Al leer cualquier noticia sobre la región del Darién siempre se cae en los mismos tópicos: la frontera entre Panamá y Colombia es el único lugar entre Alaska y Ushuaia donde la carretera Panamericana se interrumpe por un bosque tropical donde se pueden encontrar siete de las diez serpientes más venenosas del planeta, un calor de muerte, árboles gigantes, mosquitos grandes como arañas y arañas grandes como monos, monos aulladores y jaguares noctámbulos; un lugar sin ley ni gobierno donde los traficantes se sienten en casa: drogas, armas, maderas preciosas, tráfico de personas, minería ilegal; en pocas palabras, una selva traicionera y maldita. Como si se tratara de un Lejano Oeste en el siglo XXI o una Siberia tropical, la idea del Darién salvaje ha crecido desde tiempos inmemoriales.
La construcción de este mito negro sobre el Darién comenzó con el explorador y conquistador Vasco Núñez de Balboa, que lo atravesó hasta llegar al mar del Sur, actualmente llamado océano Pacífico. Los españoles nunca pudieron dominarlo del todo. Los escoceses, por su parte, pretendieron establecer una colonia comercial a finales del siglo XVII, pero la iniciativa acabó en sufrimiento y muerte. Más tarde, en el siglo XIX, unos holandeses intentaron un proyecto minero, pero fueron devorados por la selva. En los años sesenta, Estados Unidos estuvo a punto de partirlo en dos con energía nuclear con la idea de construir un segundo Canal de Panamá que al poco tiempo abandonaron ante las dificultades que ofrecía el territorio.
Esta imagen del Darién se actualizó y se volvió viral en los últimos años debido a las historias de los migrantes que, con todos los caminos cerrados, no encuentran más opción que animarse a atravesar la selva como parte de su largo andar hacia Estados Unidos. Solo en 2022 cruzaron más de 250 mil personas. Periodistas de todos lados llegan a esta pequeña Amazonía a contar siempre lo mismo: lo terrible que es pasar por aquí.
La primera vez que visité el Darién fue en 2003. Tenía 27 años y acababa de mudarme a Panamá desde Argentina. Preparé el viaje como si fuese a la guerra. Carpas anticulebras, botiquín completo, hamacas herméticas. Al final, no pude pasar el control policial a la entrada de la provincia. No lo sabía, pero para entrar al Darién se necesita un permiso especial si eres extranjero.
La segunda vez, en 2005, fue por casualidad: llegué a mi trabajo en el diario La Prensa, en la Ciudad de Panamá, y el vicedirector me dijo:
—Guido, te alquilé un helicóptero, desbordaron los ríos y Yaviza está bajo el agua. Vete de una vez.
A los cuarenta minutos volaba dentro de una pequeña cápsula de vidrio sacudida por el viento y la lluvia que no se detenían. Una semana de tormentas imposibles había hecho crecer los ríos de tal manera que algunos cauces se juntaron y pueblos enteros quedaron inundados. Desde el aire se veía un espejo de agua marrón, salpicado por árboles aquí y allá. Encontramos un claro para aterrizar. Bajé de la aeronave y vomité. Estaba en eso cuando una señora comenzó a gritarme:
—¡Ven para aquí, que está lleno de veinticuatros!
Me acerqué al pequeño toldo donde estaba la mujer, un poco pálido y tambaleante, sin saber de qué me hablaba.
—Son culebras, las llamamos “veinticuatros” porque si te pican, te matan en 24 horas.1 Toma un poco de agua, te veo mal.
Hicimos entrevistas y fotos; a la hora, el piloto me dijo que debíamos regresar de inmediato porque el tiempo se estaba poniendo chungo.
Durante mi estancia me sorprendió que la gente contara las tragedias entre risas. Desde aquella ciudad, ubicada en la provincia de Darién, se narraba algo parecido al fin del mundo. Sabían que habría hambruna, que la luz no volvería en mucho tiempo, que las cosechas del año estaban arruinadas sin remedio. Sin embargo, no perdían ni la calma ni la alegría. El mito negro no habla de la gente que vive allí.
El Darién regresó a mí algunos años después, una mañana de 2008.
—¿Leíste esto? —me preguntó Cris, mi esposa, que tiene costumbres aristocráticas como leer el discurso de aceptación de un premio Nobel de Literatura (ese año el ganador fue el francés Jean-Marie Gustave Le Clézio) mientras se prepara un café a las ocho de la mañana.
