Es el año 1959, la Caravana de la Libertad entra triunfante a La Habana, los héroes de la Sierra Maestra recorren las avenidas sobre tanques y vehículos decomisados al ejército. Las calles se llenan de flores y banderas para celebrar la caída de Batista y la victoria de la Revolución. La gente grita: “¡viva Fidel!”, “¡viva Cuba Libre!”, y Fidel avanza entre la multitud como quien recorre el último trecho para alcanzar su destino. Fusil en mano, las fotografías de ese día histórico muestran a los guerrilleros sonrientes, decididos, barbudos: la Revolución ha llegado para quedarse. Un año más tarde, en su reportaje Huracán sobre el azúcar, Jean-Paul Sartre destacó la importancia de la barba que, a pesar de haber concluido la lucha armada, permanecía en los rostros rebeldes como un símbolo contra el orden. “La barba y los cabellos largos”, escribe el filósofo, “siguen siendo las insignias de los 3,000 pioneros”. Era como si la revolución fuera, más que un triunfo particular, un estado permanente, una forma de vida que debía reflejarse tanto en la política como en el cuerpo. Son emblemáticas las imágenes del Che Guevara y de Fidel Castro, héroes barbados de la rebelión popular. Aunque a veces, entre ellos, se cuela un joven delgado, una sombra con cara de infante que sigue a su hermano mayor a todos lados, un revolucionario lampiño que lleva por nombre Raúl. Raúl Castro Ruz nació cinco años después que su hermano Fidel, un 3 de junio de 1931, en el poblado de Birán, en la provincia de Oriente de Cuba. Era el cuarto hijo del matrimonio de un campesino gallego de 47 años, Ángel Castro Argiz y una joven cubana de 19, Lina Ruz González. Si el nombre es destino, el segundo nombre de Fidel Castro es Alejandro, como el gran rey de Macedonia; en cambio, Raúl se llama Modesto, que más que un nombre es un adjetivo que lo acompañará toda la vida. Su primer contacto con el universo militar fue a la edad de seis años, cuando sus padres lo enviaron a estudiar a un colegio cívico-militar cerca de su casa. ¿Quién sospecharía entonces que ese niño sería Ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias? Seguramente nadie, ni siquiera el dictador Fulgencio Batista, quien en 1938, en un evento escolar en La Habana, alzó al niño Raúl entre sus brazos. Tal vez ésa fue la única ocasión en la que Batista fue realmente superior al enemigo; por suerte, el encuentro se dio veinte años antes del histórico triunfo. ¿Internado en la Sierra Maestra recordaría Raúl el día que conoció a Fulgencio? Lo imagino escrutando los recuerdos de su niñez no tan lejana, dispuesto a encontrar en las palabras y gestos del entonces gobernante un signo de debilidad, un augurio de derrota. En 1950 su padre lo envió a vivir con Fidel a La Habana con la esperanza de que él le ayudara a corregir el rumbo. Según cuentan, Ángel Castro temía que Raúl se volviera comunista. Bien dicen que la familia es la primera autoridad contra la que una persona se rebela. Ya en La Habana, Raúl Castro militó activamente en la Juventud Socialista del Partido Socialista Popular, es decir, el Partido Comunista Cubano, que tras su legalización cambió de nombre. Contrario a los deseos de su padre, Fidel se encargó de proporcionarle documentos y lecturas para contribuir en su formación política: El origen de la familia, la propiedad privada y el Estado de Federico Engels fue el primer libro marxista que recibió de manos de su hermano. La vida en La Habana es una locura, Raúl estudia, milita, viaja, conspira contra el gobierno, o por lo menos sabe que Fidel conspira y que él estará ahí para lo que se necesite. Toda su vida parece un perpetuo estar donde debe, responder frente a las circunstancias, ser el eterno contribuyente a la causa. El primer movimiento armado en el que Raúl participa es el asalto al Cuartel Moncada; su biógrafo, Nikolái Leonov,1 afirma que el pequeño de los Castro no sabía cuál sería su papel en el asalto hasta unas horas antes de su inicio. Fidel le dirá qué hacer y él lo hará: junto con otros cinco hombres toma el Palacio de Justicia que se encuentra junto al Cuartel y desde allí apoya a su hermano, que avanza decidido a apoderarse del recinto. La historia del Cuartel es bien conocida; tras el fallido ataque, Raúl y muchos otros fueron arrestados y sometidos a un proceso judicial que duró doce días. A sus veintidós años de edad, Raúl Castro Ruz es condenado a trece años de cárcel. Sin embargo, éstos no se cumplen y tras casi dos años de encierro, el gobierno les otorga una amnistía que los deja en libertad, pero la represión política continúa. Es entonces cuando Raúl pide asilo en la embajada mexicana. Él es el primero de los Castro que viaja a México, ese país que durante mucho tiempo recibió a los migrantes y a los exiliados políticos con los brazos abiertos. Raúl arriba a la Ciudad de México el 24 de junio de 1955; tal vez ésta fuera la única ocasión en la que llegó antes que su hermano al curso de la historia. Ahí alquila una pequeña habitación en la avenida Insurgentes —mejor topónimo no podía encontrar el revolucionario—, aunque cuando Fidel llega a la ciudad le cede su cuarto y Raúl se muda a la calle Emparán número 49 en la colonia Tabacalera. Desde sus primeros días en la capital establece contactos con personajes relevantes para el porvenir de Cuba. Es Raúl Castro quien conoce primero que nadie a Ernesto Guevara y es él quien se lo presenta a Fidel; digamos que es el artífice de ese dúo ingobernable. A veces son las pequeñas acciones las que determinan el devenir. A veces, sin darnos cuenta, estamos también escribiendo el futuro. En el número 49 las autoridades mexicanas han puesto una placa que deja constancia del mítico encuentro, aunque tal vez debería decir también que el 21 de junio de 1956 la policía mexicana entró al departamento, decomisó las armas y arrestó a los guerrilleros que en él se encontraban. Tal vez debería decir que por unos instantes la Revolución cubana estuvo en peligro. Después del exilio en México viene el Granma, el desembarco en Cuba y la guerrilla. Luar Trosca era el nombre de guerra de Raúl Castro y, como muchos otros, escribe un diario de lucha, aunque no pronuncia discursos, no da entrevistas como lo hace su hermano, el máximo dirigente del Movimiento 26 de Julio. Sus palabras registran en la intimidad lo que acontece en la Sierra Maestra. Raúl tiene 27 años, todavía no le crece la barba y bajo una boina revolucionaria esconde sus ojos de niño. Su hermano lo asciende a comandante y lo nombra jefe del Segundo Frente Oriental Frank País, y él hace lo que le toca: establece el poder revolucionario en los municipios de Oriente, consolida un importante frente de lucha y por unos meses se independiza del hermano, aunque su figura siempre está presente.
Tras el triunfo de la Revolución cubana, Raúl Castro Ruz es nombrado ministro de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, cargo que ocupará durante 49 años. Su hermano Fidel será el máximo dirigente del gobierno revolucionario hasta 2006, cuando una enfermedad —una hemorragia interna bastante grave— le impida continuar con sus funciones. Raúl tiene 75 años y, por primera vez, estará al frente del poder, aunque sólo de forma interina, en lo que Fidel recupera la salud. Sin embargo, esto nunca ocurre y en 2008 su hermano mayor se retira para siempre de la política. Entonces queda él, que toda la vida le ha seguido los pasos, a la cabeza del gobierno revolucionario. Pero a Raúl no le interesa tomar el poder, estar al frente, ser el que dirige. Me lo imagino en la ceremonia de su nombramiento, sentado con su discurso entre las manos, esperando su turno. Ha trabajado 49 años para la revolución, ha puesto su vida en riesgo, ha sido fiel a los principios revolucionarios y al gobierno y, más que nada, ha acompañado a su hermano Fidel durante todo ese tiempo, en la bonanza y en las grandes pruebas. Ahora llega su turno, pero Raúl no lo quiere. Frente a la Asamblea Nacional Popular, como un niño que pide permiso a sus padres para salir con su hermano, Raúl hace una petición inusual, seguir consultando con Fidel los asuntos de mayor trascendencia, y declara: “Fidel es Fidel, todos lo sabemos bien. Fidel es insustituible”. Y yo me lo imagino diciendo en voz baja: “Yo no soy Fidel, no quiero serlo”. Convencido del proceso revolucionario, siempre detrás del comandante en jefe, Raúl se erige como un hombre de la revolución popular. En un mundo donde parece reinar la ambición, un personaje así se torna inconcebible; en una realidad donde el poder corrompe y los intereses personales destruyen el bienestar común, los personajes secundarios como Raúl Castro encarnan símbolos del fracaso. Ensombrecido por la grandeza de su hermano, ¿no será Raúl un representante del último estadio del sujeto revolucionario? Aunque de pronto parezca imposible, aunque las condiciones materiales reclamen un líder, el fin máximo de una revolución es no depender de una sola persona, sino del poder popular de la clase proletaria. Un verdadero revolucionario no aspira a obtener el poder para sí, sino para todos. Detrás de un personaje como Raúl Castro es posible construir un sinfín de especulaciones; silencioso, tímido, siempre detrás de su hermano, ¿no será acaso él la verdadera cabeza de la Revolución? ¿No era Raúl el que estaba detrás de todo? A veces las explicaciones son mucho más simples o están en otro lado. A veces para las personas lo que realmente importa en la vida son otras cosas. Cuando Raúl se casó con Vilma Espín, esa ingente mujer de lucha, escribió que aquello había sido “lo mejor y más lindo que hice en toda mi vida”; casarse con Vilma también era revolucionario.
Imagen de portada: Fidel y Raúl Castro en una reunión en 2003. Fuente: laprensalibre.cr
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Los detalles más íntimos de la vida de Raúl Castro Ruz los obtuve de la biografía autorizada de Nikolái S. Leonov, publicada en 2015, Raúl Castro, un hombre en revolución, que en 2016 fue el libro más vendido en Cuba. ↩