los que entendieron como pocos el inmenso poder de la palabra para persuadir y enardecer a las masas. Qué mayor crueldad que la de los jerarcas del III Reich cuando hablaban de “solución final” —un eufemismo lleno de connotaciones positivas— para no tener que desvelar el verdadero significado de la misión que Hitler les había encomendado: el exterminio del pueblo judío. Bastaron esos dos vocablos, a priori inofensivos, para que la propaganda nazi convenciera a millones de alemanes de ser cómplices del peor genocidio de la era moderna. Bajo esta lógica perversa, la propaganda del Pentágono incorporó a su léxico militar daño colateral para convencer a la opinión pública de que las víctimas inocentes durante una misión bélica eran el precio que unos pocos deben pagar para evitar la victoria del enemigo. Siempre será más fácil recurrir a este eufemismo que reconocer que el asesinato de civiles desarmados, cuando no son objetivos bélicos, es un crimen de guerra.
Estados unidos, antes de dañar “colateralmente”
Medio siglo antes del “incidente” de la embajada china, el presidente Harry Truman ni se tomó la molestia de disculparse ante la opinión pública estadounidense por lanzar dos bombas atómicas, una sobre Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, y otra sobre Nagasaki tres días después. Sencillamente, no necesitó justificar el asesinato en masa de casi un cuarto de millón de habitantes de esas dos ciudades japonesas, que murieron de forma atroz sin saber qué era ese hongo infernal que cubrió el cielo. A falta de una justificación moral, la versión oficial de Washington fue la siguiente: arrojar una bomba atómica sobre la población fue necesario para forzar la rendición del ejército imperial y evitar que se alargara meses o años el último frente abierto de la Segunda Guerra Mundial. Todavía hoy en día, los estadounidenses aceptan esa “solución nuclear” como un sacrificio necesario para la paz mundial. Ni siquiera se plantean el dilema ético de si realmente fue necesario exterminar también a la población de Nagasaki, a sabiendas de que el infierno nuclear sobre Hiroshima habría sido más que suficiente para que el emperador Hirohito se rindiera incondicionalmente. De las ruinas de Europa y de esas dos ciudades japonesas nació el derecho internacional y la tipificación de delitos graves a los crímenes de guerra, de lesa humanidad y genocidio. Sin embargo, en ese apocalíptico 1945, los nuevos castigos sólo se aplicaron a los derrotados, como los dirigentes nazis que fueron juzgados en Nüremberg entre noviembre de 1945 y octubre de 1946. Los crímenes de los vencedores quedaron impunes, lo que salvó al gobierno estadounidense de tener que rendir cuentas ante la justicia. Con la tranquilidad de quien no sería juzgado en la Tierra y el temor de que no escaparía al Juicio Final, el piadoso Truman llegó a compararse con el dios vengativo de la Biblia, el que ordenó destruir Sodoma y Gomorra, para lavar su conciencia ante la decisión de destruir Hiroshima y Nagasaki. El 25 de julio de 1945 escribió en su diario: “Hemos descubierto la bomba más terrible de la historia mundial. Es la destrucción masiva predicha en la era de Mesopotamia, después de Noé y su fabulosa Arca.” Once días después, ordenó el lanzamiento de la primera bomba atómica.
El “secuestro” de daño colateral
Todavía tendrían que pasar 16 años más para que apareciese, por primera vez, el concepto daño colateral. Pero nació maldito. En mayo de 1961, el economista estadounidense Thomas Schelling, que había participado en el plan Marshall y había quedado impresionado por el desastre de la guerra en Europa, publicó un artículo titulado “Dispersal, Deterrence, and Damage”, en el que sostiene que “una manera de limitar los daños de guerra se alcanzaría mediante el diseño de armas capaces de limitar los daños colaterales.” Su prestigio como estratega bélico y diplomático quedó probado ese mismo año, cuando recibió una llamada de Henry Kissinger, por aquel entonces asesor de Seguridad Nacional de la Casa Blanca, para que le aconsejara cómo desactivar una crisis que acababa de estallar en la dividida Berlín entre dos de las potencias ocupantes: Estados Unidos y la Unión Soviética. Le explicó que la mejor manera de neutralizar la amenaza inminente de una guerra nuclear —y de poner a media humanidad en riesgo de convertirse en un gigantesco “daño colateral”— era que los líderes de ambas superpotencias enemigas tuviesen manera de comunicarse sin intermediarios en una situación límite. Así nació el “Teléfono Rojo”. Thomas Schelling ganó el premio Nobel muchos años después, en 2005, pero no el de la paz, sino el de economía; para ese entonces ya era plenamente consciente de que el término daño colateral había sido secuestrado para el fin opuesto al que él quería.
