No es una locura ni una ocurrencia supersticiosa el que nuestros padres y madres nos hayan enseñado que hay que platicar con la tierra para trabajarla, o que los árboles, las aves y los ríos son nuestros hermanos, y que nosotros debemos hacer ritos y ceremonias de vida por lo menos una vez al año para mirarnos y darnos cuenta de que nuestra vida es el punto más pequeño en el cosmos, pero quizás uno de los más importantes de la creación.
La tierra es la que nos da la seguridad de nuestro retorno a ella misma; como indígenas, ése es nuestro premio, ése es nuestro cielo. Y porque existe la certeza de que a ella volvemos, aunque desaparezcamos o nos lleven los ríos, no podemos concebir el infierno, sobre todo en el sentido judeocristiano, como condena al fuego después de una mala pasada en esta vida. Concebimos, eso sí, el descanso igual para todos.
Para un mixe (y, en general, para un indio en su respectivo idioma), jää’y, es decir, el ser humano (que en Occidente se llama hombre) no es el único con sentimiento o lenguaje, antes bien, es uno más entre todos los seres vivos de la naturaleza; de esta manera las plantas, el agua, las rocas, las montañas, etcétera, también expresan y captan sentimientos. La gran cualidad que tiene jää’y es sentir, reflexionar y expresar todo esto de los demás, pero no por ello pretende convertirse en el centro del universo, ni protagonizar así una sociedad antropocéntrica.
Se trata, pues, de la concepción de que todos los seres existentes tienen vida igual.
En ella ocupa un lugar relevante la Tierra, la que en todos los pueblos indios reconocemos como Madre. Del seno de ella brotamos, nos proveemos de frutos para nuestro sustento y ella nos guarda en sus entrañas cuando morimos.
Es a partir de que la Tierra es nuestro origen materno que todos los seres naturales son nuestros hermanos. Lo mismo sucede con el Sol, nuestro padre, por lo cual todos los astros también son nuestros hermanos.
La Tierra es la que nos comuna, tanto entre jää’y como entre éste y los demás seres vivos. La sociedad egoísta, privatizante, despótica, autoritaria y monetarista es la que mejor puede hacernos entender la comunalidad, porque se trata de su contraria.
Al mirarnos como iguales, deriva una necesidad del otro, del prójimo. La conservación de la vida, de su origen y consecuencia, es la que nos permite enlazarnos. Y es esta necesidad la que nos empuja a buscar la protección en nuestra Madre la Tierra. Y precisamente igual que una Madre-_jää’y_ no es exclusiva de un solo hijo, así es como nos relacionamos con la Tierra, de una manera comunal, entre todos. Esto se refleja en aspectos importantes de nuestra vida, como en el matrimonio, donde se unen fuerzas y funciones diferentes no sólo para pertenecerse emocionalmente sino para asegurar la continuidad de ese origen de la vida, de las formas de relación y para reproducir la indianidad comunera.
La posesión comunal amplia es la forma de tenencia más recomendable con respecto a la tierra. Nadie puede ser propietario único de una parte de la tierra, del aire, del Sol. El concepto indio de la libertad se puede entender también en esta idea de la comunidad con respecto a la tierra; “no aprisionar” una parte de la naturaleza significa no admitir nuestro propio aprisionamiento. Un ejemplo práctico de esto sería la domesticación de los animales entre las comunidades indias, que no tiene nada en común con la de la sociedad occidental. Por eso, la privatización de terrenos es repudiada enérgicamente por nuestros pueblos. La Colonia y las leyes revolucionarias del siglo XX, muy a pesar de las clases dirigentes, normaron favorablemente la posesión comunal por esta exigencia de las comunidades. No puede haber entonces una reproducción individual, tendrá que ser colectiva. De ahí que la relación de reproducción-recreación mutua entre jää’y y Tierra habrá de ser comunal y ella es posible mediante una energía creativa, inteligente, transformadora: el trabajo. Pero siempre entendido en el sentido comunal. Esta comunalidad, pues, es la que da razón al tequio. Ese trabajo colectivo y necesario expresa la capacidad de jää’y para combinar sus intereses individuales y familiares con los de la comunidad, en el cual no hay retribución monetaria y es obligatorio. La participación en el tequio es, precisamente, la forma de trabajar de un individuo para la comunidad, la que da respetabilidad frente a los demás comuneros. El tequio tiene diversas variaciones: a. Se trata del trabajo físico directo para realizar obras públicas, como caminos, edificios comunales, limpia de caminos, parcelas comunales (en muchas comunidades siguen conservándose terrenos dedicados específicamente al cultivo comunal, sobre todo de maíz; en donde se habían perdido, el proceso de organización local y regional está impulsando nuevamente esas áreas). b. La ayuda recíproca, el trabajo de mano vuelta, es una variación del tequio a nivel de familias, mediante