—Escucha —dijo, y empezó a leer las palabras de Le Clézio:
Esto fue hace casi treinta años, en la región de Centroamérica conocida como El Tapón del Darién. […] Aterricé allí por casualidad, y quedé tan fascinado por esta gente [los emberá y los wounaans] que permanecí durante varios periodos a lo largo de tres años. […] Como todos los bosques verdaderos, este era particularmente hostil. […] Debo decir que los emberá fueron muy pacientes conmigo. Estaban muy divertidos con mi rareza, y creo que hasta cierto punto yo estaba dispuesto a pagarles con entretenimiento lo que ellos me compartían en sabiduría.2
—¿Y qué es? —la interrumpí— ¿Un francés payaseando en la selva?
—Ten paciencia, escucha.
Le Clézio entonces se internaba en un análisis de las costumbres indígenas, explicando cómo el arte no tiene sentido en el bosque, que se lo engulle todo. Observaba que los pueblos del Darién no tienen ninguna palabra para lo que Occidente llama “arte”, ni pintan lienzos ni venden cuadros, sino algo mucho mejor: el arte es la vida misma. Se pintan los cuerpos, elaboran canastas, herramientas de trabajo; conciben la belleza como algo concreto. Le Clézio confesaba lo que pocas veces un europeo se atreve. Como en un arrebato decolonial, había ahí un Nobel de Literatura que se rendía ante la potencia narrativa de los cuentacuentos. Presentaba a Elvira, una mujer emberá que era conocida a lo largo de todo el bosque por sus habilidades para narrar. “Rápidamente me di cuenta de que ella era una gran artista, en el mejor sentido del término”. Hablaba del timbre de su voz, del ritmo de sus manos golpeando contra su pecho, contra su collar de monedas plateadas y, encima de todo, una suerte de trance rítmico que ejercía poder en aquellos que lo presenciaban, sobre todo en él mismo.
Ella era poesía en acción, teatro antiguo, y la más contemporánea de todas las novelas al mismo tiempo. Como si en su canción cargara el auténtico poder de la naturaleza, y esto era seguramente la más grande paradoja: que este lugar aislado, este bosque, tan lejos como podía imaginarlo de la sofisticación de la literatura, era el sitio donde el arte había encontrado su más fuerte, su más auténtica expresión.
—Y presta atención a esto —me dijo Cris, al borde de las lágrimas—: “Es a ella, a Elvira, a quién dedico el premio que la Academia me ofrece”.
Nos miramos y quedamos en silencio. Dijimos casi al unísono:
—Hay que encontrarla.
Pero resultó que nacieron nuestras hijas y la vida nos fue llevando en otra dirección. Sin embargo, la idea de buscar a Elvira nunca nos abandonó. En 2012 viajé un fin de semana con mi hija Leire, de 3 años, a Piriati, una comunidad emberá en la entrada del Darién, sobre la carretera, para preguntar sobre Elvira. Nadie sabía nada. Recibieron a mi hija como si fuera familia. Raquel Cunampio y sus hermanas la vistieron con una Paruma —la falda tradicional— y luego la pintaron. Leire estaba encantada. Algo de la infancia permanece latiendo aquí y nos permite a nosotros, tan fríos y modernos, recuperarla. Mientras las miraba rayar un fruto, hervirlo, conseguir la tinta y luego pintar a mi hija, recordé las palabras de Le Clézio: “el sitio donde el arte había encontrado su más fuerte, su más auténtica expresión”.
No fue sino hasta 2016 que logré regresar al Darién. El auge del consumo de maderas preciosas en la industria de los muebles de lujo de China había empujado la deforestación a niveles nunca vistos. El cocobolo, una especie local de caoba, apareció en el tercer puesto de un ranking sobre calidad de madera que publicó el gobierno chino y las topadoras no tardaron en llegar en tropel a la región. Las comunidades indígenas estaban en pie de lucha frente al avance de los madereros ilegales que arrasaban el territorio con la complicidad —o desidia— de los gobiernos panameños. Logré conseguir financiación del Pulitzer Center para realizar una investigación sobre la resistencia indígena al avance extractivista.
Secretamente, quería encontrar a Elvira.
