Vivir con plenitud es ser algo irrevocablemente. Goethe
Christiane Vulpius nació en 1765 y murió en 1816. De su biografía suele destacarse que fue la concubina y, más tarde, la esposa de Johann Wolfgang von Goethe, uno de los fundadores del Romanticismo alemán. Christiane, como tantas mujeres que habitan la sombra de los legados, fue una persona; sin ella la historia muda de los pueblos —acaso la más verdadera— no hubiera podido tejerse. Acostumbrados a las biografías célebres se nos olvida que la historia está constituida por la sencillez de la vida ordinaria, esa vida hermosa y marginada, dulce como la orilla del mar, brava como las olas, densa como lo son las más profundas herencias. La historia es, en realidad, un muro agrietado y silencioso, una imagen del tiempo derruido que existe a la luz de la gloria estridente de lo que decidimos preservar.
Christiane Vulpius creció en una familia humilde —su padre comenzó estudios en derecho que dejó truncos y su madre provenía de una familia de artesanos—. Seguramente ella fue un espíritu rebelde: era una mujer activa que luchó por sus intereses y los de los suyos; se entregó al amor y a la vida sin reserva alguna. Cuando era joven abogó por la suerte de su hermano, un poeta bohemio con una vida destartalada. Le pidió ayuda al propio Goethe, una figura importante en la corte de Weimar, donde no solo se le consideraba poeta y científico, sino fiel consejero; en suma, su voz tenía un lugar significativo en los círculos de poder de su tiempo. Goethe salvó al hermano de Christiane de la perfidia y del ostracismo en varias ocasiones. Algo debió conmoverle hondamente al poeta de aquella muchacha fuerte y decidida, casi un símbolo de la energía alemana de la época y al poco tiempo iniciaron un romance inesperado. Contrario a los pronósticos e impedimentos de orden social, permanecieron juntos dieciocho años antes de casarse, convirtiéndose en la comidilla de la alta sociedad de Weimar que no comprendía por qué el talentoso Goethe se había relacionado con una mujer tan “indigna”. Pero la pareja no cejó en el amor que germinaba a puerta cerrada; encontraron la manera de preservar su unión contra toda adversidad y, si bien Goethe tardó en comprometerse legalmente con Christiane, nunca la abandonó. Ella tampoco se dejó embaucar por los embustes y chismeríos, de los cuales debió estar enterada y cuyos desaires siempre la asediaron.
Es muy probable que durante la invasión de Napoleón a Weimar Goethe temiera perder a su amada cuando la osada mujer se atrincheró con temeridad en la casa del poeta e impidió que las tropas saquearan y usurparan su hogar. Tal vez en la incertidumbre que traen las invasiones y las guerras, la importancia de la vida y del amor entre los seres pone de manifiesto nuestra impericia para atender lo verdaderamente importante. Goethe se casó, entonces, con Christiane, como si aquello fuera un símbolo de su valentía. Ni con el casamiento la sociedad de Weimar aceptó a la “intrusa”; a lo más la consideraban la “secretaria” del golden boy destinado a iluminar la mente apagada de aquellos aristócratas decadentes e insulsos. Christiane era una especie de “mancha” en el brillante destino del genio sajón. ¿Qué comprometía a Goethe con ella? Nadie se lo explicaba. Las amigas del poeta codiciaban la felicidad secreta entre los amantes, apenas intuida por sus frígidos espíritus envidiosos.
Christiane había sido sirvienta cuando su padre perdió su trabajo como archivero en Weimar; dado que no había recibido instrucción, trabajaba limpiando casas de vez en cuando para contribuir con los gastos de su familia. Amó a Goethe con locura y admiración. Goethe se nutrió de su alegría, su frescura y su bondad. En su biografía The life of Goethe, George Henry Lewes valora la inteligencia de Christiane Vulpius, ya que, asegura, era una interlocutora certera del poeta, pues él compartió con ella sus hallazgos científicos y botánicos; rastros que el biógrafo encuentra en las Elegías romanas. La inteligencia de Christiane era una joya para Goethe, una especie de faro en un desierto de “buenas maneras” y altas cunas. Cándida y práctica, Christiane se dedicó a administrar la casa, a ayudar con el teatro que Goethe había montado como un negocio potencial en Bad Lauchstädt y, en suma, a acompañar los descansos y las prisiones de un “genio”.