el cual al invitar a los vecinos a sembrar o a construir una casa se sella el compromiso, sin mediar algún escrito, de regresarles el favor para cuando ellos lo requieran. c. Tequio es también atender a los invitados en una fiesta comunitaria, denominadas fiestas patronales de santos católicos, de tal forma que los huéspedes no pasen hambre y sed. d. Entre una comunidad y otra también hay práctica de tequio a través de las bandas de músicos (bandas filarmónicas). Una comunidad puede invitar a la banda de otra a su fiesta haciendo el compromiso de corresponder de igual forma para cuando se le invite. e. Tequio también es trabajo intelectual; esto es, poner al servicio de la comunidad los conocimientos adquiridos en las escuelas ubicadas fuera de ella; ya que al momento de dotar de terreno, poner trabajo, así como aportar dinero cuando se construye la escuela local, la comunidad espera de cada uno de sus hijos que retornen a darle sus servicios. Es obvio que el tequio es el que nos ha permitido realizar las obras que de otra forma implicarían costos altísimos. Por eso los apoyos gubernamentales, cuando se miran desde la óptica del tequio, constituyen una mínima cantidad a cambio de la cual el Estado-gobierno exige demasiada lealtad hacia las instituciones occidentales, como una forma de sometimiento. Es claro también que el tequio convierte al trabajo de jää’y en algo creativo, en energía transformadora, no esclavizante. Y si abundo en ello es porque ha constituido la forma concreta y material de lograr nuestra pervivencia y porque está expuesta a muchos peligros. Desde los primeros años del colonialismo, el tequio sirvió para edificar los grandes palacios de los enemigos y opresores; para levantar los templos de dioses blancos. En tiempos actuales de crisis se le pretende convertir en varita mágica institucional con el objeto de evitar el cumplimiento de promesas políticas, con lo cual se le transforma en una burda herramienta desarrollista que, en un momento dado, puede convertirse en una obligación sancionada desde fuera de las comunidades, y dejaría de tener el sentido que se le da desde nuestros pueblos.
Si bien ya no es una variación directa, el servicio como autoridad tiene su origen, sin duda alguna, en el tequio, pero ahora de una forma más complicada y sistemática. Ser autoridad entre nuestras comunidades no significa controlar y usar el poder en contra de la mayoría (de donde deriva el abuso y la prepotencia); tampoco es un mecanismo de enriquecimiento (en las sociedades y Estado-gobiernos de tipo occidental que conocemos de cerca, es frecuente que después de tres o seis años de funciones los gobernantes o políticos salgan millonarios). Ser autoridad es convertirse en el primer servidor de la comunidad, y normalmente después del año de servicio se termina mal económicamente, ya que la persona que llega a ser autoridad debe estar dispuesta las 24 horas del día para atender cualquier circunstancia, ya sea directamente en la Casa del Pueblo o en su propia casa.
Kutunk, en mixe, nada tiene que ver con el significado occidental de la palabra autoridad, significa literalmente “cabeza de trabajo”, “jefe de trabajo”; en la práctica es quien con su ejemplo motiva que la comunidad realice las actividades necesarias para su propio desarrollo. Por ello, a pesar de que todos nacemos signados para ser servidores, solamente aspiran a ser mëj kutunk (gran autoridad) aquellos que mediante el escalafón de servicios demuestran a la comunidad que tienen capacidad de ser cabezas. A uno que tiene estudios y es jactancioso es frecuente que le digan, cuando llega a ser autoridad: ¿ya trabajaste para que me mandes?
Llegar a ser autoridad no depende de la persona o de sus amigos. Es la comunidad en asamblea la que escoge y decide quiénes deben ser kutunk. No es capricho de una minoría o de una publicidad anticipada, pues la comunidad juzga con base en las acciones de las personas. El papel de kutunk va de menor a mayor complejidad y de menos a más tiempo disponible para el servicio; es decir, los primeros cargos como kutunk no implican total responsabilidad ni tiempo completo como los grandes cargos de servicio. Y el mismo hecho de comenzar desde abajo es como entrar a una escuela, porque se va a ir aprendiendo cómo abordar cada asunto, cómo hablarle a los comuneros en términos individuales, cómo dirigirse al pueblo en asambleas, cómo tratar a los ancianos, cómo comportarse ante autoridades de otros pueblos, etc. Y recientemente significa, también, cómo tratar a los amaxänjää’y (virulentos), sobre todo cómo no desesperarse ante su burocratismo y despotismo racista.
Los comuneros, a la vez que esperan que su kutunk trabaje responsablemente, adquieren el compromiso de que habrán de obedecer los mandatos de quienes sepan organizarlos y encabezarlos en las diversas actividades. Cada comunero puede corregir a su autoridad sobre el trabajo, y enseñarle a mejorar.
