Los humanos somos contradictorios cuando observamos la naturaleza. Quedamos embelesados ante imágenes de extrañas formas de vida marina, de insondables selvas de verde imposible, de ríos, de lagos helados, de macro y micro fauna, preciosa en su diversidad. Momentáneamente creamos conciencia y nos enojamos y levantamos una débil voz ante las atrocidades que amenazan con la desaparición de ese idílico mundo que tantas veces vemos sólo en calendarios, videos o fondos de pantalla. Sin embargo, a pesar de nuestro origen y enternecimiento fugaz, cuánto esfuerzo, cuánto trabajo nos cuesta dar un paso fuera de la alfombra. Unas vacaciones ideales, hasta para los más ansiosos por conectarse con la naturaleza, implican, incluso por sobrevivencia, el uso de aditamentos, herramientas y diversos instrumentos producto de siglos de civilización. ¡Nos lo hemos ganado! Siglos de desarrollo tecnológico, desde el palo que nuestros pulgares opuestos nos permitieron blandir para defendernos, hasta lo último en refrigeradores con internet, instrumental médico y autos inteligentes, nos atan a un conglomerado humano bien establecido. Sí, los humanos encontramos que vivir en un lugar fijo, con las necesidades cubiertas, con la compañía de otros seres semejantes y complementarios en sus actividades, era más cómodo y seguro que deambular por el mundo persiguiendo la cena y el cobijo en una lucha perpetua contra los embates de la naturaleza. Somos entes sociales, ante todo, y las ciudades nos han proporcionado esa seguridad, o al menos un espejismo de ella. Un escaso 5 por ciento de la superficie total del planeta está cubierto por materiales urbanos. Pero esa pequeña fracción contiene a más de la mitad de la población del mundo, y en América Latina, al 80 por ciento. En esa superficie urbana se gestan las principales estrategias y las decisiones políticas y financieras que afectan al planeta entero. Allí mismo se producen los mayores bienes de consumo y se originan los servicios más valorados, como el suministro energético, el trazado hídrico y sanitario y se asienta el sistema educativo, entre otros. Suelen concentrarse también el arte y la cultura en sus más diversas expresiones. La ciudad es la muestra más emblemática de la civilización. Y nos encanta. Ha sido un potente y exitoso objeto de atracción desde sus primeras versiones hace miles de años, forjándose como un espacio de oportunidad y desarrollo. Desde la imposible Babilonia hasta la resurgida Lisboa. Desde la sagrada Teotihuacán hasta la bulliciosa Damasco. Vayamos hacia atrás en el tiempo e imaginemos el suelo natural, ya sea desnudo, de pastizal, rocoso, de bosque, lacustre o bien en superficies marinas, con presencia de flora y fauna adaptadas y en correspondencia con el resto de los elementos de la naturaleza (sí, sin romanticismos, padeciendo también los embates de esa naturaleza que puede desatar su furia). Merodeando ya, se encuentra un grupo de humanos hábiles, inteligentes, que migran de las cuevas de ocupación temporal hacia edificaciones rudimentarias pero propicias para la incipiente agricultura y cría de animales, generalmente cerca de algún cuerpo de agua. Es el comienzo de la pertinaz explotación de los recursos y de la inevitable modificación del ambiente. A lo largo de miles de años fueron extendiendo sus asentamientos a costa del uso del suelo: talaron bosques, rellenaron pantanos, entubaron ríos, levantaron edificaciones cada vez más sofisticadas y cómodas, organizaron las vías de comunicación para después revestirlas con materiales resistentes e ideales para los vehículos cada vez más modernos. Los drenajes de casas y edificios construidos con materiales como, cristales metal, realizaron sus descargas en los antiguos ríos o bien en canales construidos para tal fin y se eliminaron áreas verdes y en ocasiones se desarrollaron otras. Finalmente, el paisaje natural original desapareció para dar paso a uno creado artificialmente. Se ha establecido, con el paso del tiempo, una diferencia notable: la separación urbano-rural.
