El migrante que atraviesa la frontera nunca más es uno. Migrar es escindirse, ser al menos dos fragmentos a partir de un cruce, una línea que se deja atrás. El tiempo y el espacio multiplicado del migrante, la línea migratoria, se convierten en el kintsukuroi, el viejo arte japonés que repara lo roto con oro o plata. Lo frágil se torna bello. Lo fragmentario, en un todo. El plano físico y el temporal son dos en uno: lo que era ya no está, lo que viene aún se espera. El universo que contiene todos los mundos posibles cobra sentido al momento de la transmigración. Un poema de Gloria Gervitz, poeta transfronteriza y en constante migración, dice: “¿Dónde quedó lo que viví lo que creí vivir? / ¿Dónde el sueño que fui que sigo siendo?” La literatura es pródiga en el doble y la transmutación. Todo texto sagrado y toda mitología han referido en algún momento a este asunto. Las primeras imágenes de un ser humano en las cuevas de la antigüedad son las escrituras-espejos con las que nuestros antepasados intentaron conocerse. Un espejo ante la pregunta de quiénes somos. Una palabra, una imagen, una idea de nosotros mismos sobre nosotros mismos, hechos ya, y para siempre, dobles. ¿Qué otra manera de asirse tenían aquellos si no era plasmando el rastro de sus manos sobre una pared? En el documental La cueva de los sueños olvidados (2010), el talentoso director Werner Herzog nos lleva de viaje a las profundidades de la cueva de Chauvet, en Francia, para mostrarnos la conciencia de unos artistas que hace 30 o 32 mil años dejaron sus huellas particulares sobre las paredes. Del Paleolítico a hoy podemos ver la persistencia de esos caballos, venados, leones, panteras, osos y hasta rinocerontes en el relieve de las piedras conviviendo con lo más personal de uno de esos artistas: la mano única, reconocible miles de años después en su individualidad por un dedo torcido. La palma que hoy observamos, ahora singular e irrepetible, fue el espejo, el doble eterno de un artista. Escritores como Dante, Cervantes, Molière, Shakespeare, Dostoievski, Stevenson, Poe se han ocupado a su manera del Doppelgänger, creando historias-espejos, contenedoras o de bilocación. La selección que hago de estos nombres no es casual: son los planetas principales del universo Borges, nuestro escritor migrante.
Jorge Luis Borges (Buenos Aires, 1899-Ginebra, 1986) es, por múltiples razones, el gran autor del siglo XXI. Si el delirante siglo XX fue de Franz Kafka, el actual se corresponde de diversas maneras con las ideas que desarrolló en una veintena de cuentos escritos hace más o menos siete décadas, en un pequeño departamento de Buenos Aires. El talento de Borges para transformar en materia de goce literario ideas pergeñadas en los fondos de la filosofía, las matemáticas, la lógica o la teología a lo largo de la larga historia, lo convierte en un escritor clave para comprender la contemporaneidad. Contenidas en la eternidad del tiempo, ideas como el infinito, la memoria, la identidad y, por supuesto, el doble y la transmigración, están en gran parte de su obra. Hoy, a 35 años de su muerte, y luego, por fin, de la superación del error dogmático sobre su personaje, cada día se lee más a Borges. Ya nadie quiere escribir como él, y tampoco se lo lee como un mero escritor argentino o sudamericano (o cualquier otra taxonomía), sino como se leen los autores clásicos, extemporáneos y a la vez presentes por una razón principal: son creadores de mitos que explican nuestra existencia. Refiero brevemente a aquello del error dogmático: durante décadas, las posiciones políticas públicas de Borges variaron entre la ironía y el cinismo, como buen anarquista. Argentina, país que huye tanto de la tibieza como de la razón, vive su eterno espanto doble y asimétrico de peronismo y antiperonismo; y en ese doblez, condena la convivencia a extremos dislocados. Desde su anarquismo irónico, Borges jamás dudó sobre qué lugar ocuparía en el debate. Sin embargo, su cinismo anárquico lo orilló más de una vez a elogiar el oprobio militar (militar no peronista). Por esto, al menos dos generaciones se privaron de leer a Borges sin el dogma condenatorio. Hoy, poniendo las cosas en perspectiva y sobre todo fuera de su país, el genio refulge por encima de aquello.
