Un hombre muere. Fue asesinado por la policía, directamente, indirectamente […]. Se dice que es un joven, porque no es socialmente nada, y puesto que uno está a punto de volverse socialmente alguien al momento de volverse adulto, los jóvenes son los que justamente siguen sin ser nada. Comité Invisible
Decenas de miles de jóvenes en México y en distintos países de América Latina se ven enfrentados a condiciones de precarización brutal. Entre las muchas batallas que libran en este continente, como la violencia, la desigualdad y la exclusión, se encuentran también con el desplazamiento forzado, la transmigración —con punto de origen pero sin punto de llegada, en espera indefinida—, y el necropoder —ese poder de hacer morir, como lo define Achille Mbembe —, que controla los territorios y sus múltiples fronteras, no solamente las geopolíticas.
La primera vez que escuché el término “mena” para referirse a “menores no acompañados” fue en el Foro Mundial de las Migraciones en 2008 que se celebró en una pequeña localidad llamada Rivas Vaciamadrid, un bastión antifranquista y republicano en Madrid. Lo escuché en la angustiada intervención de un defensor de derechos humanos de los jóvenes, de origen marroquí. Su impotencia provenía de la situación cada vez más difícil de los menas en su tránsito de África hacia España, de los trágicos destinos que los esperaban tanto si eran deportados como si eran confinados por las autoridades migratorias españolas. Se trata de una realidad en expansión, niños y jóvenes en rutas cada vez más peligrosas, en tránsito tanto nacional como internacional.
En sus informes de 2017 y 2018 la Red de Documentación de las Organizaciones Defensoras de Migrantes (REDODEM) presentó datos escalofriantes sobre el país-exterminio que caminan jóvenes mexicanos y extranjeros en su búsqueda de un destino mejor, de un trozo de futuro. Ambos documentos surgen de una red con un fuerte arraigo empírico, conformada por veintitrés casas, albergues, comedores y organizaciones que brindan acompañamiento y ayuda humanitaria a personas migrantes y refugiadas en México, con presencia en trece estados de la república, de sur a norte.
De la tipología propuesta por los informes retomo tres perfiles definidos por su situación migratoria: los migrantes internos (que cambian de residencia dentro del mismo país), las víctimas de desplazamiento forzado (obligadas a abandonar su lugar de residencia) y los transmigrantes (que están en México en espera de poder llegar a un tercer país). Considero que estos perfiles permiten calibrar la magnitud del horror que significa la movilidad en tiempos de extrema violencia o en “tiempos miserables”, como los llama Javier Sicilia, y dibujan el difícil panorama que atraviesan las personas migrantes, en especial las “vidas en urgencia” de las y los jóvenes que caminan al filo del abismo.
De las 28 mil 288 personas que pasaron por o fueron atendidas en alguna de las casas de la red en 2017, los mexicanos ocuparon el cuarto lugar (con 2 mil 237 personas), muy cerca de los salvadoreños o los guatemaltecos y muy lejos de los hondureños, que encabezan las cifras.
En cuanto a los rangos de edad de las personas migrantes, se señala que el grupo de dieciocho a treinta años sigue representando el mayor porcentaje (64.29 por ciento) del total de personas atendidas. No es un dato nuevo, puesto que las dinámicas migratorias han mostrado que los varones en ese rango de edad son los que migran más. Sin embargo, como ya señalé, la cantidad de menores no acompañados en territorio mexicano ha ido en aumento.
¿Cómo viajan los niños y los menores? De acuerdo con las estadísticas de la REDODEM, el 46 por ciento lo hace sin compañía. El 39 por ciento de los hombres viajan solos, así como el 72 por ciento de las mujeres. En un país con diez feminicidios al día y en el que, según los datos más recientes del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (INEGI), hubo 35 mil 625 personas asesinadas en 2021, la imagen de quienes transitan solos por estas geografías del miedo es aterradora.
Finalmente, en relación a los motivos expresados que provocaron la migración, el informe de 2018 REDODEM señala entre los factores más relevantes el contexto generalizado de violencia (50.6 por ciento), el asedio del crimen organizado (37.2 por ciento), la violencia doméstica (5.8 por ciento), la persecución política (4.9 por ciento), la discriminación por orientación sexual o de género (1.1 por ciento) y el despojo de tierra o territorio (0.1 por ciento).
Estas cifras son indicativas de la experiencia cotidiana para miles de personas migrantes, un registro de la pesadilla que implica la sobrevivencia en un territorio controlado por el crimen organizado, con un Estado ausente y unas autoridades migratorias corruptas o, en el mejor de los casos, ignorantes de los derechos humanos.
Cuerpos esclavos
La migración interna no se discute lo suficiente en relación a las condiciones violentas que enfrentan las y los jóvenes que deciden partir en busca de un futuro mejor. De vez en vez aparecen ecos de noticias terribles sobre estos migrantes que han sido convertidos en mano de obra esclava.
El primer día Mateo preguntó que dónde se quedaría y le indicaron que dormiría en el piso, en una de las bodegas que se encontraban a un lado de los sembradíos. No opuso queja por miedo a terminar el contrato de dos meses que ya había firmado.
