Una vez, de repente, a medianoche se despertó la música. Sonaba como debió sonar antes que el mundo supiera que es la música el lamento de la hora sin regreso, de los seres que el instante desgasta a cada instante. José Emilio Pacheco
La música no existe, es decir, la música como valor en sí mismo que es igual para todos o, más aún, como algo estable y fijo para cada uno. No existen la “música clásica”, “la música popular”, la “música contemporánea”, la world music ni el “jazz”. Son tan sólo etiquetas; productos de discursos, origen de códigos culturales, ordenaciones jerárquicas e instituciones que terminan haciéndonos considerar al lenguaje sólo eso: un discurso certero como una flecha, el orden lineal de las cosas, las palabras disponibles en una lengua. Tal vez a eso se deba la creencia, tan antigua como moderna, tan rebelde como obediente, de que la música está más allá del lenguaje. No obstante, si la música está más allá de la clasificación, de la seriedad del concepto o del bienestar cultural, entonces el lenguaje también está más allá de sí mismo, como cuando Nina Simone declara irónica que puesto que “el jazz es un término de los blancos para definir la música negra, yo hago música clásica negra”. El lenguaje es eso que te esclaviza y discrimina pero que, paradójicamente, está lleno de grietas por las cuales es posible desplazarse, migrar, buscar otros lenguajes. Al respecto, Roland Barthes decía que el lenguaje no es progresista ni reaccionario sino fascista. Y al decir fascista no se refería a lo que éste prohíbe sino a lo que te obliga a aplaudir, a estar de acuerdo, a retuitear y favear; por lo que a nosotros, según Barthes, no nos quedaría más que engañarlo, hacerle trampas o, en palabras de John Cage: desmilitarizarlo, “salir de la jaula, poco importa en la que se esté”. El lenguaje es un murmullo perdido en el exterior que nos atraviesa y nos divide, a nosotros y entre nosotros. Tanto la escritura de la música en todas sus facetas como su interpretación son efectos del lenguaje. La comunicación también lo es, las identificaciones, el intercambio de información, que compremos tal o cual equipo de sonido, que nos inclinemos más por la “música de concierto” o el “rap”, es decir, por esas etiquetas que en su afán de englobar tanto no nos dicen casi nada. El lenguaje nos obliga a adaptarnos al mundo exterior y al atravesarnos, al atravesar la singularidad de nuestro cuerpo, siempre distinta a lo “universal”, nos desadapta profundamente. Y es que, como decía Heitor Villa-Lobos, el oído externo no tiene nada que ver con el interno, por lo que nunca habrá un entendimiento absoluto. Nombramos lo que nos rodea y a nosotros mismos, pero siempre hay algo que no embona, que sobra, que falta, que no se puede atrapar… Y es desde ahí donde la música, esa música innombrable que nos habita más allá de la música, nos hace sentir: “Allí donde el pensamiento tiene miedo, la música piensa. La música que está ahí antes de la música. La música que sabe ‘perderse’ no tiene miedo del dolor”, escribe Pascal Quignard.