Llegamos a Puerto Lara, una comunidad wounaan en la entrada del Darién. Allí las autoridades comunitarias, con el apoyo de Futuro Nativo,3 desarrollaban un novedoso programa de observación de aves, capacitando a la comunidad en su monitoreo; una forma de medir la salud del bosque. El viaje programado era largo: visitaríamos más de ocho comunidades.
No había pasado un día y el Darién volvió a mostrar sus garras. O simplemente fue mi torpeza. Lo cierto es que, jugando con unos niños en una casa mientras esperábamos el desayuno, hice una pirueta extraña buscando sus risas y resultó que conseguí sus carcajadas: una de las tablas del suelo de la casa elevada cedió y, como en los dibujos animados, una de mis piernas cayó en el agujero hasta que mi rodilla quedó trabada entre las maderas rotas. No me rompí nada, pero ya no podía caminar. Mientras el resto del equipo siguió el viaje como estaba previsto, yo permanecí postrado en Puerto Lara al cuidado de los avistadores de aves. Era la tercera vez que el Darién me rechazaba.
Fue una semana larga. Una señora, la partera, cada tres horas me colocaba hojas calientes de consuelda,4 a la que los wounaan llaman “solda con solda”.
—Si el hueso se rompe —explicaba riendo—, la planta lo solda.
Busqué al hombre más anciano de la comunidad para preguntarle por Elvira. No sabía nada. Pero Palo Liso, así se llamaba, me contó otra historia, la del kokorrdit: una pequeña ave que en la mitología wounaan fue la encargada de enseñarle la danza a los seres humanos. Me lo dijo así:
Cuando el primer hombre llegó a la tierra, se encontró con el kokorrdit y con un ñeque.5 Mientras el kokorrdit bailaba y cantaba, el ñeque imitaba su canto con una flauta. El hombre empezó a imitar sus movimientos. El kokorrdit nos dio la danza y el ñeque la música. Y todos fueron una gran familia.
Las danzas tradicionales wounaan imitan a distintos animales y los niños las aprenden a través de la observación. Es una comunión entre el hombre y la naturaleza que se remonta a miles de años. Se danza para celebrar, para curar, como ritual y también como fiesta. Pero entonces llegó Jairo, el jefe de los avistadores, con sus largavistas colgando del cuello, y dijo:
—Lo que está sucediendo es que por la deforestación ya no vemos al kokorrdit. Y si los niños no los ven, no pueden aprender las danzas. Nuestra cultura está en peligro. Así que estamos organizado una expedición para ir a buscarlo a las montañas.
No dije nada, pero supe que allí había una película. Abandoné a Elvira y abracé al kokorrdit.
Volví al Darién al finalizar la pandemia. Tardamos cinco años, junto a Elio Barrigón y María Neyla Santamaría, en desarrollar el proyecto de un documental (El viaje del Kokorrdit) que se estrenará pronto y que realizamos en conjunto con el Congreso Wounaan. El día antes de viajar, entré en pánico. Un miedo profundo y antiguo se apoderó de mí. El recorrido que íbamos a hacer, atravesando el Darién de punta a punta hasta Colombia, nos llevaría un mes. Haríamos el camino inverso de los migrantes, no en busca del futuro, sino del pasado. Contaba con el apoyo de las comunidades indígenas y con su guía. Pero siempre me había ido muy mal en el Darién. ¿Por qué me empecinaba en volver?
La película sigue los pasos de Areo, un sabio wounaan junto a su sobrina Ayned, de 16 años, que vive en la ciudad y no quería viajar. Es lo que pasa en muchas comunidades: los jóvenes rechazan su cultura. No quieren hablar su lengua, ni practicar las danzas tradicionales. Como en todos lados, solo quieren el celular.
Fue un viaje difícil. El equipo técnico no aguantaba el calor ni las caminatas. Los lentes de las cámaras se empañaban con la humedad. A los pocos días, varios de los integrantes del crew sufrieron diarreas y vómitos. El dinero de la producción se evaporaba y no sabíamos si nos alcanzaría hasta el final. Arropado por la fiebre de sacar la película adelante, y respaldado por los avistadores de aves —que veían una importancia capital en contar esta historia—, avanzamos ciegamente.
