Conversación con Lila Downs

Mexamérica / dossier / Mayo de 2018

Mardonio Carballo

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¿De dónde es uno, de donde nace o de donde muere? ¿De dónde es uno, de donde está enterrado su ombligo o donde quedará enterrado todo lo demás? Todo árbol es la tierra que lo alimenta, toda flor es el subsuelo mineral que le da aroma y color. Todo árbol canta a través de la siringe de los pájaros que lo habitan. En el vuelo también está el camino, pero también está la cruz; infancia es destino, dicen los clásicos, pero el origen también, y eso los integrantes de los pueblos indígenas lo saben muy bien. Lo sabemos. Pero el cielo se abre. Hace no tanto, un estudio avalado por el INEGI daba cuenta de que en México el color de piel condiciona o limita las posibilidades de obtener un buen empleo. Así, los de tez morena, según ese estudio, tienen —tenemos— menos oportunidades de encontrar un buen trabajo y una buena remuneración. La tierra del orgullo también es la tierra del suplicio. Portar el color de la tierra tiene su costo. Por eso militar se hace preciso. Hablar del racismo mexicano se hace impostergable.
Intenté escaparme dos veces de mi pueblo, pero mi mamá se dio cuenta y me dieron un par de buenas palizas, me agarraron del chongo, ríe. Sufriste mucho, ma, le dice ella. A estas alturas ya se vislumbra que nuestros personajes son madre e hija.
Ella se llama Anastasia pero le gusta que le digan Anita y es mamá de, quizá, la cantante más importante de México en estos momentos; lo mismo canta en China que en Buenos Aires; en París o en Colombia. Su nombre tiene tintes de pintura y flor, su apellido tira para abajo mientras que su fama crece como la espuma; estamos hablando de Lila Downs. Nuestra cita comienza en Coyoacán, la tierra de los coyotes, en la Ciudad de México. Anita nos recibe sonriente, es diminuta, pelo ensortijado y negro; rondará, quizá, los 80 años. Benito, su nieto, juega con las muñecas que emulan a su mamá, coleccionadas por la abuela.

Estoy preparando un té. Lila viene del norte y ve que allá hace mucho frío; y está enferma. ¡Ah, cómo le hacen fiesta por allá!
Y tiene razón. Hace un par de años me tocó estar con Lila Downs en Los Ángeles, California. A la sola mención de las palabras mezcal, México o Oaxaca los paisanos radicados allá aúllan de emoción. Es la nostalgia al servicio del recuerdo. También el sonido impecable de la banda que la acompaña, que crece con su voz. Nuestra charla se interrumpe, es Lila Downs que dice: “parece muxe”; se dirige a Benito, su hijo, quien, en este momento, juega con una de las muñecas-escultura que algunos fans le regalan a Lila en cada concierto. Sí, tiene rostro de hombre, dice Benito. Han pasado ya muchos años desde aquella aparición en los Óscares junto a Caetano Veloso, el cantante brasileño con quien colaboró para el soundtrack de la película Frida; ahí, en esa transmisión, el mundo se rindió a sus pies. Se incendió el azul. Su Burn it blue. Cuando uno escucha hablar a Anita, la mamá de Lila Downs, si uno aguza el oído se dará cuenta de que el castellano no es su primera lengua. Sí, la mamá de Lila Downs es mixteca o ñuu savi, integrante, pues, del pueblo de la lluvia; quizá por eso sea la voz de Lila Downs tan prístina como el agua que cae y tan alegre como las cigarras que invocan con su canto el tiempo de lluvias. La garganta para ella es una herramienta. Se acerca a la mesa donde Anita ha preparado un balde de agua con vapores herbales; hasta ahí acerca su rostro para recibir los beneficios de las plantas. El pájaro se prepara para volar. Seguiremos los pasos de Lila antes de su concierto en el Centro Cultural Teopanzolco en Cuernavaca. Nuestra charla comienza en la camioneta que la transportará hasta allá. Estamos preparando un libro, The Indian Power Book, de próxima publicación. Ahí estarán muchas de las figuras que provienen de pueblos indígenas y que le dan identidad a un país que los rechaza. O rechaza a sus pares que no gozan de fama o prestigio. Aunque muchos de ellos —de nosotros— ignoremos nuestro árbol genealógico, que está lleno de abuelas y abuelos integrantes de los pueblos indios de México. Sólo es cosa de trepar hacia abajo. Nos negamos, cotidianamente, a mirarnos el ombligo. Pero la respuesta está abajo del suelo que pisamos. La mejor memoria es la de la tierra y ahí están nuestros huesos. El caso de Lila es paradigmático. Tiene dos raíces. Su testimonio es importante puesto que, para ella, hay una discriminación que refuerza a la inversa nuestra cotidiana misoginia, nuestro racismo, nuestros prejuicios. A ella se le regatea su parte indígena. Es su apellido Downs, herencia de su padre estadounidense, lo que se pondera, incluso para el odio. Anita, la madre mixteca, parece no importar. Ay, México. Sin embargo, ella abraza con sus frondas sus dos rutas de cielo. Y lo hace cantando. A continuación comparto las palabras de Lila Downs, que se hilarán como un collar de flores.

