En un intento por negar la realidad abordamos una nave que ilusamente nos promete cumplir con las reglas para que nuestro viaje sea seguro. Bien sabemos que, ahora, todos los trayectos son inciertos. Tanto las embarcaciones marítimas como las terrestres y las aéreas son portadoras del virus mortal. Es de noche y observamos las constelaciones. Desearíamos confiar en los astros. Extenderles una plegaria como si fueran dioses, pensar que no sólo tienen aptitudes para iluminar el cielo sino también para cambiar nuestro mundo. Quisiéramos creer que tenemos una funda neumática que nos permite avanzar rápidamente a otros planetas, pero bien sabemos que nos resulta imposible. Las únicas fundas que usamos son las que cubren la mitad inferior del rostro para tratar de protegernos. La Tierra está infectada y la posibilidad de huir a otros mundos es sólo una quimera. El corazón nos golpea el pecho. Imposible cambiar nuestro rumbo. Sabemos que se aproxima una lluvia tóxica interminable que caerá sobre nosotros. Los caminos de partida están todos cancelados. Sólo hay rutas de regreso al país de residencia. El retorno es una odisea con amenazas mucho mayores que las sorteadas por Ulises. A diferencia de las sirenas, el nuevo enemigo es silencioso y no basta taparse los oídos para evitar ser atrapados. En la actualidad las únicas naves que operan con eficiencia son las virtuales, a las que cada vez nos hacemos más dependientes. Aunque también son atacadas por los virus que habitan en sus propios sistemas, éstos todavía no alcanzan a introducirse en nuestras mucosas por lo que resultan menos letales. Es la época de distopías y no de viajes fantásticos. Somos habitantes del cosmos de El último hombre de Mary Shelley, de La peste de Albert Camus, de Ensayo sobre la ceguera de José Saramago y de los universos literarios de Margaret Atwood. Por profético que haya sido el genial Julio Verne, ahora cuestionamos si será nuevamente posible que alguien se transporte De la Tierra a la Luna y menos aún si sea posible dar La vuelta al mundo en 80 días. Simbad el marino ya no puede emprender aventuras ni confundir islas con ballenas. Tiene que quedarse en Bagdad donde los grandes lujos ya no representan nada y el harén está llenos de mujeres y de eunucos contagiados. Tampoco Aladino puede volar; a su alfombra se le acabó la magia y permanece aferrada a la tierra. El Principito no entiende por qué los dibujos del nuevo enemigo se parecen tanto a los que él hizo de su mundo, y lamenta que para mostrar los peligros actuales los seres humanos sigan aferrados a los números y a las frías estadísticas. Caperucita Roja está muy triste porque tiene prohibido visitar a su abuela y, enclaustrada, se da cuenta que todos los caminos están repletos de minúsculos bichos invisibles que son mucho más peligrosos que un lobo. El pobre de Peter Pan llora sin cesar. Está frustrado de no poder visitar el país de Nunca Jamás. Cuando ejercita sus dotes diariamente, cuando se eleva sobre las camas del cuarto de los niños, se suele golpear con el techo por lo que hoy sufre de varias heridas en la cabeza. La única que puede viajar de forma clandestina es Alicia. La madriguera desde la cual desciende al país de las maravillas está cerca de un árbol en el jardín de su propia casa y todos los días se escapa unos momentos para visitar al conejo blanco y sus amigos. Los otros integrantes de su familia, que viven el aislamiento con una intensa angustia, no pueden entender porque ella permanece alegre y están convencidos de que es una lunática. Con desesperanza, Dante se da cuenta de que ya no podrá dejarse conducir por Virgilio ni ascender al paraíso acompañado de Beatriz. Quisiera cambiar el infierno que ahora se vive en la Tierra por aquel que él mismo ideó y, así, pasar la cuarentena conviviendo con filósofos y poetas. Robert Louis Stevenson añora visitar nuevamente La isla del tesoro y Mark Twain no entiende por qué le restringieron nuevamente sus viajes al Mississippi ya que la última vez que lo habían hecho fue durante la Guerra Civil. Después de visitar varios lugares remotos de su natal Verona, la condición psíquica de Emilio Salgari es especialmente delicada: está a punto del suicidio ya que no logra entender cómo esta epidemia le pegó con especial rudeza a su país, y no a los lugares exóticos y llenos de aventuras que él había visitado. Por su frágil salud y padecimiento asmático, Marcel Proust tiene que tomar cuidados especiales y evitar las visitas a la falsa aristocracia parisina. Sin embargo, su encierro será más llevadero. Está harto del esnobismo de los salones y finalmente sabe que el verdadero mundo está en la memoria. Para sentirse complacido, le basta recordar la magdalena que una noche le dio su madre. Los únicos escritores que están rebasados de trabajo son Daniel Defoe y Giovanni Boccaccio. El primero tiene que aprender rápidamente a comunicarse por internet para enseñar a los humanos cuáles fueron las capacidades de Robinson Crusoe para sobrevivir en aislamiento. El segundo debe cumplir con los encargos de los residentes de Manhattan que se han ido a vivir de forma temporal a los suburbios y esperan, con avidez, un nuevo Decamerón que les permita inyectar cierta picardía al retiro forzoso de la gran urbe. Pero los más alterados por la situación son los personajes del más popular de los textos fantásticos. Ahí Noé apela a la comprensión de Adonai ya que le es imposible cumplir adecuadamente con la tarea que le ha encomendado. A falta de pruebas médicas, le resulta imposible seleccionar aquella pareja de especies que no esté contagiada. Moisés está especialmente desconcertado. Frente a la próxima celebración de Pésaj no logra explicarse cómo esta onceava plaga inesperada extiende sus daños a toda la población cuando Dios le prometió que los castigos sólo estaban planeados como venganza hacia los egipcios que esclavizaron a su pueblo. El único que entiende lo que está pasando es Poncio Pilatos…. por eso no cesa de lavarse las manos.
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Imagen de la portada: Mapa del cielo en el hemisferio sur. Wellcome Collection CC.