Volvamos al Borges doble. Borges es doble porque es un Borges migrante. Se mueve de una frontera a otra, de un estadío a otro, de un mundo a otro. Y con Borges, nosotros, sus lectores, recorremos también el maravilloso mundo de la transmigración. Somos, con Borges, dobles y migrantes. Tenemos dentro o frente a nosotros el otro yo que cada uno hospeda. Un Doppelgänger al uso, las sombras y las luces del otro y de uno mismo. El Borges que se/nos pregunta quiénes somos, es el que nos da como respuesta Otro Borges. El mismo. En este desplazamiento, Borges es la más perfecta máquina del tiempo: toma impulso hacia atrás, absorbe a Homero, Dante, Shakespeare, al criollismo local, para lanzarse hacia el futuro del siglo XXI. En el XX, él lo vio todo. La primera migración de Borges corresponde a la transición de siglos: del XIX de su linaje familiar con la que construye su mitología personal, al XX de su vida y creación, y al XXI de su legado. Cada cambio de época lo atraviesa transformándose en otro, en otra persona, en otro escritor, en otro lector. Borges se dobla y plantea un duelo entre las partes. Toda su literatura serán los fragmentos en disputa. El joven Borges parte de una genealogía de militares heroicos que batallan por la independencia de la Argentina, por un lado, y por el otro, el de abuelas contadoras de historias (muchas veces sobre esos mismos héroes). La primera frontera es entre la guerra y la palabra, y la estará cruzando de ida y vuelta, todo el tiempo, en el campo de la profusa biblioteca de su padre. Aquí comienza otro terreno de disputa, el de la lengua: muchas de aquellas historias se contaban en inglés, el idioma familiar del Borges niño que traducía a Oscar Wilde a los siete años, o que leía el Quijote en la lengua de Shakespeare. Ese tránsito de indocumentado convertirá al Borges mayor en uno de los más grandes de la lengua española. El segundo gesto migratorio de Borges se da cuando el propio escritor bifronte crea un personaje que también se dobla muchas veces, hasta el infinito. De joven se ganaba la vida como podía: daba clases, traducía y escribía sobre cine, fascinado por los westerns y la cultura popular. Adoraba las películas del Oeste, los relatos policiales, la incipiente literatura de ciencia ficción. Le encantaban estos géneros porque en su estructura se repiten una y otra vez… son dobles constantes, espejos mecánicos, circulares, en suma. Años después del famoso episodio en el que el gobierno municipal le quitó su puesto de bibliotecario y lo nombró inspector de gallineros (no por antiperonista, sino por antinazi), fue nombrado director de la Biblioteca Nacional, y a finales de los sesenta, se convierte en un nuevo personaje, ahora internacional: el conferencista de éxito en países como Francia o Estados Unidos. Sale a los medios masivos este nuevo personaje Borges (“a quien le ocurren las cosas…”), el mismo que también puebla muchos de sus cuentos. Ahora, personaje mediático, puede un día departir con Mick Jagger en un hotel de Madrid o pasearse por los más disímiles programas de televisión. En esta figura mediática, de viejo sabio, brillante, ciego, homérica en definitiva, se juega el espejo público del tímido autor de “El Aleph”. La tercera migración, que es la definitiva y por lo tanto infinita, se construye a partir de una obra constantemente estructurada en dos campos, dos espacios que el lector transita como frontera, y que le obliga a mutar, a convertirse en otro. Ningún lector de Borges es el mismo al inicio que al final de un cuento, porque también viven esa metamorfosis cada uno de sus personajes, sus historias, de un lado al otro.
En esos textos breves, en esos cuentos que pocas veces superan las diez páginas y en varios poemas y ensayos, Borges plantea acaso su más importante idea: la condición humana es doble. Por eso, provoca constantemente la transmutación entre la realidad y la ficción, entre lo universal y lo popular, entre el valor y la cobardía, entre el linaje y el legado, los sueños contra la vida, la verdad y la fantasía. El viaje en el tiempo brinda eternidad y el olvido, que es lo mismo.
