Un vicio del crítico contemporáneo es reaccionar con sospecha ante cualquier asomo de unanimidad, ya sea gracias a una convicción de la cualidad dialéctica de la negación o a la búsqueda de una simple y llana reafirmación de singularidad. Yo suelo adolecer de este vicio. Por ello, la profusión de halagos a 1994, miniserie documental dirigida por Diego Enrique Osorno, despertó de inmediato mi sospecha. Sería muy desafortunado, sin embargo, que por el afán de disenso adjudicara equívocos formales o argumentativos a la serie. Primero, porque encuentro justo decir que 1994 me gustó. Pero, además, porque estoy convencido de que toda lectura crítica debe intentar ir más allá del juicio de valor, para preguntarse por los vínculos y fricciones que tiene aquello de lo que se habla con el panorama cultural en el que se gesta. De hecho, la serie utiliza estrategias similares con los testimonios que recaba, presentándolos de una manera aséptica que evita, en lo posible, el juicio sobre lo dicho. Por el contrario, gracias a la cualidad polifónica de 1994, cada imagen y cada declaración es contrastada y puesta en tensión con el resto. Además, las tomas abiertas con las que son retratados los personajes que dan su testimonio hacen de los espacios una extensión de las personalidades e historias de los entrevistados. Osorno y su equipo, no cabe duda, son minuciosos artesanos de los contextos, conscientes tanto de las cualidades narrativas de los objetos, como de que en este mundo no hay hechos ni individuos aislados. Es lícito, me parece, operar de manera parecida con los productos culturales. Entonces 1994 no es sólo una miniserie sobre un año “que lo cambió todo”, sino, entre otras cosas, un documental político muy exitoso que forma parte del catálogo del titán del entretenimiento contemporáneo: Netflix. Ya el periodista Luis Hernández Navarro comentó algo al respecto en su reseña sobre la serie: “Netflix se ha convertido en México (y en muchas partes del mundo) en un gran arquitecto del imaginario de las clases medias, en formidable dispositivo de elaboración y difusión masiva de relatos políticos, históricos y culturales”1. Pero luego de estas incisivas palabras, Hernández Navarro se apura a señalar que 1994 es una anomalía en el catálogo de la plataforma porque no fue hecha según los dictados de su célebre algoritmo. Se sabe: Netflix recolecta la información de los hábitos de consumo digital que tenemos para, luego de hacer su propio análisis y diagnóstico, predecir nuestras inclinaciones audiovisuales y garantizar con esto el éxito de sus producciones originales. No dudo de que el veterano columnista de La Jornada tenga razón; sería muy discutible afirmar que dicho algoritmo dictaminara que el público mexicano ansiaba ver una serie documental de alta calidad. Pero es innegable que la obra de Osorno está emparentada con el contenido de Netflix y eso impide que se trate de una mera anomalía. Es más, hay un detalle que acentúa su excepcionalidad pero también su parentesco: el rotundo éxito. Por tanto, mi mayor sospecha no es sobre la plataforma en sí, o sobre el hecho de que haya financiado un proyecto como 1994, sino sobre este éxito y lo que puede decirnos de nuestro tiempo. Es el propio Osorno quien señala, en una entrevista, una peculiaridad digna de atención: la carga emotiva de la serie se encuentra en el material de archivo. ¿Cómo es que esto sucede? Aquí mi hipótesis: así como en la serie los entrevistados rinden sus testimonios directamente a la cámara, y esto produce el efecto de que nos hablan de frente, el archivo en 1994 activa los recuerdos personales del espectador mexicano, apelando a la memoria y a la apreciación individual de los acontecimientos que tuvimos mientras sucedían. Así, en una especie de resonancia del recuerdo, el diálogo también se establece con quienes éramos jóvenes en ese momento —en mi caso, por ejemplo, las imágenes hablan con el niño que en 1994 cumplió ocho años de edad y que no entendía nada de lo que pasaba—. Este mecanismo es común en mucho del contenido más exitoso de Netflix y tiene, por lo menos, dos vertientes. La primera es el pastiche de elementos culturales pertenecientes a un pasado que coincide con los años de niñez del grueso de sus audiencias (Stranger Things es el caso paradigmático) y, la segunda, docudramas o series biográficas de íconos del mismo periodo (Narcos, Luis Miguel, Colosio). Con esto, el gigante del streaming ha logrado no sólo hacer rentable exponencialmente la nostalgia, sino también la construcción de un tiempo mítico, un origen común que se corresponde sospechosamente con la implementación del neoliberalismo en distintos territorios (los años ochenta en Estados Unidos, los noventa en México), y que no es sino el inicio de la configuración de la realidad social —y emocional— que compartimos los individuos que habitamos el presente. Evitemos caer en facilismos y descartemos de una vez el juicio de que Netflix vive sólo de hacer una apología de las políticas del FMI y que el Netflix and chill es la única estrategia de reproducción material del neoliberalismo. Si fuera así, habría sido imposible que 1994 encontrara su lugar entre el catálogo de la plataforma. La operación es un poco más compleja. Como todo relato mítico, depende de la postulación de un pasado idílico e irrecuperable, un paraíso perdido al que se anhela volver ya sea como individuo o como colectivo. Por eso, todo contenido que sea crítico con la actualidad neoliberal es bienvenido, pues refuerza la percepción de que las cosas eran mejores en los viejos tiempos; años de inocencia muy parecidos a los de la infancia. Claro que es muy difícil creer que exista alguien capaz de añorar el México de 1994, repleto de violencia e incertidumbre, pero la serie ofrece en su lugar una promesa trunca: Luis Donaldo Colosio, el hombre que, en palabras de Osorno, no era ni un dinosaurio ni un revolucionario. Con su muerte México perdió la oportunidad de que el neoliberalismo se implementara con su mejor máscara, una que no tuviera que disfrazar lo inocultable: que la erosión de lo común requiere de sangre para poder llevarse a cabo. Por último, señalo que la recuperación de figuras como la de Luis Donaldo Colosio (y aquí dejo de hablar exclusivamente sobre 1994), al menos de la manera en que se ha dado hasta el momento, me parece sumamente riesgosa. No pondré en duda las cualidades morales del héroe del momento, simplemente quiero subrayar el infortunio político que representa creer que el éxito o fracaso de procesos de corte sistémico, como el neoliberalismo, se adjudique a la voluntad de una sola persona. En otras palabras, ni Carlos Salinas de Gortari es el único responsable de nuestro presente ni Colosio solo pudo haberlo evitado todo. Lo que urge, por el contrario, es la conciencia de que el cambio de dirección que requerimos sólo podrá lograrse con esfuerzos colectivos.
Imagen de portada: Fotograma de Diego Enrique Osorno, 1994, 2019
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Luis Hernández Navarro, “1994, la serie”, La Jornada, 21 de mayo de 2019. ↩