Hubo un tiempo en que más que entender lo que los otros decían, escuchábamos su tono, el ritmo inestable con el que nos hablaban, sus cadencias rotas y sus secuencias. Lo seguimos haciendo, pero cuando éramos bebés sólo escuchábamos eso: el canto de los otros que echaba raíces en el silencio previo a las palabras.1 Luego vinieron la gramática, la sintaxis, un montón de hábitos regulados por el lenguaje, aquel “querer decir tal o cual cosa”, expresarse, encontrar sentidos. Pero antes de aprender la lengua estuvo ese canto desnudo de la madre y del mundo exterior que, como un instrumento musical, tocaba nuestros sentidos:
Duérmete, niña bonita, duérmete, mi chiquitita, duérmete, que ahí viene el viejo y te arrancará el pellejo y te pondrá uno más viejo…
El texto de este arrullo popular pasa totalmente desapercibido para una bebé cuando el tono de la madre es seguro, tranquilo y amoroso. También el niño que te pide que le leas mil y una veces el mismo cuento, aunque ya domina una lengua, escucha más ese canto-instrumento del aquí y el ahora que un cuento repetido una y otra vez. Nosotros, en cambio, hacemos esfuerzos sobrehumanos por darle más importancia a las palabras que al tono. Si le cantamos el mismo arrullo a un adulto es porque es una broma o una ironía, y si escuchamos a una madre cantárselo a su niña no deja de llamarnos la atención el texto, así que lo analizamos, nos preguntamos con asombro por qué es tan cruel. La melodía de la voz, que tan fácilmente escuchan los niños, tiene que ver más con la ilusión que con la precisión en donde un texto pretende asentarse. La voz es eso que trae consigo lo que se dice pero, también, lo que no se dice: “Como cuando ‘estoy lleno de dudas’ oculta ‘estoy seguro en cuanto a algo, y es eso’”, dice un poema de Kenneth Koch. Alzar la voz, confrontarla con lo incalculable de los otros y lo contingente de la vida, nos obliga a leernos a nosotros mismos, a atisbar de reojo nuestros pliegues, escuchar nuestras resonancias. ¿No será por esto que, actualmente, en una era en la que cualquier opacidad es rechazada, evitamos hablar directamente con la gente que nos rodea? Tan sólo para llamarle a alguien por teléfono le pedimos primero permiso a través de un mensaje de WhatsApp o, cuando mucho, le dejamos un mensaje grabado que le dé tiempo para pensar, así como la opción de escribir su respuesta. ¿No será también que uno de los precios a pagar por estar todo el día conectados es precisamente el acallamiento de la voz? Sin voz, además, no hay silencio. Y sin silencio no es posible escuchar música. Que las primeras notaciones musicales en Occidente hayan sido al mismo tiempo los primeros signos de puntuación no es casualidad. Escribir, para un lector medieval, era primeramente un intento de representar el sonsonete de la voz, los sentidos que de ésta se desprenden. No olvidemos que palabras como poesía, canto y recitación significaban lo mismo en las lenguas antiguas de muchas culturas, y lo siguen haciendo en las contemporáneas que han resistido la homogeneización capitalista, como el náhuatl, y en donde, por lo mismo, la tradición oral y la intuición están más presentes que la búsqueda de un pensamiento inequívoco. Si una palabra como silencio no existe en muchas lenguas mexicanas es porque, más que un concepto sobre el cual se pueden escribir tratados filosóficos, el silencio es una acción, un acaecer atado a la tierra y al tiempo. Por ejemplo, para decirle a alguien en náhuatl que guarde silencio, se le dice xitlamata, que significa “cállate”.2 De la misma forma, si la palabra música no existía en la antigua India, es porque la música era algo que transcurría permanentemente. Para ellos, nos cuenta Cage, “escuchar música era como mirar por la ventana un paisaje que no cesa cuando apartamos la vista”. Cuando el texto escrito y las mil certezas informativas sustituyen la voz, se nos olvida entonces que hablar es algo anclado al tempo del corazón; un acto vivo que incluye a los otros y, por lo mismo, se encuentra en transformación continua: podemos decir lo mismo dos veces, pero un pequeño desplazamiento de una sílaba, una alteración en el acento, una pausa aquí o allá, pueden hacer de una frase una caricia, una orden, una advertencia o una burla. Y ya no digamos si al mismo tiempo le guiñamos un ojo a alguien, lo agarramos del brazo súbitamente o nos dejamos llevar por su risa