Fotografía de Marcela Taboada

Del racismo

En mi pueblo surge una discriminación hacia mi padre yankee, me acuerdo que aparecían grafitis en nuestra casa que decían “Go Home Yankee” y cada semana había otro. En la escuela, con la comunidad mestiza de Tlaxiaco, Oaxaca, que, curiosamente, está rodeada de comunidades indígenas, se siguió la idea de que ellos eran superiores cultural y también racialmente, aunque —es cómico— pues todos son iguales que tú y yo, pero se sienten más elevaditos. Cuando estudié ópera en la Universidad de Minnesota, había una mujer rubia de ojos azules; mi maestro de canto me decía: ¡fíjate cómo lo hace ella, lo hace muy bien! En realidad me estaba diciendo: ¡si tú fueras como ella te iría muy bien! Llegué a pintarme el pelo de güero, y en una ocasión, ya como rubia, recuerdo que me decían en Minnesota: ¡qué bonita, te quemaste tu piel!; pensaban que me sentaba en las camillas de bronceado.

De los muertos y las otras cosmovisiones

Mi mamá hablaba de la abuelita, mi abuelita hablaba de su pueblo, su pueblo hablaba con los difuntos y me platicaba cosas así, que eran muy misteriosas, sobre la existencia de un mundo diferente. Nos llegaban a visitar los tíos, los abuelos de parte de la familia de mi mamá que son mixtecos, en su mayoría venían de San Miguel el Grande. A ese pueblo le llamaban el Pueblo de Nahuales.

De la migración

Soy una persona que está en constante nostalgia, soy migrante en mi esencia y eso es muy característico de mi pueblo, viajamos mucho. Buscamos cómo salir adelante de diferentes maneras. El kínder lo hice ahí —en Tlaxiaco— creo que en dos años; la primaria la hice en su mayor parte ahí. La secundaria sí la hice en Tlaxiaco, toda; y luego para la preparatoria me fui a Oaxaca y luego para la universidad volví a Minnesota, donde estudié antropología y música.

De la industria discográfica

A las personas de las disqueras sólo les interesa vender y si ven que un artista vende discos les resulta interesante. Lo que encontramos es que, en Estados Unidos, había un poco más de recepción hacia nuestra música que en México. En mi caso decidí en una época hacer canción comprometida, hay que saber qué está pasando, qué versos componer que hablen de lo que está sucediendo; a veces la gente quiere oírlo, a veces no; a veces sí lo quieren escuchar pero la disquera tiene miedo de difundirlo, he visto de todo. Entonces la disquera opta por apoyar a un famoso o a una famosa. Entonces, tú tienes que ver cómo le haces; la disquera no promete tenerte siempre al frente.

De las mujeres

Tenemos que mirar a las niñas, a las jóvenes, que se valoren a sí mismas y que, en cierta etapa de vulnerabilidad, tengan también un apoyo, buscar maneras de que se hagan centros de apoyo para la mujer.

Del Indian Power

A veces me siento como niña de pueblo todavía. A veces me digo que he hecho algunas cosas que han influido de manera positiva. Eso me da mucho gusto. Que más personas se pongan sus huipiles, que usen con orgullo sus rebozos, que más mujeres cocineras se sientan orgullosas de ser mujeres del México de abajo con un legado importante. ¡Eso sí me da mucho gusto!


Llegamos al fin del tramo carretero. Morelos sonríe a pesar de la tragedia en que se encuentra sumergido. Acompañamos a Lila Downs al soundcheck de su concierto. Pide un tono abajo, otro arriba. La vemos dirigir la orquesta. Quiero que “La Llorona” se convierta en un lamento de fiesta de pueblo, dice. Amable, nos manda al hotel. Cinco horas antes del concierto, entre maquillaje, peinado y concentración en su camerino, ella ya no se mueve de las cercanías del escenario, donde un público ávido rugirá con sus canciones varias horas más tarde. Todos descansan menos ella. Agua de rosas dame de beber, dice. Por eso Lila es lo que es.


Salí de mi pueblo a los 14 años. Dice Anita. Pero no hablo de mí, hablo de ella. Digo yo. Me tuve que casar para poder salir de mi pueblo. Dice Anita. Sufriste mucho, ma. Dice Lila. Yo también salí de mi pueblo a los 14 años, pero yo no soy ellas. Digo yo. Salud con mezcal. Dice Lila. Salud, decimos todos. Incluso para este país que lo necesita.


Tlazkamati miak.

Imagen de portada: Pintura mural en Chiapas.