Se llama Calle Stretta y está situada en el sestiere (barrio) de San Polo. Si la tomas desde el Campiello Albrizzi, saldrás bajo los arcos del Sottoportico della Furatela. Es un sitio que suele ser acaparado por los turistas más curiosos porque parece ostentar el récord entre las calli más estrechas de Venecia. En el punto en el que las paredes se acercan más, mide solamente 63 centímetros de extremo a extremo. Es casi instintivo, para quien la recorre, girar las espaldas y caminar ligeramente de costado para que el abrigo negro no roce las paredes de ladrillo y reciba una mordida de escombros blancos. O mejor, una caricia de la ciudad. En estos 63 centímetros se esconde el significado del carnaval de Venecia. Es imposible escapar: Venecia puede convertirse en una jaula dorada, espléndida, pero claustrofóbica. La densidad urbana de esta ciudad-isla ha traído consigo un peculiar sentido de la identidad individual, profundamente ligada a la dimensión pública. En Venecia hay que hacer el amor susurrando para no despertar al vecindario. En el camino de casa al trabajo, ya sea a pie o en barco, uno siempre se topa con alguien a quien saludar: el panadero, el recolector de basura que, mientras te regaña por haberte equivocado en el reciclaje, te llama cariñosamente more.1 El quiosquero, incluso el empleado del vaporetto tienen una cara familiar. Puede que no se sepan los nombres, pero los locales siempre se saludan con un guiño de inexplicable complicidad. Obviamente, esta constelación de miradas pasa desapercibida para el turista, ocupadísimo en capturar recuerdos y procesar una deslumbrante concentración de belleza. Para él todo es nuevo, pero para los que viven aquí, todo en Venecia es íntimo, envolvente, casi hogareño.
Es por eso que en Venecia, en este mundo circunscrito por el agua, la necesidad de huir se hace más fuerte que en ningún otro lugar y, al menos, semel in anno licet insanire, “una vez al año está permitido enloquecer”. El carnaval ofrece entonces al veneciano una preciosa oportunidad para salir de sí mismo, para escapar del cerco de la reputación pública abandonando, por un momento aunque sea, su propia personalidad.
A los orígenes de una tradición interrumpida
La institución del carnaval surgió de la necesidad de las oligarquías venecianas por salvaguardar la serenidad de la Serenissima:2 como válvula de escape social, se concedía anualmente a la población un periodo de diversión y fiesta desenfrenados, autorizando incluso la burla pública de la autoridad y la aristocracia. El carácter excepcional de este acontecimiento actuaba como una paradójica confirmación del orden de las cosas: la transgresión solo se permitía durante el breve periodo del carnaval, tras el cual había que restablecer la norma con renovado rigor. Malabaristas, acróbatas y vendedores ambulantes se agolpaban en las calli, mientras que las extravagantes actuaciones y los espectáculos improvisados que se representaban a lo largo de la Riva degli Schiavoni y en la Piazza San Marcos entretenían a los venecianos y a todos los extranjeros que acudían a la laguna para disfrutar de este momento de suspensión en el que todo parecía posible. Así, durante el siglo XVIII, Venecia alcanzó su máximo esplendor y su fama seductora la convirtió en el destino favorito del Grand Tour europeo. Si se deseara rastrear los antecedentes históricos del carnaval, habría que remontarse a la época clásica, entrelazando los ritos saturnales de la antigua Roma con los cultos dionisiacos griegos. Ambos fueron ejemplos de una subversión deliberada del orden social, en la que tanto ciudadanos libres como esclavos salían a la calle para celebrar entre danzas y disfraces. De esta manera se satisfacían las aspiraciones de la plebe, se le daba panem et circenses (literalmente, “pan y circo”) para alejar las quejas y los posibles movimientos subversivos. Así, la concesión festiva funcionaba como estrategia política demagógica. A ello se añade luego la connotación religiosa del calendario católico: no es casualidad que el primer documento oficial que reconoce el carnaval de Venecia como fiesta pública sea un edicto de 1269 en el que el Senado de la República declara festivo el día anterior a la Cuaresma. De este modo, antes de que comiencen los cuarenta días de abstinencia, oración y penitencia con los cuales los fieles se purifican a la espera de la Pascua, se les concedía un atracón de goliarda. Testigo de esta tradición es la esperada fritola,3 el típico buñuelo de carnaval. Fugaces al igual que la fiesta, estos asteroides de azúcar desaparecen de los escaparates de las pastelerías puntualmente el Miércoles de Ceniza, día en el que, según el rito romano, se precisa carnem levare (del latín, “eliminar la carne”), es decir, suspender el banquete para dedicarse al ayuno cuaresmal —de ahí podría derivar la etimología de la palabra carnaval—.