El misterio de la vida es la poesía y la verdad. Goethe conocía este doble aspecto de la existencia y sabía que el pensamiento sobre la verdad se había afincado en él como herencia del Siglo de las Luces. Pero en el nuevo tiempo la verdad no destellaba sola, pues la acompañaba la poesía, el espacio para conocer el universo, según el ideario romántico. Poesía y verdad son los dos constitutivos de la existencia humana; también son los ejes que articulan una de las autobiografías más importantes del Romanticismo. Su libro Poesía y verdad está repleto de verdades a medias, pero verdades al fin; su río subterráneo es la muerte, acaso porque toda autobiografía es un testamento oculto y encriptado: la forma más radical de describir nuestro amor.
A Vulpius se le despreció en periódicos y revistas, con chismes malintencionados y burlas. Se le calificó de “ignorante”, vulgar y tonta. Nunca la incorporaron a los altos círculos en los que Goethe se desenvolvió durante su vida madura en Weimar. ¿Cómo habrá vivido ella aquel repudio?, ¿habrá sido cínica, despreocupada, indiferente?, ¿habrá pasado noches enteras deseando ser “mejor”, más instruida, haber nacido en otra condición social?, ¿habrá temido que Goethe la abandonara por sus carencias?, ¿se habrá sentido fea, insignificante, estúpida?
La vida amorosa de Goethe se constituyó por un ramillete de mujeres que atravesaron su existencia con su aura romántica —idílica, atormentada y paradójica: Maximiliane von La Roche, Charlotte Buff, la condesa Ana Amalia de Weimar, Charlotte von Stein y tantas otras—. El propio Goethe advirtió que “somos modelados por lo que amamos” como si nuestra identidad se constituyera por el trasfondo inevitable del amor. Para los románticos, debido a las ideas sobre el “genio creador” y la “inspiración”, condiciones sine qua non de la poiesis, el amor era una potencia estrechamente ligada a la creación poética. La amada era sinónimo de poesía y poseedora de la más profunda verdad. Si Goethe estaba acorralado por sus labores burocráticas en Weimar, el amor era su punto de fuga para contactar con la poesía y la verdad.
En “Pidiendo un Goethe desde dentro”, José Ortega y Gasset desmantela, en primer lugar, la idea de la biografía como una entidad fidedigna del tránsito del ser humano por este mundo. Las biografías, como sucede en el caso de Goethe, son monumentos, efigies equívocas, tiesuras de los ocultos y verdaderos espíritus de los seres humanos. El espíritu de Goethe se escondía en su vocación que es, para Ortega, la forma más certera y hermosa de realizarse. Solo quien se atreve a ser su proyecto de vida es libre y, por consiguiente, comprende a fondo el sentido del amor y de la poesía. Dice iluminadoramente Ortega:
[Propongo imaginar] una vida de Goethe sin Weimar —un Goethe bien hundido en la existencia de aquella Alemania toda en fermentación, toda savia inquieta y abiertos poros; un Goethe errabundo, a la intemperie, con la base material —económica y de contorno social— insegura, sin cajones bien ordenados, llenos de carpetas con grabados, sobre los que tal vez no se dice nunca nada interesante; es decir, lo contrario de un Goethe encerrado a los veinticinco años en el fanal esterilizado de Weimar y mágicamente disecado en Geheimrat. La vida es nuestra reacción a la inseguridad radical que constituye su sustancia. Por eso es sumamente grave para el hombre encontrarse rodeado de aparentes seguridades. La conciencia de la seguridad mata a la vida. En ello estriba la degeneración siempre repetida de las aristocracias. ¡Qué delicia para la humanidad hubiera sido un Goethe inseguro, apretado por el contorno, obligado a rezumar sus fabulosas potencialidades íntimas!1
Y he aquí mi hipótesis central: fueron esos puntos de fuga, tanto el viaje a Italia como el amorío profundo, cotidiano, pedestre, “fuera de la ley y las convenciones” con Christiane Vulpius, aquello que mantenía la esencia del primer Goethe: un Goethe desordenado, inseguro, fragmentario (como sus compañeros del Círculo de Jena). Aquel Goethe “inspirado”, “fresco”, todavía vivo y vital que pasa la vejez con una mujer inculta. Se dice que Christiane tenía un “espíritu ligero” y que se aventuró a cobijar a ese Goethe disecado por la corte de Weimar. Desde luego, al percibir esta libertad interior, el entorno se incomoda y descarga sus injurias contra la intrusa. Por ejemplo, Charlotte von Stein no soporta la alegría a puerta cerrada de los amantes y no solo por celos, sino porque intuye la felicidad secreta del poeta —de la que ella no forma parte—, el encuentro íntimo y egoísta del ser humano con su verdad; eso era el Romanticismo: una manera cósmica e íntima de ser.
