“Prefiero estar con ellos que con la gente regular”, dice Alicia mientras toma una foto entre sus manos y sonríe. Me la muestra con orgullo. En ella Alicia y un joven con síndrome de Down miran sonrientes a la cámara, mientras él la abraza con ternura. “Ellos son mis hijos”, dice. Desde 1994 Alicia recorre aproximadamente 166 kilómetros diarios; todas las madrugadas parte desde Zumpango, municipio del Estado de México, y se desplaza hasta Las Águilas, donde está la Comunidad Educativa Incluyente, una escuela especializada en personas con síndrome de Down. Tan sólo el viaje de ida a la escuela y de vuelta a su casa toma aproximadamente nueve horas de su día. “Cuando me dijeron que fuera a la escuela para un puesto de auxiliar, llegué y la directora me dejó esperando como cinco horas, la señora Lourdes Carpizo, pero me dije: bueno, voy por el trabajo, necesito el trabajo para cuidar a mis hijos y a mi mamá.” Desde ese día hace 25 años, Alicia trabaja como maestra auxiliar en el taller de panadería de esta institución educativa. El objetivo de este taller es capacitar a los jóvenes con discapacidad en esta profesión para que puedan encontrar un trabajo en el mundo exterior. “El primero que se me acercó fue Benito, y a veces uno por ignorancia actúa mal, y me asusté. Él sólo me dijo ‘hola’ y se fue.” El aprendizaje apenas comenzaba; “cada chico es un mundo y hay que conocer sus necesidades, sus mañas y sus sentimientos; por eso siempre les pregunto: qué sientes, qué quieres”, agrega. Pero Alicia no siempre fue de esta forma; o no lo era con la gente “regular”, y sus hijos no eran la excepción. “Yo era muy agresiva, porque así me hicieron en casa. Dar de gritos y porrazos fue lo que aprendí de mis padres y lo que hice con mis hijos”, quienes, en aquel entonces, tenían ocho —Octavio Santiago Sánchez— y tres años —Jessica Santiago Sánchez—. “Era muy explosiva, pero en la escuela me amainaba. Yo sabía que si gritaba me corrían.” En el mundo una de cada mil personas nace con síndrome de Down; sin embargo, el acercamiento de Alicia a esta discapacidad no se traduce en cifras, sino en historias. “Mejor debería escribir un libro de todo lo que he vivido y visto acá”, dice. “Efraín fue mi alumno. Tenía a su novia en la panadería y una vez me preguntó si lo dejaba hacer el amor con Sara. Y le pregunto, oye qué es hacer el amor. Yo siempre pregunto para ver hasta dónde saben. Me ve con cara de hartazgo y me dice: ‘¿no sabes?’ Le digo que ya se me olvidó, que quiero que me diga. Voy a llegar, abrazar a Sara y darle un besote tronado y vamos a hacer el amor, me dijo. Le digo, ándale pues, vete a hacer el amor”, recuerda entre sonrisas. Pero en un país que se niega a reconocer la capacidad jurídica de las personas con discapacidad intelectual, no siempre es tan sencillo hacer el amor. Mucho menos si la familia se opone. “Eunice y Eder se quieren casar. La mamá de ella dice que sí, y la mamá de él no quiere. Y ya tienen años de novios. A la mamá de él le da miedo. Incluso cuando vivía el papá una vez le llegó a decir a Eder: ‘no, ella está muy fea, muy gorda’. Eder se enojó y le contestó a su papá: ‘¿entonces tú por qué te casaste con mi mamá?’”. Si Julian Barnes tiene razón y “el amor es un relato”, al parecer hay personas a las que no les está permitido dotarlo de contenido.
