Cualquier relato, sea de ficción o no, comporta un pacto con el lector, y de la habilidad del escritor para sostenerlo en el tiempo depende que, mientras dure su lectura, el lector lo respete.
Si un narrador sin nombre confiesa aspectos sórdidos o incluso depravados de su vida, en un estilo esquivo, con ecos que sugieren más de lo que dicen, la tentación del lector sería considerarlo ficción. Ahora bien, ¿qué garantiza al lector que el autor no ha adoptado una máscara para usar su propia identidad como materia de su literatura?
Podría, por ejemplo, escribir:
Estoy encerrado en casa intentando escribir un cuento erótico. Hace años escribí uno que con buen criterio mi editor eliminó de mi primer libro. Creo que empezaba así: “La repentina aparición de lo que como una cadencia sonora comenzó a definirse por breves intervalos como el timbre del teléfono sorprendió en los preámbulos del coito a los dos cuerpos tendidos sobre la cama”. He olvidado el resto, y eso a pesar de que durante un tiempo lo supe de memoria.
Mi vida ha cambiado mucho desde entonces. Tenía 25 años cuando lo escribí y ahora me encamino a los 49 y estoy solo. Vivo con una mujer, pero no es la mía. La mía se fue hace tiempo. No me quejo. Soy yo quien ha construido mi presente.
En esa época, y hasta hace no mucho, tenía una sexualidad depredadora. Trataba de llevarme a la cama prácticamente a toda mujer con la que tenía algún trato, y lo cierto es que casi siempre lo conseguía. Recuerdo de ellas muy poco. Detalles que se han asentado en mi memoria al recurrir a ellos como sostén de mis panzadas onanistas. De una recuerdo la mata amarilla que descubrí en su ano al tomarla por detrás, de otra el pis con que me bañó al ponerse sobre mí en el suelo de su casa, de otra la fuerza de sus piernas al abrazar mi cuello mientras la penetraba sobre una encimera de cocina, de otra el dulce quejido con el que me pedía que le comiera el sexo…
La mujer con la que vivo está ahora mismo en el piso de abajo limpiando el salón que ensucié anoche. Es una mujer algo mayor que yo, a la que hace años no habría ni mirado, pero que ahora, confieso, deseo a veces. En noches como la de ayer, en la que sólo dispongo de un bote de helado y una película.
El deseo sólo me asalta ya cuando me aproximo al sueño y mi cabeza discurre sola. Afortunadamente en esos momentos la mujer con la que vivo está en su cuarto y carezco del ímpetu que requeriría ir a su puerta. El resto del día he perdido toda capacidad de sugestionarme. Por eso me cuesta ahora encontrar inspiración. Mi mujer, que me conocía como nadie, me lo decía: Sólo puedes escribir sobre tus fantasías. Mi principal fantasía era ella, una fantasía inmaculada a la que sólo borracho me atrevía a tocar.
Sigo escribiendo sobre ella, de modo que no hay reproches. Me pregunto, sin embargo, por qué fue necesario perderla para aplacar mi desordenado deseo. ¿Por qué su presencia no logró lo que tan eficazmente ha conseguido su ausencia? Un extraño muro se interpone entre mi interior y la realidad. Cuando imagino al hijo que podríamos haber tenido, no imagino nuestra felicidad con él. Lo imagino cumpliendo por mí con todas las mujeres que ya no tengo a mi disposición. Jóvenes andinas de cuerpos menudos, recias irlandesas de cara pecosa, negras caderonas, eslavas… ¿Es esto un cuento? ¿Cabe mi vida en 500 palabras?