Mateo tiene diecisiete años, nació en El Álamo, un pequeño poblado de Veracruz azotado por las violencias y la represión gubernamental. Mateo fue “rescatado” junto con otros 62 jóvenes por autoridades del gobierno de Coahuila, muy lejos de casa. Llevaba casi veinte días trabajando en unas granjas ubicadas en la carretera a Monclova. Firmó un contrato por dos meses para recolectar calabazas, cebollín y otras verduras. Le ofrecieron un buen sueldo, tres comidas y un lugar para dormir. La realidad fue otra: café y pan a las cinco de la mañana, un plato de lentejas para la comida y la cena, el suelo de una fría bodega como cama y una jornada laboral de trece horas. El hombre que enganchó a Mateo y a otros jóvenes como él les ofreció 120 pesos por faena diaria. Al llegar a la granja les dijeron que serían solo cien pesos, pero que les iban a pagar hasta el final del periodo. Mateo añade:
Ya estando acá cómo decir que no, a veces llegué a pensar que abusaban de la necesidad que teníamos, pero ni modo de regresarme y llegar a la casa con las manos vacías, además no me iban a pagar hasta que terminara el contrato.
Entre El Álamo (Veracruz) y Monclova (Coahuila) hay mil 373 kilómetros de distancia, 343 horas caminando, catorce días, dos semanas sin parar, sin descansar. ¿Qué es lo que subyace a la “decisión” de jóvenes como Mateo, que abandonan su tierra y sus comunidades por la promesa de 120 pesos y tres comidas? Lo terrible de la situación que experimentan millones de personas así en el mundo, en Latinoamérica, en México, no es lo que dicen, sino justamente lo que callan.
En México, la mitad de los 27.9 millones de jóvenes que tienen entre quince y veintinueve años vive en condiciones de pobreza, el 70 por ciento carece de acceso a la educación superior y el 20 por ciento no puede obtener educación ni empleo. Aunado a este panorama de precarización y exclusión hay que señalar con insistencia la espiral de violencias que afecta en especial a los universos juveniles.
He planteado en otros textos que el neoliberalismo equivale a un poder de ocupación y que su signo más radical es la transformación de la sociedad “desarrollista” en una sociedad bulímica que engulle a sus jóvenes y luego los vomita: en narcofosas, en forma de cuerpos ejecutados y torturados, en forma de cuerpos que ingresan a las maquilas como dispositivos al servicio de la máquina, como migrantes, como sicarios, “halcones”, “hormigas”, “mulas” a la orden del crimen organizado, como soldados sacrificables en las escalas más bajas de los rangos militares, como botargas acaloradas de las firmas de fast food que proliferan en el paisaje o, como ejemplifica el caso de Mateo, como cuerpos esclavizados. La catástrofe de la idea de vida que viven miles de jóvenes precarizados en México escapa al poder de síntesis y a la capacidad de indignación.
Cuerpos rotos
Beto logró escapar de la Familia Michoacana cuando estaba por cumplir dieciséis años. A los doce fue secuestrado y entrenado en el brutal oficio del sicariato. A los catorce ya era un eficiente “soldado” que cumplía sin chistar las órdenes de ejecución más brutales. Para el tema que aquí me interesa plantear retomo algunos elementos de la larga entrevista que le realicé en 2011. Me detengo en su huida, en los casi cien días que le llevó salir de Michoacán sin ropa, sin comida, sin dinero, escondido entre matorrales, arroyos, cerros y cañadas, con miedo a ser delatado o peor, a ser encontrado por la célula en la que “trabajó” durante aproximadamente cuatro años.
“Sicariar”, como me dijo, era una forma rutinaria de existencia hasta que una astilla de incomodidad le infectó el corazón y decidió que ya no más, que aun a riesgo de su vida, tenía que escapar de esos campamentos itinerantes que apestaban a crueldad, a muerte. Y así huyó una noche sin luna, sigiloso, y emprendió esta “migración forzada” para salir del miedo y el espanto. Más de tres meses duró su agonía. Por poco lo encuentran una vez, me dijo, “ya cerquita de la frontera con el Estado de México”. Él suponía que le habían puesto precio a su cabeza y quería irse muy lejos de la tierra que lo vio nacer.
Hambriento, flaco, sucio, pero más tranquilo ya en zonas altas y boscosas, lejos de la región conocida como Tierra Caliente, pudo caminar sin sentir que el demonio le pisaba los talones. Así empezó una travesía de malos trabajos, de robos a pequeña escala para poder comer, haciendo una ruta en sentido contrario de las migraciones al norte. A Beto le urgía ir cada vez más al sur, volverse invisible, no despertar con los gritos de un futuro decapitado en sus pesadillas. Secuestrado con violencia cuando era un niño y exiliado en su propio país, Beto no tiene alternativas.
El asedio de estas violencias carece de registros adecuados: cientos de cuerpos rotos, como el de Beto, transitan como fantasmas en un país que no supo, que no pudo, que no ha podido hacerse cargo de estas violencias sincopadas y brutales que han transmutado el paisaje en siniestro. Ya cada sombra es un enemigo, cada extraño un peligro, cada calle una trampa.
