El 14 de julio de 1945 corresponde al primer festejo nacional en Francia después de la Segunda Guerra Mundial. Al fin se podía bailar con la embriaguez de la liberación, olvidar los años de penuria y luto. En un acto de fidelidad a sí mismo y como para honrar un anonimato cuidadosamente cultivado, el escritor Emmanuel Bove se extingue la víspera, el 13 de julio, a los 47 años, erosionado por la vida y devorado por una pleuresía que afectó severamente el final de su existencia. Sin embargo, su biografía debía garantizarle un lugar privilegiado en el panteón de los autores de su tiempo: brilló antes de la guerra cuando obtuvo el premio literario más prestigioso de su época, el premio Figuière, se ganó el respeto de sus pares y fue reconocido por un amplio público. Como otros, preocupados por el ascenso de los regímenes autoritarios en Europa, no dudó en hacerles frente y en participar en el Comité de vigilancia de intelectuales antifascistas. Su obra atrajo así a notables creadores contemporáneos suyos, como Colette o Rilke. No obstante, como aún tentado por la sombra y la discreción, sucumbió sin llamar la atención, y lo que fue todavía peor, sus escritos cayeron en el olvido por mucho tiempo… Desde muy joven, Emmanuel Bobovnikoff adopta el seudónimo, más banal, de Emmanuel Bove. Desde entonces se niega a destacar. Hijo de un exiliado ruso extravagante y de una empleada doméstica luxemburguesa, nacido en 1898, crece con altas y bajas que lo obligan a mezclarse con medios sociales muy diversos. Bove quería ser novelista desde su temprana juventud, pero antes habrá de ser empleado, mesero y chofer de taxi, lo cual le permite codearse con todas las capas de la sociedad francesa. Y observar de cerca la miseria humana. Sus personajes de novela son aquellos con los que se cruzó en sus periplos, marcados por la humildad y la estrechez. Bove escribe hundido en una soledad relativa e intenta describir lo que percibe en sus coetáneos: pone de manifiesto un nuevo tipo de malestar, una manera de conocer la desesperación y la angustia cotidiana, en un modo menor, pero no por ello menos profundo. Es el intérprete de un universo gris y lúgubre. Así lo describe uno de sus admiradores, Enrique Vila-Matas: “Emmanuel Bove vio a los seres humanos convertidos en piezas, objetos, trozos de carne. Y experimentó un tipo de soledad nueva, digamos que contemporánea, no conocida hasta entonces”. Bove es un explorador, tanto en el ámbito literario por su escritura simple y seca, como en el terreno existencial. Su naturaleza lo empuja a borrarse: es púdico, tímido y no pretende hacerse notar sino a través de sus libros. Cuando un editor le pide una nota biográfica para la promoción de una de sus novelas, Bove responde:
Confieso que mi malestar es un poco como el del actor que habiendo de pronto olvidado su papel, se ve obligado a inventar réplicas o a disculparse lo mejor que puede ante el espectador. Lo que me pide Lucien Kra me rebasa, por mil razones, siendo la primera un pudor que me impide hablar de mí. Todo cuanto yo pudiera decir sería falso. Sólo la fecha de mi nacimiento sería exacta. Y habría que ver si mi humor del momento no me lleva a rejuvenecerme o a envejecerme. Quién podría de hecho resistir al placer de llenar su biografía de sucesos, de pensamientos bajos, de necesidad de escribir a la edad de ocho años, de juventud incomprendida, de estudios muy brillantes o mediocres, de intentos de suicidio, de acciones destacadas en la guerra, de una herida mortal de la que salió bien librado, de una condena a muerte en un campo de prisioneros y de la gracia otorgada la víspera de la ejecución. Creo que lo más sabio es no empezar.