El error de Nixon
Incapaz de soportar la humillación de ver cómo la guerrilla comunista del Viet Cong estaba ganando, batalla tras batalla, al ejército mejor preparado del mundo, el gobierno estadounidense hizo justo lo contrario a lo aconsejado por Schelling. En vez de diseñar armas de impacto quirúrgico para evitar el mayor daño posible a la aterrorizada población vietnamita, el presidente Lyndon B. Johnson, y a partir de 1969 su sucesor Richard Nixon, autorizaron la fabricación de armas sucias, de alto impacto destructivo, y las lanzaron indiscriminadamente sobre la aterrorizada población vietnamita. Entre estas armas, estaban las tristemente célebres bombas de napalm. La estrategia resultó ser un fiasco, ya que los estrategas de la Casa Blanca y del Pentágono no calibraron dos hechos claves que provocarían la derrota de Estados Unidos. El primero fue que la sociedad estadounidense de la década de los sesenta y setenta no era la de finales de los cuarenta, traumatizada por la guerra y anestesiada por la propaganda de la victoria. Por el contrario, los hijos y nietos de los que sufrieron la gran guerra se sumaron en masa a esa corriente pacifista y rebelde que estalló en mayo del 68 en París y se extendió por casi todo Occidente. El segundo hecho fue la masificación y la creciente influencia del ya entonces llamado “cuarto poder”: la prensa independiente. Ni en sus peores pesadillas Nixon habría imaginado que dos reporteros de The Washington Post acabarían con su presidencia o que la foto de una vietnamita de nueve años precipitaría la humillante derrota de Estados Unidos en Vietnam.
La niña del napalm
La mañana del 8 de junio de 1972 los destinos de dos vietnamitas quedarían unidos para siempre. El fotógrafo Nick Ut, contratado por Associated Press (AP) para cubrir la guerra en Vietnam del Norte, se subió a su camioneta tras recibir la noticia de que Estados Unidos y sus aliados survietnamitas iban a realizar un bombardeo sobre escondites del Viet Cong, cerca de la aldea de Tràng Bàng. Minutos después, frenó en seco tras observar no muy lejos las bolas de fuego y bombas de napalm. Hacia él corrían aterrorizados varios aldeanos. Entre ellos destacaba una niña desnuda, Kim Phúc, que gritaba de dolor por las quemaduras causadas por el napalm. Fue en ese momento cuando disparó su cámara. Sólo cuando reveló la foto, el joven entendió el impacto mundial que tendría la difusión de ese instante de dolor de una niña en cuyo cuerpo diminuto y desnudo se concentró todo el horror que la guerra estaba causando entre la población. El presidente Nixon también lo entendió cuando vio la foto impresa en los periódicos de medio mundo, el 12 de junio de 1972. En su intento de frenar el escándalo, primero aseguró que la foto había sido retocada y luego, tras descubrirse el engaño, envió a sus voceros a decir que las víctimas de los bombardeos de Estados Unidos eran los “daños colaterales” inevitables en la batalla entre el bien —el mundo libre— y el mal —el comunismo—. No sirvió de mucho su estrategia de intoxicación ante una opinión pública estadounidense ya escandalizada tras revelar a la prensa la masacre de Mỹ Lai, la aldea donde fueron ejecutados a sangre fría mujeres, niños y ancianos. En 1973 Nick Ut ganó el Premio Pulitzer por la fotografía de la niña del napalm; en 1974 Nixon renunció por sus mentiras en el escándalo Watergate, y en 1975 Estados Unidos se retiró derrotado de Vietnam.
La matanza de Haditha
El 19 de noviembre de 2005, dos años después de que el presidente George W. Bush ordenase la invasión de Irak, los soldados estadounidenses decidieron descargar su ira y frustración contra los habitantes de una aldea. Ese día, un convoy de marinos circulaba cerca de Haditha cuando uno de los vehículos recibió el impacto de una bomba, lo que causó heridas a sus ocupantes y la muerte del soldado texano Miguel Terrazas. Al día siguiente, un comunicado informaba que 15 civiles habían muerto por la explosión y que otros ocho eran insurgentes muertos en un intercambio de fuego. Como procede en los casos en los que hay un número tan alto de civiles, dos observadores militares fueron enviados a Haditha. Por fortuna, ellos no fueron los únicos en investigar. A Tim McGirk, corresponsal de guerra en Irak para la revista Time, no le falló el olfato periodístico tras conocer la noticia y empezó a investigar por su cuenta el suceso, que se sumaba a una cifra que no le dejaba dormir: la de 30 mil civiles muertos en esta segunda guerra del Golfo. La cifra, recordó el periodista, la facilitó el propio Bush, sin que le temblara la voz y sin que, aparentemente, le quitara el sueño. Según relató el propio McGirk al Columbia Journalism Review, una de sus fuentes iraquíes independientes, la Organización Hammurabi de Derechos Humanos, viajó a Haditha y recolectó testimonios de los sobrevivientes y un valioso video. La primera parte mostraba los cuerpos de las víctimas y a sus familiares reclamándolos; la segunda, el interior de una casa con evidentes signos de que ocurrió un tiroteo en su interior.