Alicia camina hacia su cuarto y, tras unos minutos, vuelve con un puñado de fotos. “Una vez fui con Leticia Ocegueda una semana a que diera clases de panadería en la sierra de Guerrero. Era un proyecto que se llamaba Visión Mundial para capacitar a las personas de la sierra en alguna profesión. Yo me enfoqué en enseñarle mejor a Lety, porque ella era la que iba a dar las clases”. En las fotografías que Alicia barajea, Leticia, una joven bajita y delgada con síndrome de Down, prepara la masa en una mesa de plástico ante la mirada atenta de más de una docena de mujeres que visten con delantal y cofias blancas. “La comunidad estaba como a hora y media de Acapulco, por pura sierra”, dice mientras me muestra una foto de pequeñas casas con techos y paredes de lámina y pisos sin pavimentar. “Las personas que nos contrataron nos llevaron en camioneta. Yo no conocía a Lety en ese sentido, si le iba a dar miedo estar en lo desconocido. Pero ella se adaptó perfectamente al ambiente, a la gente. Un día se atoró la camioneta a medio camino, pero ella estaba muy tranquila. A mí me gustó mucho conocer esa perspectiva de Lety. Me gustó ver que le dieran la oportunidad de compartir lo que ella sabe. Que se dieran cuenta de que sí pueden aprender de ellos”, concluye mientras me muestra una última fotografía en la que Leticia baila con un hombre delgado casi de su estatura ante la sonrisa de una decena de mujeres. “Me gustan los chicos que son difíciles. Cuando veo que otras personas se desesperan y no pueden con ellos”, dice y me muestra una fotografía en la que Alicia abraza a un joven con síndrome de Down delgado y con la mirada extraviada. Su nombre es Toño Mejorada. “Había que tener mucho cuidado con él, siempre estaba enojado. Decía que tenía otro Toño dentro de él; el Toño malo. Se ponía agresivo hasta con la directora; una vez la golpeó muy fuerte por la espalda. Pero conmigo se comportaba porque hablaba mucho con él. Pero un día me lo quitaron y lo mandaron a manualidades. Yo les pedía que por favor no me lo quitaran porque ya había avanzado, que si se iba, se iba a poner agresivo otra vez. Y así fue, tanto que lo tuvieron que sacar de la escuela. Yo estaba muy molesta, sigo molesta, porque no me hicieron caso”. Alicia se queda en silencio por primera vez desde que comenzó a hablar. Con los ojos vidriosos retoma la palabra. “Me da mucha tristeza que la mamá no le ponía mucha atención. Es un pobre niño rico. Porque tiene todo materialmente, pero Toño está solo. Hablamos con la mamá diciéndole que le pusiera más atención. Pero no pudimos hacer nada y lo corrieron.” Mira la foto y continúa. “Mau lo ve en el Country, porque van al mismo club. Un día llegó Mau y me dio un chocolate que me mandaba Toño. Y yo sentí tan bonito. Me da tanta emoción que los chicos todavía me recuerden. Porque los veo como mis hijos, porque son parte de mí”, se quiebra su voz y, finalmente, rompe en llanto. “Yo no sé qué quisiera hacerle a las mamás cuando los dejan a la deriva. Veo que no les dedican el tiempo. Que no escuchan lo que quieren, lo que sienten”, añade mientras coloca la fotografía boca abajo en la mesa que está frente a ella. “A la deriva” bien podría haber sido el título de una de las historias de Alicia; en específico, la de su hijo mayor, Octavio. “Fui queriendo tanto a mis alumnos que llegaba a casa y les hablaba de ellos a mis hijos; ellos se ponían celosos. Me decían que quería más a mis alumnos. Mi hijo se estaba descarrilando, se me iba como agua entre los dedos. Se salía de clases, desaparecía uno o dos días y en ocasiones regresaba todo moreteado. Entonces me lo llevé a trabajar a la escuela. Mi hijo aprendió a tratarlos y estuvo más tranquilo”, culmina Alicia esta historia sin fotografía boca abajo ni desenlace conmovedor. Un final muy “regular” para el libro de Alicia.
Imagen de portada: Pamela del Moral Rivera, sin título, 2016