Esta larga justificación muestra hasta qué punto Bove se siente incómodo cuando trata de revelarse. No juega al estrellato. Nuestro escritor firma cerca de treinta libros en veinte años, en un momento en que los autores franceses son famosos en el mundo. La lista es larga e incluye a Breton, Gide, Céline, Bernanos, Mauriac, Malraux, Valéry, Martin du Gard, Giono, Montherlant, Aragon, Cendrars, Brasillach, Drieu la Rochelle, Michaux, Leiris, etcétera. Son tantos los que desarrollan obras de primer plano, los que brillan en público y eligen una exposición voluntaria. Bove prefiere la sombra porque, por un lado, ahí es donde se encuentra más a gusto, y por otro, esta postura se halla en comunión con su universo y sus personajes; a falta de la luz cegadora que buscan algunos, o de la necia oscuridad que procuran algunos otros, él se regodea en un espacio gris, hecho de cotidianidad, resignación y fatalismo. De manera simbólica, tras ser galardonado con el Premio Figuière en 1928, Bove se muda al número 1 bis de la calle de Vaneau, a un departamento de la planta baja. En el último piso del mismo edificio reside André Gide: el gran moralista disfruta del cielo y la luz a través de su ventana mientras que el joven novelista se halla irremediablemente en la sombra. Emmanuel Bove goza de un gran reconocimiento: es celebrado por Colette y Sacha Guitry. De paso por París, Rilke desea conocerlo y Léautaud, tras la lectura de La coalición, exclama: “a quién se le ocurre escribir libros así. Se ve uno a sí mismo en una decadencia similar”. Es extraño, pero Bove está ausente en los libros de historia literaria. Sin embargo, tiene un comportamiento particularmente digno durante la Segunda Guerra Mundial cuando elige no publicar en una Francia ocupada. Vive en la clandestinidad y luego consigue llegar a Argel, territorio de la Francia libre, en donde pasa los dos últimos años del conflicto. Enfermo de pleuresía y, debilitado por las privaciones y carencias de todo tipo, fallece, como dijimos, en 1945, en París. Su obra pasa por un largo purgatorio. La hija del librero que Bove frecuenta antes de la guerra recuerda sus visitas en una entrevista televisiva. Es evidente que le cuesta trabajo hablar de él, pero de repente su mirada se ilumina y dice: “en mis recuerdos, siempre lo veo en gris…”. Bove no tiene nada de un maestro pensador aun cuando reflexiona en la literatura o se compromete contra los autoritarismos. Sólo pretende existir para el público a través de sus libros y odia otorgarle a su obra una resonancia fuera de su esfera natural, tanto por su carácter como por la idea que tiene de la escritura: “Balzac, Dickens, Dostoievski no eran hombres de letras. Eran hombres que escribían. La vida no es literaria. Puede convertirse en literaria cuando un escritor de esta estatura la integra a la literatura”. Cuando un editor lanza una prestigiosa colección e invita a los grandes escritores del momento a escribir sobre la ciudad de su elección, muchos se abalanzan sobre París, Versalles, Londres, El Cairo… Bove acepta la invitación y aborda un perfecto no-lugar: Bécon-les-Bruyères. Más que una ciudad es una estación de tren atrapada entre varios municipios, en los suburbios parisinos. Una vez más se divierte con quienes andan en busca de las luces de los proyectores y no pueden complacerse en la discreción. El libro y el hombre se tocan, están hechos del mismo material; uno parece el eco del otro. Ésta es la característica de las grandes obras. Sin embargo, como la de Bove halla su fundamento en la banalidad y en el implacable desencanto que impone la existencia, se queda confinada en la marginalidad. Algunos lectores ilustres sacan a Bove de la sombra con entusiasmo y admiración. Citemos a Max Jacob, Soupault, Gide o Camus, y más cercano a nosotros Handke: “Bove es grande. Grande significa: le da su lugar al otro”, quien se lo da a leer a Wim Wenders, a Enrique Vila-Matas (en su Doctor Pasavento), a Beckett o Bernard Noël… Muchos se han inclinado ante esta obra que siempre está por descubrirse. Él, el hijo del refugiado, el hombre sin raíz en una sociedad dura y cerrada, explica por qué escribe: “Yo no pedí a la existencia nada extraordinario. Sólo le pedí una cosa. Y siempre me fue negada. Luché por obtenerla, de verdad. Esa cosa, mis semejantes la tienen sin buscarla. Esa cosa no es dinero, ni amistad, ni gloria. Es un lugar entre los hombres, un lugar para mí, un lugar que ellos reconocerían como mío sin envidiarlo, porque no tendría nada de envidiable. No se distinguiría del que ellos ocupan. Sería simplemente un lugar respetable”. Él, cuya borrosidad constituía una segunda naturaleza, consiguió dejarnos una obra que, poco a poco, le otorga ese lugar tan deseado.
Imagen de portada: Emmanuel Bove con perro. Foto de archivo.