Cuando vi esos cuerpos de mujeres y niños, algunos en pijama, uno no esperaría encontrarse a mujeres iraquíes y a sus hijos en la calle, a las 7 o a las 8 de la mañana en pijamas —relató McGirk—. Lo segundo que me llamó la atención fue que los principales daños estaban dentro de las casas, mientras que había pocas huellas de tiroteos o destrozos en las paredes exteriores. Si la bomba que mató a toda esa gente estalló en la carretera [como asegura el parte militar de Estados Unidos], las fachadas de las casas deberían haber estado dañadas y no habría huellas de balazos en el interior de la casa.
A partir de esta primera impresión, el periodista empezó a jalar del hilo hasta publicar el 9 de marzo de 2006 en la revista Time su reportaje denuncia que tituló con una pregunta-bomba dirigida al presidente George W. Bush y a su equipo de “halcones”: “¿Daño colateral o masacre de civiles en Haditha?”
Patrón de impunidad
Lo grave del reportaje en Time no es la masacre en la aldea iraquí en sí misma, sino el preocupante patrón de impunidad que sigue Estados Unidos en todos los conflictos en los que se involucra. Si Washington ha permitido que ocurran las masacres de Mỹ Lay en Vietnam o la de Haditha en Irak, o torturas en la cárcel de Abu Ghraib en Bagdad o en las cárceles secretas de la CIA, es porque sabe que sus militares no pueden ser perseguidos por tribunales internacionales, ya que Estados Unidos sigue sin firmar la Convención de Ginebra de Derechos Humanos. Por tanto, mientras no exista una justicia verdaderamente universal, Estados Unidos seguirá acudiendo a su diccionario de eufemismos en tiempos de guerra para defenderse con vocablos del tipo “fuego amigo”, “blancos circunstanciales” y por encima de todos, “daños colaterales”, el más copiado por otros gobiernos cuando se ven en la necesidad de maquillar un crimen cometido por sus fuerzas armadas o del orden. Empezando, sin ir más lejos, por México.
“Pasaban por ahí”
Durante la madrugada del 26 de marzo de 2018, una familia que regresaba en coche de Nuevo Laredo, Tamaulipas, a su casa en Piedras Negras, Coahuila, fue acribillada a balazos desde un helicóptero de la Marina. Murieron la madre y dos niñas. El padre resultó herido. La Secretaría de Marina informó sobre el enfrentamiento con sicarios tras una emboscada en la que murió un marino y 13 más resultaron heridos. El ataque a la familia fue omitido del informe oficial, pero hubo filtraciones a la prensa y el escándalo estalló. Una semana más tarde, Juan Velázquez, asesor jurídico de la Secretaría de Marina, declaró lo siguiente sobre el tiroteo fatal al vehículo: “Fue porque en ese momento estaban pasando por ahí durante el enfrentamiento y, pese a esto, la Marina asumió la responsabilidad del fallecimiento de la familia en un fuego cruzado”. “Se cruzó el vehículo y fue alcanzado por pocos disparos, bueno, no pocos, 16 […] no fueron todos de la Marina, fueron unos de los delincuentes y otros del helicóptero. En ese sentido, fue un daño colateral.” Y así, pronunciando adecuadamente el eufemismo más peligroso del mundo, el crimen podría pasar a la larga lista de los que siguen esperando que algún día se haga justicia, la misma que llevan esperando tantos inocentes cuyos crímenes han quedado enterrados a lo largo de la historia, bajo eufemismos y mentiras vertidas por sus verdugos, y que hacen aún vigente la frase que pronunció el dramaturgo griego Esquilo hace más de 2,500 años: “La verdad es la primera víctima de la guerra.”
Imagen de portada: Demián Flores, “¿Sí resucitará?”, serie Los Desastres Colaterales, 2012.