¿Basta con desdibujar los rasgos del narrador y dotarle de características diferentes de las mías para eliminar en el lector toda suspicacia acerca del carácter ficcional del texto? Y al revés: ¿bastaría, para convencerlo de que estoy escribiendo sobre mí, con dotarlo de rasgos similares a los míos y sustituir el tono artificioso por un estilo más directo? La respuesta en los dos casos es la misma: no. Como autor, he comprobado en diversas oportunidades que ficciones mías ajenas a mi experiencia vital han sido tomadas por algunos lectores como total o parcialmente autobiográficas. De igual modo, he comprobado que decir de un texto que es fiel a la realidad no garantiza que vaya a ser leído así siempre. El lector, todos los lectores, son suspicaces y, aunque de entrada acepten las reglas del juego propuesto, a menudo está atento a detectar la mínima contradicción, y en no pocas ocasiones son sus propios prejuicios los que lo llevan a equivocarse. Cuando tiene entre manos un texto abiertamente autobiográfico, va al acecho de posibles invenciones. Cuando es una ficción, intenta descubrir el sustrato autobiográfico. No es malo que exista esa desconfianza. También yo como lector actúo así en ocasiones con los textos de otros. La aspiración del escritor ha de ser no dejar fisuras en sus textos, que todo esté trabado a conciencia, que el lector no disponga de amarres donde anclar su suspicacia. Eso es lo deseable, lo que todo escritor debiera intentar al margen de cual sea la procedencia del material sobre el que escribe. Si se trata, por ejemplo, de una novela, aunque el sustrato real provenga de su propia vida, si sembrar la duda, jugar a la confusión, no figuraba entre sus intenciones, el material biográfico debiera resultar invisible para el indiscreto lector. Y, sin embargo, por bien que el escritor haga su trabajo, no hay modo de evitar que el lector tome por autobiográfico un texto de ficción si ése es su empeño; ni lo contrario: que vea exageraciones e invenciones donde sólo hay un retrato sincero de vivencias propias. Ambos extremos son equidistantes, pero sus efectos sólo son adversos en el segundo de ellos. La sospecha de que lo escrito en una ficción tiene bases reales, si no es cierto y el autor no ha fomentado deliberadamente esa ambigüedad, es molesta; a nadie le gusta. No obstante, si aceptamos que la ficción consiste en hacer real lo irreal, incluso podríamos considerarlo un éxito. Aunque sea por caminos imprevistos, aunque consideremos que con ello nuestra reputación se resiente, el hecho de que una ficción se tome por verdadera significa que nuestro objetivo se ha cumplido. Para lo contrario, en cambio, no existen los paliativos. Si convenimos en que la no ficción es hacer real lo real, provocar la sensación de que hemos inventado, de que exageramos o manipulamos, entraña un fracaso rotundo. En 2010 publiqué un libro autobiográfico titulado Tiempo de vida. Se trata de un libro de duelo, escrito tras la muerte de mi padre, en el que, además de dar cuenta de mi dolor ante su desaparición, traté de reflejar las mutaciones del vínculo entre nosotros desde mis primeros recuerdos hasta su enfermedad y muerte. Es decir, no como una foto fija, la dejada por su ausencia definitiva, sino como una sustancia viva en la que quedaran reflejadas las distintas fases por las que atravesamos, los agrios conflictos que nos enfrentaron y el hilo de amor que, a pesar de todo, nunca se quebró y nos permitió, antes de la reconciliación final, no perdernos definitivamente el uno al otro. El motivo que me decidió a escribir sobre algo tan íntimo no fue ajustar cuentas ni superar el duelo ni cerrar heridas. Las heridas estaban cerradas y el dolor por su muerte, como en el propio libro digo, perdurará siempre. Mi motivación fue de orden literario —la convicción de que nuestra peripecia constituía una buena historia—, y el modo de afrontar el reto también lo fue. Aunque el material provenía de la realidad y mi propósito era el de ser veraz, tuve que construir el relato, poner en pie la representación, y, al igual que un escritor de ficción, tomar las decisiones adecuadas en beneficio del texto. Tras varios comienzos fallidos, seguro de que, por su desarrollo dramático, la historia tenía implícita de por sí una estructura novelesca, me propuse respetarla. La voz narradora sería la mía y el orden de los recuerdos, para evitar jerarquizarlos, se presentaría de manera cronológica. Consciente, no obstante, de que no bastaba con ser fiel al recuerdo, pues la memoria no es objetiva, tomé una serie de decisiones en orden a reforzar mi propósito. Una importante, a la hora de construir la voz, fue renunciar a todo bellismo literario, perseguir un estilo despojado, desnudo. Quería que se me viera a mí, no al escritor. Resolví más cuestiones. Separar las