La teoría del cuento como Alka-Seltzer
De su prolífica y abundante carrera cuentística —diez libros, entre los que destacan Ruby Tuesday no ha muerto y Manual para enamorarse, aparte de varios ensayos en torno al género—, la escritora Mónica Lavín seleccionó los más entrañables o más armónicos en conjunto para esta antología. Llegar a este punto —un trecho de treinta años entre “La navaja” e “Inés no da entrevistas”, ambos cuentos incluidos en el volumen— es validar suficientes horas de vuelo, de la misma manera en que Julio Ramón Ribeyro justifica en el prólogo a La palabra del mudo, la compilación de sus cuentos completos, que puede hablar del género porque lleva media vida practicándolo. Esta publicación engloba dos peculiaridades, ambas de género: tanto sexual como literario. Es decir, se trata de cuentos, por un lado, y escritos por una mujer, por el otro. El cuento, cuando no se piensa en Edgar Allan Poe o en las revistas estadounidenses que publicaban a Raymond Carver, John Cheever o Truman Capote, no tiene el interés comercial que la novela. Lavín dice en uno de sus ensayos de Cuento sobre cuento que éste “no goza de la total simpatía de las casas editoriales comerciales y acaba siendo privilegio de instituciones y universidades con […] una deficiente distribución”. Empiezan a circular estudios —no suficientes— sobre la falta de autocrítica del género masculino en varios terrenos, uno de ellos el literario; o sea, sobre la falta de espacio y oportunidades para las mujeres, la disparidad del número de escritoras y escritores, etcétera. Para comprobarlo está el hecho de que la mayoría de los referentes cuentísticos de Mónica Lavín son hombres (Chéjov, Maupassant, Hemingway), si bien ella reconoce a mexicanas como Rosario Castellanos y Elena Garro, así como las extranjeras Emilia Pardo Bazán, Katherine Mansfield, Carson McCullers y recientemente Alice Munro. Mónica Lavín lo dice en una de sus reflexiones en torno al cuento: “Las mujeres hace no mucho aparecimos en la escena literaria, [y] en las aguas del cuento somos relativamente nuevas”. Si bien no pone énfasis en su perspectiva de género, lo que le interesa es “suponer la conducta y pensamientos de un hombre tanto como los de una mujer”. “No escribo desde la consciencia de ser una mujer nacida en la segunda mitad del siglo sino desde el impulso vital de hurgar en las vidas ajenas, sea cual sea su género, edad y origen, y construir un mundo creíble y perturbador.” En los cuentos de Lavín es posible ver varias cualidades, más allá de la amplia gama de personajes masculinos y femeninos. No son las mujeres que ahí aparecen dependientes de un hombre, ni sus conversaciones giran en torno a ellos. Mónica Lavín alcanza la particularidad anfibia del narrador en varios cuentos de A qué volver, como aquel en el que muestra la fragilidad masculina: “Una tripa muerta y seca (Sympathy for the devil)”, donde un joven, presionado por sus amigos que frecuentan prostitutas, termina con una de ellas, quien, cansada de los inexpertos efebos, reacciona burlonamente ante la flacidez de su miembro. En otras historias se retrata la vulnerabilidad de personajes femeninos que, por el contexto machista, deben afrontar una atrocidad: ser presas de los impulsos de los varones. En “La lagartija”, el adulterio de ambas partes de una pareja heterosexual desemboca en violencia sólo hacia la mujer, y en “Los hombres de mar”, una audaz reportera se filtra en un barco carguero de las costas veracruzanas para hacer una crónica; a bordo, rodeada de hombres, uno de ellos la venera como deidad hasta que su halo divino queda en entredicho. A qué volver, selección hecha a partir de diez libros ya publicados, más algunos cuentos extraídos de revistas o suplementos, se divide en tres partes: “El otro”, “Lo otro” y “Nosotros”. La selección de los subtítulos marca una clara dirección en sus temáticas: a Mónica Lavín le interesa la otredad. No hay cuento que no involucre a otra persona: cómo nos vinculamos con el prójimo, cómo deseamos ser el otro o incluso cómo terminamos imitándolo o convirtiéndonos en él. “El otro” está compuesto por cuentos que, en su mayoría, abordan conflictos de amantes; no sólo con respecto a los celos o los deseos insatisfechos sino con un foco narrativo que apela a la sorpresa o a la reflexión. En “La carta”, un comensal