Tenía frente a mí la bruma extraña de esas montañas imposibles, sus ríos, como arterias de un cuerpo ancestral. El Darién es un mundo aparte y apartado en el centro del mundo. Es una burbuja ajena al tiempo. El Darién es un purgatorio, es parto, contracción. El Darién es siempre frontera entre la realidad y la fantasía, entre el mundo antiguo y la modernidad, entre la comunidad y el individualismo. Es el paso ínfimo entre la vida que queremos dejar atrás y el paraíso que nunca encontraremos. Finalmente, el Darién me había permitido acceder a su magia negra. Fue una aventura herzogiana sin el talento de Herzog. Nuestro pequeño viaje al corazón de las tinieblas.
A pesar de todos los contratiempos, logramos registrar la realidad del territorio, tan lejana hoy a las palabras de Le Clézio. En temporada seca hay topadoras ilegales por todos lados, talando árboles, abriendo caminos para sacar la producción. Ya casi no quedan cocobolos. Muchos de los traslados que pensábamos hacer por agua, finalmente, se hicieron por tierra. El tapón del Darién está abierto, de hecho solo falta hacer puentes sobre los ríos.
Atravesamos bosques destruidos, convertidos en pastizales con ganado. Encontramos inmensas plantaciones de palma aceitera —la justicia ordenó cerrar una de ellas, pero estaba en plena producción—. Llegamos a Aruza, una comunidad wounaan rodeada por proyectos extractivistas, que lucha por la legalización de las tierras colectivas que el gobierno les niega. Vimos los mapas satelitales de cobertura boscosa y entendimos por qué la legalización de las tierras colectivas es la mejor herramienta para la conservación ambiental: donde terminan las comarcas indígenas solo hay destrucción.
Cruzamos decenas de migrantes. Una noche, en otra comunidad, luego de algunas botellas de ron, un joven indígena me dijo:
—Siempre vivimos del bosque. Antes el bosque nos daba frutos. Ahora nos da migrantes —y estalló en carcajadas.
Luego dijo que él los ayudaba a cruzar un inmenso río cerca de una zona que se conoce como “la bajada de la muerte”: una inmensa ladera de barro que funciona como un tobogán, donde es imposible hacer pie. Quizá por la borrachera, nos confesó muerto de risa que le cobraba 20 dólares a cada persona y que eran tantos los que llegaban que una vez llenó su bote de más y se hundió.
Areo, el protagonista de la película, que no bebe, escuchaba espantado. Al otro día, mientras veíamos pasar lanchas de migrantes custodiados por la policía, le dijo a su sobrina algo que los camarógrafos no llegaron a registrar:
—Míralos bien: esto les pasa porque perdieron su lugar en el mundo. Si todo sigue así, nos puede pasar lo mismo. Un indígena sin tierra es un indígena muerto. Por eso es importante encontrar al kokorrdit.
Los wounaan vuelan por los mismos senderos por los que nosotros nos arrastramos. Contra viento y marea, logramos terminar el rodaje.
Volví a casa, al calor de mi familia, pensando en silencio: “sobreviví”. Pero con el Darién nada nunca es tan sencillo. A los pocos días, una fiebre demencial se apoderó de mí. Terminé internado una semana. Malaria. Tuve cinco recaídas a lo largo del año y recién ahora, después de tomar una bomba neutrónica llamada primaquina, parece que las recaídas terminaron y empiezo a recuperarme. Aún así, siento que el Darién sigue poblando mi sangre, enraizado en mis sueños. Puedo sentir su compañía. Espero algún día dar con Elvira para que me enseñe a comprender la selva que, desde entonces, vive dentro de mí.
Imagen de portada: Puerto Lara, región del Darién, 2019. ©Alexander Arosemena. Cortesía del autor
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El nombre científico de esta especie es Bothriechis schlegelii [N. de los E.]. ↩
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El discurso de Le Clézio, titulado “In the forest of paradoxes” y pronunciado el 7 de diciembre de 2008, se puede leer completo aquí [N. de los E.]. ↩
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Futuro Nativo es una organización sin fines de lucro que apoya a comunidades indígenas para que preserven y compartan sus tradiciones y prácticas culturales en países como Costa Rica, Brasil y Perú [N. de los E.]. ↩
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El nombre científico de esta planta es Symphytum officinale [N. de los E.]. ↩
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El ñeque o agutí centroamericano es una especie de roedor, cuyo nombre científico es Dasyprocta punctata [N. de los E.]. ↩