Por supuesto que hay de ciudades a ciudades; cada una producto de su historia, reflejo de su organización o bien de la carencia de planes de crecimiento. Las tenemos en países ricos y pobres, algunas ubicadas en la costa o, por el contrario, insertas muy adentro del continente; otras en la selva o el desierto, pero todas, sin excepción, modificando, unas más que otras, el ambiente original sobre el que se encuentran asentadas. Como ejemplo insuperable, y cercano, tenemos a la Zona Metropolitana de la Ciudad de México que, dadas las acciones extremas para dominar un suelo inapropiado para sostener una metrópoli, desde sus inicios prehispánicos hasta la inmigración masiva de hace unas décadas, se ha convertido en un gran laboratorio de infinitas posibilidades. Cabe, entonces, hacernos la siguiente pregunta: ¿qué precio pagan las ciudades por modificar el ambiente original? Uno de los muchos costos es la alterada interacción de ese suelo urbanizado con la atmósfera, por lo que resulta necesario comprender esa nueva dinámica. El número de estudios acerca de la atmósfera urbana ha crecido sustancialmente desde que la población mundial se aglomeró, cada vez más, en las ciudades. A partir de éstos se conoce la influencia de la superficie en el comportamiento del perfil vertical de la atmósfera a diferentes escalas, según las características de la urbe. Los efectos de esta interacción pueden ser negativos y debemos tener la capacidad de reducirlos, paliarlos o, en el mejor de los casos, evitarlos. La atmósfera que se posa sobre la superficie terrestre responde a las características del suelo e incide sobre ella estableciéndose una dinámica cuyo motor es, en realidad, un agente extraterrestre. No hay que asustarse, sólo se trata de la radiación solar. Y es así, a grandes rasgos, como funciona este motor: la radiación solar llega a la superficie terrestre (sólida o líquida) y la calienta. Ésta, a su vez, emite radiación que calienta el aire posado sobre ella. Entonces, según las características físicas que tenga esa superficie y de su temperatura, será el comportamiento de la atmósfera, en una influencia que puede llegar hasta unos diez kilómetros de altura, aunque prácticamente afecta solamente a una capa mucho más delgada. Desde luego, este comportamiento será muy particular si la superficie es urbana. Cuando la radiación solar incide sobre un suelo rugoso, impermeable, de colores oscuros, y con pocas áreas vegetadas, el resultado es un mayor calentamiento del aire. Grandes estudiosos, como Timothy Oke, han explicado que, en un medio urbano, los materiales con que está construida la ciudad se calientan durante el día de forma progresiva y con mayor lentitud en comparación con los suelos rurales desnudos y con vegetación. De forma simétrica, durante la noche, los materiales urbanos liberan más lentamente el calor y así conservan durante más tiempo la temperatura alcanzada a lo largo del día. Como efecto complementario, las calles y los edificios, con la morfología de un cañón, dificultan la disipación del calor y restringen el movimiento del aire en la superficie. En cambio, si la superficie es de suelo con vegetación, el resultado es una mayor evaporación debido a la humedad que existe en las plantas y la sombra que produce el follaje, lo que significa una temperatura que tenderá a ser más baja y con una mayor tasa de enfriamiento. Es decir, la diferencia entre el ambiente urbano y el rural tiene como principio básico la capacidad de evaporar agua y, como resultado, una diferencia térmica importante: una atmósfera cálida en la ciudad y un ambiente más fresco en el campo. Esa capa de aire tibio, producto de la urbanización, es la isla de calor (IC). Este fenómeno, por supuesto, tiene variaciones espaciales y temporales. La diferencia térmica entre el centro de la urbe, donde generalmente hay una mayor concentración de área construida respecto a la periferia o la zona rural, es más acentuada durante la noche y el amanecer, con cielos despejados y en ausencia de lluvia. La configuración misma de la ciudad, con una superficie heterogénea de espacios combinados, como si se tratara de parches apenas divididos por calles y avenidas, participa en la formación de microclimas que producirán no sólo una isla, sino una distribución de puntos cálidos, un “archipiélago de calor”. La IC es el fenómeno térmico más estudiado por los climatólogos urbanos. Su existencia era conocida aun antes del desarrollo de las ciudades modernas que ahora conocemos. A principios del siglo XIX, el inglés Luke Howard, farmacéutico de formación pero estudioso y apasionado del clima y la meteorología, detectó en sus observaciones (haciendo uso de termómetros) que la ciudad de Londres “contaminaba” los registros de temperatura y, por lo tanto, las condiciones normales del clima que debería prevalecer originalmente. Comentó su