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Comentaré brevemente esto en un mínimo de su obra. Desde sus primeras publicaciones, como por ejemplo el cuento “El hombre de la esquina rosada”, que firmó con seudónimo en la revista Martín Fierro en 1927, Borges plantea el duelo como estrategia vital y narrativa. Para Borges el mundo es dos mundos en constante disputa, dos realidades, una frontera, un duelo. En este cuento tenemos un duelo literal, donde dos marginales se jugarán el honor puñal en mano. En la frontera geográfica y temporal del Buenos Aires de cambio de siglos, observamos a Rosendo Juárez, el ídolo desafiado por Francisco Real, el matón que se planta en el prostíbulo para poner en duda el valor y el coraje de esos hombres. Borges, que es quien escucha el relato, nos cuenta lo que sucede como un corresponsal de la realidad en la ficción. Lo mismo hará en muchos de sus cuentos: nos los narra desde adentro, desde el otro lado, el lugar en el que quisiera vivir. La literatura, nos dice Borges, es mucho más interesante que la realidad. Pero no más importante. En “Pierre Menard, autor del Quijote”, cuento publicado en la revista Sur en 1939, el duelo se dirime entre el lector y el autor, quedando este último abatido y difuminado ante la fuerza interpretativa de quien recibe la obra: Pierre Menard, lector del Quijote. Borges nos traslada de un mundo a otro, donde la creación ya no es el centro, sino quien la recibe. Las ideas, las memorias, son universales: “todo hombre debe ser capaz de todas las ideas”, escribe. El lector migra de una posición pasiva y receptácula a ser protagonista de su propia obra. Por eso Ricardo Piglia dice que Borges inventa un lector. En este cuento, quien lee se erige como un ente nuevo que da sentido total a la literatura. “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, publicado en la revista Sur en 1940, es otro ejemplo de movimiento entre dos estadíos: por un lado la realidad, por el otro la ficción. La historia y el lector se mueven entre ambos. Otra vez, en la contienda entre realidad y ficción, es ésta la que permea el mundo. Los objetos divinos de Tlön aparecen en un departamento de la calle Laprida o en una pulpería. Es decir: si están escritos en un libro (en este caso, una enciclopedia), existen en la realidad. La ficción no es ni verdadera ni falsa. No se trata de creer, porque no hay verificación posible. Otra vez: se trata de leer, porque el espacio de la lectura es un espacio seguro y confiable. “Casi inmediatamente —escribe Borges en el cuento—, la realidad cedió en más de un punto. Lo cierto es que anhelaba ceder”. En “El sur”, el último cuento que escribe Borges antes de quedar ciego, publicado por primera vez en el diario La Nación en 1953, el personaje Juan Dahlmann, bibliotecario, sufre un fuerte accidente que lo lleva gravemente enfermo al hospital (tal como le pasó al propio Borges, que casi muere). A partir de esto, lo vemos en un viaje en tren a la estancia familiar, donde ocurrirán una serie de acontecimientos. El lector, junto al personaje, vive varios episodios migratorios. Primero, cruza la frontera: sale de la ciudad y se adentra en la llanura. En este viaje, intenta leer Las mil y una noches, pero el paisaje le resulta más interesante. En el mismo sentido, Dahlmann parece viajar en el tiempo para llegar a un punto donde la vida y la muerte se deliberan entre el infierno y el paraíso, en una idea maravillosa: en el último aliento, el hombre tiene la posibilidad de decidir cómo ha sido su existencia. En este cuento podemos encontrar el resumen del movimiento fronterizo de Borges: comienza en un espacio y acaba en otro. Este mismo traslado se da no sólo en lo físico, sino en lo temporal. Y mejor aún: entre la realidad (Aristóteles) y la fantasía (Platón), entre la vigilia y el sueño, entre la violencia y la razón, entre la vida y la muerte. Borges/Dalhmann quiere una muerte valiente, épica, patriótica como la de sus antepasados, pero es un lector, bibliotecario, que se está enfrentando a su destino final. En su obra, el Borges humanista resuelve los duelos de manera sorprendente para el lector distraído: entre el honor y el valor o la cobardía, elige esta última porque sin ella no tendríamos civilización en la que vivir. En un viaje en tren donde se dirime la lectura o la realidad del paisaje en la ventana, Borges nos dice que le parece más importante la vida. Si en el infinito Aleph no está el amor de Beatriz, mejor que se derribe la casa que lo alberga. Entre la eternidad y la muerte, elige el olvido. Quimera imposible para nuestro genio de hoy.
Imagen de portada: Plano catastral de la nación argentina, Carlos de Chapeaurouge, 1901. David Rumsey Historical Map Collection