Para Beto, el derecho a quedarse estuvo roto desde que a su hermana mayor se la llevó un narco frente a sus ojos de niño. Después, solo violencia.
Cuerpos proscritos
En 2004 el FBI creó una Fuerza Nacional contra Pandillas y ya en 2005 se había formado el Centro de Información Nacional de Pandillas. Por esa época, las “clikas” más famosas, como la Mara Salvatrucha o Barrio 18, fueron declaradas problema de seguridad nacional y empezó la deportación generalizada hacia Honduras, El Salvador o Guatemala. Entonces las pandillas se hicieron otra cosa, más compleja, más violenta, más expresiva en sus rituales. Mara y marero se convirtieron rápidamente en sinécdoque de las pandillas y la violencia extrema. Hoy, el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, afirma que la guerra contra esos grupos es la lucha entre el Bien y el Mal.
Sin duda alguna, las pandillas se ganaron a pulso un lugar en los imaginarios de terror de la sociedad. El control que lograron en el corredor migratorio del sur hacia México cobró muchas víctimas fatales y otras muchas de extorsión y cuotas como “impuesto de guerra”. Sin embargo, también es importante señalar que las maras ingresaron al escenario de los monstruos contemporáneos en buena medida como producto de un periodismo desimplicado y sensacionalista.
Entre 2004 y 2008 realicé diferentes acercamientos a las pandillas (principalmente a la Mara), después regresé en varios momentos a El Salvador y aún hoy me sigue sorprendiendo el proceso de articulación compleja entre la pandilla, el narcotráfico y el “efecto borde” que se produjo con el contacto entre los jóvenes locales y los miles de deportados que fueron llegando.
Lo que aquí narro proviene de una larga entrevista a un joven marero, “Fredy”, preso en Guadalajara por robo e intento de homicidio. Me interesa detenerme en tres aspectos claves de su biografía: la contingencia como condición ineludible en su vida, su relación con las violencias y la desapropiación territorial.
Fredy pierde a sus padres en la guerra en El Salvador; su comunidad se ve forzada a desplazarse para evitar ser masacrados. Sus padres no lo logran y él es adoptado por sus tíos y con ellos emprende la larga travesía que habrá de llevarlos a Estados Unidos. Muchos años después, Fredy se convierte en ciudadano estadounidense, pero de nada le sirve. Los jóvenes inmersos en circuitos de violencia experimentan un déficit de ciudadanía. Ingresa temprano a la Mara, enemiga jurada de La 18 y de los Ñetas (una migración procedente de Ecuador), que convierten algunos barrios de Los Ángeles en un territorio en guerra.
Luego Fredy cae preso y lo deportan a San Salvador, pero él ya no habla español a estas alturas, ni le queda nadie en su país de origen. Como puede se va armando un lugar hasta que La 18 le canta la bronca y tiene que salir huyendo otra vez, hacia México, con la esperanza de regresar al barrio de su infancia, Pico Unión. Pero no lo logra.
Víctima devenido victimario, siempre leal a su clika, Fredy aprende a ser letal en sus acciones, eficiente, frío. Ello le vale ser reclutado por una célula del crimen organizado cuando venía huyendo de la muerte juramentada que le habían declarado los de La 18. Sin poder seguir hacia el norte, Fredy se queda en Guadalajara, a donde llega montado en el tren que ya se conocía como “La Bestia”.
Y así se involucra cada vez más en los oscuros mundos de lo que popularmente se denomina “la plaza”, esos grupos del crimen organizado que controlan territorios, cuerpos y comandan voluntades. Hasta que cae preso por un robo malogrado. Lo más parecido que tuvo a una casa, a un lugar, a una pertenencia fue siempre su clika, sus “homies”.
La biografía de Fredy no es un caso aislado. México se ha convertido en una trampa mortal para las personas migrantes que como él quedan atrapadas en la transmigración de pueblo en pueblo o de ciudad en ciudad, huyendo de la autoridad y de los narcotraficantes, esperando el milagro de un cruce que cada vez es más difícil.
La pregunta por la relación entre las violencias y la producción de subjetividades (o identidades sociales) en el territorio resulta fundamental para develar qué procesos y figuras emergen en el espacio que llamo paralegalidad, el cual genera su propio orden, sus códigos, su ley, y gestiona el poder a través del miedo y la seducción. Las violencias vinculadas al crimen organizado son productivas, es decir, generan riqueza, acumulación, cambian las formas de relación social a través del control sobre los cuerpos y el territorio. Cuerpos esclavos, cuerpos rotos y cuerpos proscritos, son algunas de estas “figuras” que hay que nombrar para dotarlas de visibilidad. Sin estrategias para entender las profundas transformaciones que estas violencias están produciendo en el país, es imposible imaginar o trazar un plan y una política pública.
Imagen de portada: ©Mauricio Palos, del fotolibro My Perro Rano, Crónicas de Centroamérica, Editorial RM, 2010