El último carnaval del siglo XVIII se celebró en 1797. Tras la invasión de Napoleón, además de las innumerables obras de arte, la ciudad se vio privada también de su espíritu carnavalesco. En efecto, con la caída de la República de Venecia, o sea, durante la ocupación francoaustriaca (1797-1814), se prohibieron los excesos y extravagancias por su carácter potencialmente subversivo hacia el nuevo régimen político. La tolerancia carnavalesca fue revocada por temor de que pudiera alimentar conspiraciones. Sin embargo, el recuerdo de estas fiestas no se extinguió: el arte lo mantuvo vivo. Los colores saturados y alegres de la época del carnaval permanecen en la memoria pictórica de las obras que se pueden admirar en Ca’ Rezzonico, el museo de la Venecia del siglo XVIII. Algunos testimonios son los grotescos pulcinella retratados por Giandomenico Tiepolo4 mientras se columpian en el aire o intentan manosear a una mujer, así como los nobles venecianos que derrochan su riqueza en el juego y la prostitución, abandonándose a la diversión más despreocupada en Il ridotto de Ca, del pintor Francesco Guardi.5 Estos son escorzos de una Venecia festiva retratada como a través de una lupa que captura sus pequeños vicios y placeres dentro de los límites de una ciudad que pasa del mito a la ordinariez humana. Una de las escenas más curiosas es, sin duda, la de la rinoceronte Clara: una pobre bestia traída de gira por Europa en 1751 y retratada por Pietro Longhi,6 mientras un grupo de máscaras curiosas la rodea satisfaciendo un inconfesable hambre de exotismo. A través de estos vislumbres pictóricos se pudo reconstruir la tradición del carnaval de Venecia cuando, en 1979, la municipalidad, junto con el teatro la Fenice y la Bienal, prepararon un rico programa de fiestas y eventos que resucitó una tradición olvidada durante casi dos siglos.7 Así nació el carnaval en su versión moderna.
Bajo la máscara
La delimitación y el respeto al tiempo del carnaval es el requisito fundamental que garantiza su desenfreno. La duración de las celebraciones ha variado a lo largo del tiempo, pero siempre ha estado bien definida. En sus inicios en el siglo XVIII, el carnaval duraba seis semanas, inaugurándose el 26 de diciembre. Posteriormente, las fiestas se limitaron a los once días que transcurren entre el Jueves de Carnaval y el comienzo de la Cuaresma, con el cual se cerraba el telón de las fiestas.8 Precisamente por este carácter perentorio, cuando se les permitía estar en el escenario, los venecianos aprovechaban para interpretar los papeles más excéntricos y estrafalarios. La metáfora teatral es más que apropiada, ya que el carnaval efectivamente transformaba la ciudad en un enorme escenario donde actores y espectadores se fundían en un único e inmenso desfile de figuras y colores. De hecho, la “licencia carnavalesca” podía contar con un aliado fundamental: el anonimato garantizado por el disfraz. La máscara se convirtió así en la esencia indispensable del ritual carnavalesco. Es gracias a ella que el veneciano puede dejar su identidad en casa y experimentar una nueva vida, desilusionarse, reinventarse, empezar de cero; escapar de ese “yo” en el que las circunstancias de la vida lo han encasillado, más o menos conscientemente, para sentirse por fin libre de prejuicios y murmuraciones. Protegidas por el disfraz, hasta las personalidades más serias pueden descarriarse y dejarse llevar despreocupadamente. A través de los agujeros de la máscara se revela un mundo embriagador que no ofrece resistencia a los impulsos más secretos. La máscara estimula los sentidos, aumenta el placer del juego, de la incomprensión, de la seducción más descarada. Todo es posible mientras la fisonomía inescrutable de papel maché oculta nuestras debilidades y nuestro pudor. En este paréntesis temporal Venecia se convertía en un mundus inversus en el cual, bajo la capa, podían ocultarse tanto el amo como el sirviente: el anonimato borraba en efecto todas las diferencias sociales, dando lugar a una nivelación de clases donde se tejían relaciones que, de otro modo, habrían estado prohibidas. Se establecía así un nuevo paradigma en el que el carisma sustituía al estatus y al título. Para estas ocasiones, el disfraz favorito era sin duda el de la bauta, la máscara generalmente blanca que se combinaba con una capa y un tricornio, ambos negros. La peculiaridad de la bauta era la deformación del labio superior, alargado y saliente para distorsionar la voz del portador, permitiéndole además beber y comer sin tener que desenmascararse, manteniendo así el total anonimato hasta el regreso a casa.