recibe misivas hasta enamorarse de un remitente sin rostro; en “A qué volver (Play with fire)”, que da título a la antología, un hombre carcomido por los celos deja a su esposa afuera de su casa durante días, hasta que negocian regresar a la cotidianidad tensa e infernal del café del desayuno; mientras que en “Todas las playas son la misma playa” Julia rememora esos pedazos de arena en los que ha estado, mezclando tiempos y personas. En “Lo otro” hay un juego entre el absurdo, el horror y la angustia, un tipo de vouyerismo como en “Los diarios del cazador”, en el que una investigadora renta una casa y empieza a interesarse por la vida de su casero, o “El hombre de las gafas oscuras”, donde una mujer estudia los movimientos de un oficinista que sale al parque. En esta selección, una de las facetas más logradas la consigue en varios relatos en que los personajes aparentan ser alguien y volverse otro. En “Uno no sabe”, un hijo va a Estados Unidos a buscar a su madre, que lleva varios años ausente: cuando la encuentra, a la manera de un Edipo retorcido y consciente —por parte de él, no ella, puesto que no lo reconoce— hacen el amor; en “Intromisión” hay un intercambio de espacios y de roles entre una señora de clase media y una trabajadora de la limpieza que enferma, quien se muda de habitación y recibe a su familia; la que estaba acostumbrada a que le cocinaran ahora cocina, duermen en lados distintos y así hasta que, como en la película Ahí está el detalle, donde los múltiples hijos de Cantinflas se apropian de una casa burguesa, la situación se sale de control. En “La sobremesa”, una mujer llega al restaurante de un hotel, recibe viandas exquisitas, prueba vinos enviados por un remitente anónimo, que termina acostándose con ella, y hacen de ese juego un ritual hasta que hay una fusión de roles: uno desaparece y el otro ocupa su lugar. El tercer apartado, “Nosotros”, apela a la nostalgia, también presente en algunos de sus ensayos de Cuento sobre cuento (los manuscritos, la tecnología, la falta de revistas), y al retrato de una clase media capitalina que aparece a lo largo del libro, como en “Amor de madre”, en el que una escort suple las carencias maternales de sus clientes en un entorno de restaurantes finos y viajes al extranjero, o en “Placeres cárnicos”, donde la discusión de unos padres (sobre qué parte de la vaca llevarse) se vuelve, con el tiempo, la forma en que sus hijas los recordarán. La separación del libro en tres secciones podría verse como arbitraria; su temática es diversa y en todas aparecen aficiones, planteamientos y manías comunes, como pasa con muchos escritores. Lo peculiar es el esfuerzo por evitar lo previsible, tal como exige ella del cuento. Y el libro, acertadamente, no da una sensación unitaria. Ella busca que un cuento sea tan intenso como para no leer más de uno al día, o de ser posible a la semana. Por esa razón, éste no es un libro de cuentos, sino que cada uno es efervescente por sí mismo, siguiendo la metáfora del Alka-Seltzer: al principio redondo, amable, blanco, pero en el agua produce una explosión de efecto retardado. Es común hoy en día que tanto las becas como los concursos exijan al libro de cuentos una estructura en la que cada uno esté justificado en relación con otro. Sin embargo, la idea de proyecto, aunque en conjunto pueda ser atractiva, no necesariamente beneficia a las piezas en su particularidad. Es algo propio de esta época cuyos efectos, de momento, ignoramos. Coincido con Mónica Lavín: uno se acuerda de cuentos, no de un libro de cuentos. En ese sentido, ella es coherente en su antología personal. La intensidad que procura viene de la digestión (apoyada en su Alka-Seltzer) de sus teorías favoritas del siglo XX: el iceberg de Hemingway, el fade out de Carver, el látigo joyceano, la doble historia pigliana, el nocaut de Cortázar. Por eso, los suyos no son cuentos como los que en el siglo XXI empezaron a circular con afán de desmarcarse del pasado —distintos puntos de vista, otras plataformas, historias fragmentadas, libros que repiten protagonista o temática, a veces a medio camino hacia la novela, entre otras innovaciones—; para Lavín, el cuento es un territorio bien plantado en la tradición, y los que forman parte de A qué volver serán un referente dentro de ésta.
Imagen de portada: Fotografía de Svitlana Unuchko.