Kutunk es la entidad responsable de la cohesión, la que vigila la unidad de la población para seguir formando comunidad. Debe convocar a asambleas comunitarias para informar y para pedir el consejo de su pueblo. Así las asambleas son foros abiertos de discusión, de análisis de una forma oral en la mayoría de los casos. En ellas se salvan las diferencias para salir más unidos, más convencidos de que tenemos que luchar por la existencia de nuestra comunidad.
Las asambleas comunitarias, al igual que el desempeño de los servicios como kutunk, presentan deficiencias que tienen su origen desde tiempos inmemoriales o desde la Colonia. Hay comunidades en las que la asamblea comunitaria la forman los jefes-hombres de familia; quedando la intervención de la mujer en familia; aun así, la palabra de la mujer es la que sostiene la del varón, porque ella anima, reflexiona y propone en los casos difíciles. Pero también hay comunidades en las cuales parece que son las mujeres las que deciden los asuntos, porque son la mayoría de los asistentes a las asambleas comunitarias.
Cuando es difícil que sesione la asamblea comunitaria, existe otra instancia de consulta y de opiniones más selectas. Se trata del Consejo de Ancianos. En la actualidad se trata en la mayoría de las comunidades del Consejo de Ancianos, Principales y Caracterizados. Para formar parte de este Consejo, no basta con llegar a ser anciano. Debe haberse demostrado, con los servicios dados a la comunidad, suficiente capacidad de buen consejero y luchador por la causa comunitaria. Para efectos de este Consejo, una persona que ha dado casi todos los servicios y que llega a ser mëj kutunk (síndico, presidente y alcalde), es miembro ya del Consejo como anciano; pero para ser principal o caracterizado no es preciso haber ocupado todos los cargos, sino haber demostrado suficiente capacidad en los intereses de la comunidad.
El Consejo es un órgano de consulta para las autoridades comunitarias; suple en muchas circunstancias a la asamblea general, y previo a las asambleas comunitarias, las autoridades consultan primero a los ancianos. Si ellos no pueden resolver algunos asuntos, ellos mismos recomiendan la convocatoria general.
Existen tantas sesiones del Consejo cuantas veces las convoquen las autoridades en turno, y no hay ningún número definido para que haya mayoría; en la práctica, para tratar asuntos muy delicados y urgentes no se requiere mayoría.
Diría entonces que hay tres grandes principios de nuestras comunidades mixes: la tierra como principio y fin de la vida; la comunidad como máxima creación de jää’y para vivir y disfrutar de nuestra Madre la Tierra; y el trabajo comunal, tequio, como energía transformadora que mantiene a jää’y en constante contacto creativo con la naturaleza. De ellos derivan los demás sistemas comunitarios de organización política, económica, religiosa, cultural y social.
Estos principios comunitarios son los cimientos de los derechos que reclamamos se reconozcan y respeten por la sociedad y los Estado-gobiernos occidentales, se llamen como se llamen: desarrollados, subdesarrollados; del este o del oeste; del norte o del sur; capitalistas o socialistas…
Así, cuando se habla de autodeterminación desde diferentes voces de nuestros pueblos indios; cuando como mixes hablamos de autodeterminación comunitaria, como pueblo y como seres humanos, sobre nuestras tierras y recursos naturales; de las formas de nombrar nuestras autoridades comunitarias y de desempeñar nuestros servicios como tales; de la organización y ejecución del tequio; del uso de nuestro idioma materno y demás expresiones de nuestra vida y cultura; cuando decimos que basta ya de asesinatos y de ataques directos e indirectos a nuestra cultura india, y a nuestra integridad física, nos referimos al respeto irrestricto de estos principios comunitarios, expresados actualmente con más vehemencia por nuestros pueblos y organizaciones indias.
Como mixes, hemos sostenido que se trata de reivindicar nuestros principios como derechos por la simple razón de que no los hemos abandonado, pues no estamos mendigándolos, no porque no hubiera ni siga habiendo políticas y acciones genocidas y etnocidas con careta nacionalista y desarrollista que tratan de hacernos desistir de ellos, pero al igual que otros pueblos indios, hemos logrado sobrellevar todos los intentos por socavar nuestra esencia de pueblos indomables, amantes de la libertad y de la paz.
Selección de Floriberto Díaz, Escrito. Comunalidad, energía viva del pensamiento mixe, Sofía Robles y Rafael Cardoso (comp.), UNAM, Ciudad de México, 2007, pp. 52-53, 57-64.
Imagen de portada: Gerardo Aznar, Tequio de construcción con bahareque en el Centro Comunitario Xantetelco en Morelos, 2019. Fotografía de Gerardo Aznar. Cortesía del artista