hallazgo adjudicando un “calentamiento artificial inducido por su estructura, por la multitud que la habita y el consumo de grandes cantidades de combustible”, calentamiento que encontró disminuido en las zonas periféricas de la ciudad. Sin saberlo, Howard sentaba las bases de la climatología urbana al describir la isla de calor, analizando detallados registros, los cuales publicaba en volúmenes compuestos por tablas muy precisas, describiendo la climatología de una ciudad que crecía aceleradamente a causa de la incipiente Revolución Industrial. Pero, ¿es este calentamiento, de carácter local, un fenómeno digno de atención? ¿Es la isla de calor un peligro para los habitantes de las ciudades? Si le preguntáramos a un poblador de alguna ciudad con un acusado régimen invernal, posiblemente diría que no. ¿Quién puede quejarse de tener una ciudad más cálida en plena temporada fría? Pero, ¿qué pasa si se lo preguntáramos a los habitantes de Buenos Aires, en el caluroso verano austral? Agregar más calor al que su clima ya originalmente les hace padecer no sólo les produciría mayor incomodidad, sino que podría poner a su población en peligro por el recrudecimiento de enfermedades, el debilitamiento en la salud de sectores vulnerables como niños y adultos mayores, la pérdida de condiciones favorables para desempeñar actividades cotidianas o bien el gozar de un descanso de calidad. Obligaría, por tanto, a las autoridades a ofrecer un mejor suministro de agua y servicios sanitarios. Deberían enfrentar también una demanda cada vez mayor de energía eléctrica, la cual debería satisfacer las necesidades de enfriamiento dentro de las edificaciones. Cada ciudad del planeta tiene una necesidad diferente, cada una con mayores o menores demandas según sean su ubicación, población, estructura y costumbres.
Con entera formalidad, investigadores en todo el mundo estudian la IC utilizando herramientas tecnológicas avanzadas, para determinar sus tipos y escalas, y se esmeran en realizar cálculos del potencial de mitigación que producen tanto las áreas verdes —en una clara relación temperatura-vegetación— como los cuerpos de agua. El interés, que pudiera ser meramente científico, responde en la actualidad a necesidades que pueden calificarse de urgentes. La humanidad no puede esperar tranquilamente a postergar las soluciones mientras medita si tomar cartas en el asunto o dejarlo a las generaciones futuras. La IC, como un solitario fenómeno atmosférico, dejó de ser una curiosidad ambiental para convertirse en una contribución extra al cambio climático global (CCG), el fenómeno mundial cuyas consecuencias ya estamos experimentando. En este contexto de actuación conjunta, la propia IC se constituye, entonces sí, en un peligro. Sin embargo, algunos investigadores opinan que este efecto CCG-IC resultará en una demanda mayor de calefacción en los inviernos de latitudes medias y altas, considerando las estadísticas que apuntan a que muere más gente producto del frío que del calor. Hasta ahora. En algunas ciudades, las autoridades ya han tomado conciencia de que para el año 2030, dos terceras partes de la población en el mundo serán urbanas. Proyectan cambios reconstruyendo ambientes favorables, identificando sus principales debilidades, tanto físicas como sociales, procurando la elaboración de programas en atención a la población vulnerable. Es decir, apuestan por una adaptación. Algunos ejemplos los encontramos en ciudades como Nueva York, con planes de millones de dólares para enfrentar las altas temperaturas y el aumento del nivel del mar, o Curitiba, en el estado brasileño de Paraná, muy cerca del trópico, que ha logrado un mejoramiento con la integración de áreas verdes y el desarrollo de un transporte público eficiente. Otro ejemplo es la ciudad de Chicago, la cual ha repavimentado sus calles con materiales permeables, las ha arborizado y además ha otorgado incentivos en la reducción de impuestos para quienes opten por tecnologías más amigables con el ambiente. Por otra parte, la mayoría de la población habitará gigantescas ciudades en los países menos desarrollados, que enfocan sus recursos en acciones de rescate ante urgencias climáticas o geológicas, más que en la prevención de desastres, en el mejor de los casos. Son reactivas y no proactivas. Por desgracia, muchos de estos países carecen de la capacidad para destinar recursos a problemas ambientales. Todos experimentamos el placer de caminar bajo la sombra a lo largo de una calle arbolada en un día soleado, así como nos agobia ver únicamente infinitas planchas de concreto, carteles espectaculares y, ocasionalmente, algún solitario árbol. Pero no es sólo eso. Limitar los efectos del cambio climático global exige a los habitantes y gobernantes de las grandes ciudades velar primero por la reducción de las islas de calor.
Imagen de portada: Dustin Phillips, 2008.