riéndonos también. El lenguaje está hecho de muchos lenguajes que no pueden verse en espejo, que fracasan en repetirse exactamente igual pero se complementan en su irreductible diferencia. Un compositor como Mozart, por ejemplo, nunca dejó de jugar genialmente con este tipo de fallas: en sus óperas escuchamos con asombro cómo la música es capaz de cuestionar lo dicho, o cómo una palabra cantada puede decir algo muy distinto que cuando se declama, se grita o se susurra. Antes de cualquier partitura, de cualquier obra maestra, genio solitario o espectador privilegiado, el canto fue y ha sido siempre el primer lugar en donde los humanos tejen sus historias. ¿No es cantando como aprendemos en un principio las tablas de multiplicar? Y ya no digamos todos esos juegos que los colectivos infantiles escriben en melodías, ritmos y lenguajes corporales que se han transmitido generación tras generación. Cosa curiosa: cantamos cuando estamos contentos, enamorados, despechados, cuando tenemos miedo o estamos tristes. Como dice el refrán: “si no puedes decir algo, cántalo”. Si queremos otra historia más allá de la de los expertos en escritura, basta con escuchar el canto de los pueblos. Pero no escuchar lo que dicen sino su acontecer, la intensidad sonora con la que comunidades africanas, que han sufrido durante siglos la brutalidad de un sistema de explotación y esclavitud, encontraron otros lenguajes posibles en el movimiento incesante de la música. Otro ejemplo es el canto cardenche de Durango y Coahuila a través del cual los campesinos pudieron volcar su corazón con el paso del tiempo en el alma popular (como diría Machado), manteniéndose lejos del juicio estético de Occidente. Los cantores de Sapioriz —Antonio, Fidel y Genaro— cuentan cómo para ellos y sus antepasados, cantar al calor del fuego después de una larga jornada de trabajo se convirtió en una especie de tabla salvadora en medio de un océano, una forma de liberar su mal de amores, de aceptar su malestar con el mundo. Como la espina de la flor que lleva su nombre, sus voces te hacen llorar de dolor cuando penetran en tu piel. Al respecto, dice Louis Moholo:
Cuando las personas están oprimidas, cantan, se ve por todo el mundo y a lo largo de toda la historia. Puede que estén tristes, pero cantan. Es como exprimir un limón: acaba saliendo el jugo.
Salir de la jaula, como dice Cage, ¿no será entonces encontrar otra jaula donde poder crear al borde de la supervivencia?
Para sentir la música es necesario también naufragar en la oscuridad de nuestro lenguaje particular, sentir el vértigo que nos causa tratar de explicar esa sombra incierta del no poder decirlo todo. Una tarde, caminando en las calles de la ciudad, escuchas por primera vez una canción y es como si alguien te asaltara, así que sin pensarlo siquiera le entregas al olvido cualquier cosa que tenías en mente hasta aquel momento. Vuelves a escuchar una y otra vez la canción durante el día, y al otro día, en tu casa, en el coche, en el metro… A todos nos ha pasado esto, una época que nos deja canciones tatuadas en el alma, tener que habitar una etapa en la que la violencia del ruido interior es tan intensa que la música se convierte en un refugio para respirar. Años después escuchamos de nuevo la misma canción y es como si el exceso que limitó aquella época se volcara de nuevo en nuestros sentidos, el momento que habíamos vivido es despertado por la música. Claro que también puede pasar que no sea una canción la que te deja una marca de por vida sino, por poner otro ejemplo, una sonata de Schubert, o la versión de tal pianista que la toca. Frank Zappa decía que hablar sobre música era como bailar sobre arquitectura. Es decir, imposible. Pero ¿no es por lo mismo que lo seguimos intentando? Finalmente, lo imposible es aquello que siempre nos llama. Pero más allá de hablar sobre música, de intercambiar versiones e intérpretes, de pensar sus múltiples lenguajes y clasificaciones a través del tiempo y el espacio, está la cuestión de que para que ésta se deje oír y grite en tu corazón, como decía el maestro Eckhart, hay que construir en el corazón el desierto donde grita. Es decir que, si el lenguaje es una búsqueda de sentido, antes que nada, la música, tiene que ser sentida.
Imagen de portada: Ilustración de David Ramsay Hay en su libro The Laws of Harmonious Colouring, W. S. Orr, Londres, 1836. Imagen de dominio público