La traza de Christiane Vulpius arroja datos significativos que despiertan la imaginación. Uno reza así: “la rica viuda Johanna Schopenhauer (madre del filósofo Arthur Schopenhauer) [le ofreció] una invitación oficial a tomar el té. Lo hizo con el comentario: “Si Goethe le da su nombre, supongo que le podemos dar una taza de té”; es fácil imaginar el gesto duro de la matrona y la decepción triste de Christiane. “Alegre, práctica, enérgica”, Christiane era ignorante —ignorante de escuela—, pero acaso sabía mucho más de la vida: del orden cotidiano de las cosas, de cómo sostener una casa, del cuidado familiar. Su risa debió inundar los muros tiesos y solemnes en los que Goethe se asfixiaba en soledad, tratando de convertirse en un Fausto afanado por descubrir los misterios de la naturaleza, los trasuntos de los colores, las ocultaciones poéticas del ritmo alemán (¡alejado finalmente de Alemania, porque estar entre aquellos aristócratas le impedía percibir el latido profundo y hondo de su nación y de su pueblo!).
El tiempo pasó para Vulpius entre las alegrías y los sinsabores del matrimonio: vivió con Goethe dieciocho años de forma oprobiosa (para la época). Hasta que ella cumplió cuarenta y uno Goethe aceptó casarse. De sus cinco hijos, solo sobrevivió uno, August. No sabemos cómo habrá vivido la maternidad, la pérdida de cuatro hijos y qué habrá percibido de la renuencia de Goethe a comprometerse con ella abiertamente durante tanto tiempo. Ayudó al gran autor en sus trabajos teatrales y murió padeciendo alcoholismo, ¿qué habría sido de ella si hubiera recibido instrucción, si se hubiera desarrollado como alguna de las pocas mujeres que, en el siglo XIX, destacaron en los ámbitos intelectuales? Christiane era única, valiente, fuerte; pero Goethe no se enamoró de la vana belleza, de la presunción o del dinero ni de las dotes o talentos de una persona: se enamoró de la vida en sí a través de su unión con Christiane; se enamoró de la raíz esencial que es el conocimiento de sí mismo a través de la amorosa mirada de otro. Gracias a Christiane, Goethe pudo respirar. Weimar no era un espacio de desarrollo, sino lo que hoy denominaríamos una “zona de confort”; un paliativo para el genio que, en su caso y por eso mismo, ocupó esa forma tan peculiar: la de una mezcla incesante de un espíritu viejo (neoclásico) y un ser nuevo (romántico). Quizá eso significó el destino fascinante de Goethe y que Alfonso Reyes representa en una biografía que lo engrandece cual monumento: Trayectoria de Goethe. También se trasluce en la profunda admiración encantada de Rüdiger Safranski en Goethe: la vida como obra de arte. De una forma u otra, Goethe logra seducir a los espíritus que se reflejan en él como si vieran manifiestas en la vida del poeta las variadas fases del pasado al fin reunidas en un espíritu congelado por la historia.
Sea con una visión o con otra, el eco de Christiane es un abismo para nuestra época: nos increpa para cuestionarnos por el eterno papel relegado de las mujeres y por los cercos y esclavitudes a los que han estado sometidas. Hoy es claro que la vida afectiva de los creadores condiciona rotundamente sus creaciones: la biografía es también una puerta al reconocimiento y, de tanto en tanto, el susurro de la poesía y la verdad.
Si bien el propio Goethe redujo a Christiane al silencio, su efigie aún plantea preguntas. Quizás, en su momento, Goethe no habló de ella por dolor o porque los fantasmas habitan el fuego y no la palabra: se dice que Goethe quemó documentos vinculados con Christiane. Aún así, su llama persiste como vestigio de un fuego interior que, al paso de los siglos, ilumina el polvo del pasado y coloca en entredicho el silencio seco de los monumentos que, al fin, ceniza tan solo son.
Imagen de portada: Johann Wolfgang von Goethe, Christiane Vulpius de perfil, ca. 1788. Goethe Museum Frankfurt
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José Ortega y Gasset, “Pidiendo un Goethe desde dentro”. En Obras completas, vol. II, Madrid, Gredos, 2014, pp. 25-26. ↩