El espíritu del carnaval, sin embargo, no se agota en una fiesta superficial y febril, y es precisamente la máscara la que revela la melancolía que se esconde tras la apariencia frívola de la celebración. Justo mientras la persona elige al personaje que quiere interpretar, mientras escoge el disfraz que más la intriga, de pronto se encuentra cara a cara con su rostro entristecido. También aquí el arte puede venir en nuestra ayuda: esta vez me refiero a otro cuadro de Pietro Longhi titulado La dama nello studio del pittore.9 El artista se representa a sí mismo mientras retrata a una dama en su estudio: una orgullosa afirmación de la identidad carnavalesca de la mujer, que se replica dos veces en el cuadro. Con este disfraz suntuoso la señora elige ser inmortalizada. Junto a ella, su caballero parece advertir la velada tristeza que envuelve el momento. Él también va vestido de carnaval, pero lleva la bauta de lado, lo que nos permite ver su rostro desanimado, su mirada perdida que, poco después, una vez que los dos hayan abandonado el estudio del pintor, volverá a quedar oculta, desapareciendo en la pompa fogosa de la fiesta. El frenesí con el que el veneciano finge ser otra persona esconde la insatisfacción de un existir sofocado por la inercia, el deseo soterrado de evadir ese papel asfixiante que todos conocen, hecho de buenas maneras y saludos cordiales. La alegría del carnaval se convierte así en una respuesta lúdica a la melancolía de quienes se dan cuenta de que son una máscara no solo durante los once días de la fiesta y encuentran en el anonimato la solución desolada para olvidarse de sí mismos, escondiéndose bajo un disfraz cobarde, pero vivo y quizás más auténtico. En palabras de Luigi Pirandello, “al disfrazarnos nos desenmascaramos”. Al igual que los personajes de Pirandello, la máscara de carnaval representa la ruptura del “yo” que, de repente, toma conciencia de la distinción entre el ser y el parecer, entre la vida y la forma. Cuando se viste para la fiesta, el veneciano vive la misma experiencia trágica que la marioneta de Orestes que, mientras está en el acto de cometer el matricidio, levanta los ojos y nota con desconcierto el desgarro del cielo de papel que le servía de escenografía, es decir, descubre el sistema de ficciones en el que está viviendo.10 Eso es el vértigo de la persona que se descubre personaje. El espíritu carnavalesco encuentra entonces su perfecta definición en el concepto del humorismo pirandelliano, un sentimiento cuyas raíces se alimentan tanto de la alegría como del sufrimiento. Según el gran escritor siciliano, el humorismo sería la sensación de alguien que, de repente, quizás mientras se disfraza, se ve a sí mismo desde fuera y se ríe, pero se ríe amargamente. Esta es la epifanía agridulce que se esconde tras la sonrisa congelada de la máscara con la que el veneciano, una vez al año, se concede un descanso de su propia identidad.
Imagen de portada: Francesco Guardi, Il ridotto, 1746. Ca’ Rezzonico, Museo del Settecento Veneziano
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En dialecto veneciano, “cariño” (abreviación de amore). ↩
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Así se empezó a llamar la República de Venecia a partir del siglo XVII. ↩
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En dialecto veneciano, equivalente al italiano “frittella”. ↩
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L’altalena dei Pulcinella y Pulcinella innamorato, Giandomenico Tiepolo (1793), Ca’ Rezzonico, Museo del Settecento Veneziano. ↩
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Il ridotto, Francesco Guardi (1746), Ca’ Rezzonico, Museo del Settecento Veneziano. ↩
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Il rinoceronte, Pietro Longhi (1751), Ca’ Rezzonico, Museo del Settecento Veneziano. ↩
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Para las referencias iconográficas se agradece la valiosa colaboración de Emanuele Castoldi, historiador del arte licenciado por la Universidad Ca’ Foscari de Venecia. ↩
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Las fechas cambian anualmente, ya que dependen del día en que cae la Pascua según el calendario católico. ↩
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La dama nello studio del pittore, Pietro Longhi (1741-1744), Ca’ Rezzonico, Museo del Settecento Veneziano. ↩
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El desgarro en el cielo de papel (en italiano lo strappo nel cielo di carta), es un célebre episodio tomado de Il fu Mattia Pascal, capítulos XII y XIII (Pirandello, 1904). ↩