partes narrativas de las reflexivas, alternándolas en tramos diferenciados para que lo factual apareciera en lo posible incontaminado, o limitar el número de páginas, de manera que la contención contribuyera a dejar a un lado lo superfluo, fueron algunas. Ninguna entrañaba manipular o callar. Todas implicaban apuntalar la objetividad radical que perseguía, y una de las principales consistió en ser implacable conmigo mismo, no ocultar mis faltas aunque el retrato resultante no me favoreciera. Mi objetivo era eliminar la suspicacia del lector, que creyera mi historia. Entonces, hice un descubrimiento completamente nuevo para mí. Como novelista, sabía que las ficciones necesitan crear una ilusión de realidad con el objetivo de que la representación que se da en ellas resulte verosímil. El modo de lograrlo, como he señalado, es por medio de la coherencia interna. Incluso la literatura fantástica necesita esa coherencia. Como lector, conocía que no basta con ser veraz para resultar verosímil. Lo que no sospechaba antes de enfrentarme al relato sobre mi padre era que, para conseguir la coherencia necesaria y plasmar del mejor modo la realidad, no siempre hay que ser ni riguroso ni exhaustivo con ella. No tiene sentido referir pormenorizadamente de qué modo llegué a esa conclusión. Me obligaría a desmenuzar ciertas intimidades que en mi libro sobrevuelo sin detenerme, y me extendería en minucias. Basta un resumen. En los innumerables desencuentros y distanciamientos por los que pasamos mi padre y yo a lo largo de nuestra relación intervino una tercera persona, a la que en el libro me refiero como la amiga que mi padre conoció en Brasil, que velaba por sus propios intereses y para la cual no era una prioridad que nos reconciliáramos. Esta persona hizo cuanto pudo por distanciarnos, y lo hizo de una forma tan grosera, tan pertinaz y tan prolongada, que si lo hubiera descrito en toda su hondura, mi relato habría parecido un ajuste de cuentas. Tuve, por eso, que edulcorar mi experiencia para resultar convincente, callar algunos aspectos que habrían ensuciado el resultado final arrojando sobre mis intenciones una sombra de sospecha. En definitiva, descubrí que para hacer creíble la realidad a veces se necesita aminorarla, pervertirla, reducirla. Mi conclusión es que la realidad en algunas ocasiones no resulta creíble por sí misma y, sin llegar a traicionarla, se hace imprescindible modificarla para lograr esa proporción de los elementos argumentales sin la cual, al igual que la ficción, tampoco el relato de hechos reales funciona. Lo cual revela una vez más la profunda intimidad que existe entre el relato ficcional y el relato de hechos reales. No sólo las armas de que se sirve el escritor, las exigencias a las que se somete y las decisiones que enfrenta son parecidas; igualmente lo son los elementos sobre los que el lector construye su juicio. Un inciso a cuenta de la ambigüedad. Como ya he señalado en otro lugar, gran parte de la narrativa contemporánea disuelve la separación entre realidad e invención. Para algunos es un asunto novedoso, cuando lo cierto es que la mezcla de ambos territorios se remonta al origen mismo de la literatura, al mito. Por otra parte, introducir elementos reales en una relación de hechos ficticios es una vieja artimaña de novelista que contribuye a potenciar el efecto de realidad. Ni siquiera es nuevo hacer el juego explícito, traerlo al primer plano. Y tampoco lo es que el catalizador sea un narrador que deliberadamente se confunde con la figura del propio autor. La autoficción, como la metaficción, son etiquetas modernas que definen fenómenos antiguos. Fomentar la ambigüedad, el equívoco, no sólo es legítimo sino que constituye la esencia de la literatura. El único límite que debe establecerse es el de permitir que el lector, si es que lo quiere, pueda diferenciar dónde confluyen y se bifurcan realidad y ficción. Pero ésa es otra cuestión. He titulado este texto Hacer real lo real y quiero terminar de desarrollar el tema. Si excluimos las fórmulas mixtas y nos atenemos a la convención, la ficción se ocupa de hacer real lo irreal y la no ficción de hacer real lo real. La una trataría de hacer pasar por real una ilusión y la otra de conseguir que lo que ya es real lo parezca. La tarea del escritor en ambos casos es muy similar y sus armas, en consecuencia, lo son igual. Un relato es una representación, y poner en pie esa representación sin que nada rechine es tan difícil en un caso como en el otro. Los despistes están vedados, cada elemento debe adecuarse a la intención, aspirar con el resto al máximo equilibrio y coherencia. El reto común es hacer al lector olvidar que el texto en cuestión es un artificio, obligarlo a mantener, con las menores fisuras, el pacto inicial.
Foto de portada: Ilan Weiss, Sin título, 2016.