En los alentadores años que siguieron a la caída del Muro de Berlín en 1989, el triunfo del capitalismo y las democracias liberales parecían asegurado; el libre comercio y los derechos humanos se extenderían por el mundo y sacarían a miles de millones de la pobreza y la opresión. Este sueño se ha vuelto realidad en más de un sentido: vivimos en un mercado global homogéneo más alfabetizado, interconectado y próspero que en ningún otro momento de la historia. No obstante, vivimos también una era de la furia, con líderes autoritarios que manipulan el cinismo y el descontento de furiosas mayorías. Las suposiciones intelectuales —en su mayor parte angloamericanas—, forjadas por la Guerra Fría y su secuela de júbilo, son una guía poco confiable del caos actual y, por consiguiente, debemos recurrir a las ideas de una era previa de volatilidad. Es un momento para pensadores tales como Sigmund Freud, quien en 1915 advirtió que “los impulsos primitivos, salvajes y malignos de la humanidad no han desaparecido en ninguno de sus individuos”, sino que simplemente esperan la ocasión de manifestarse otra vez. Desde luego que la conflagración actual ha traído a la superficie lo que Friedrich Nietzsche llamó ressentiment: “toda una tierra temblorosa de venganza subterránea, inagotable, insaciable en exabruptos”. En cambio, la premisa principal de nuestros marcos intelectuales recientes consiste en asumir que los humanos son esencialmente racionales y que lo que los motiva es perseguir sus propios intereses; que actúan principalmente para maximizar su felicidad personal, y no con base en el miedo, la envidia o el resentimiento. En Reino Unido y en Estados Unidos es posible ver ya con suma claridad un abismo expansivo de raza, clase y educación; pero conforme proliferan las explicaciones, la manera de superarlo es más difusa que nunca. Una vez más han entrado en marcha los gastados pares de opuestos retóricos que a menudo corresponden a las amargas divisiones de nuestras sociedades: progresivo vs. reaccionario, abierto vs. cerrado, liberalismo vs. fascismo, racional vs. irracional. Y, a medida que una industria intelectual polarizada juega a ponerse al día con acontecimientos cambiantes que no supo anticipar, es difícil no sospechar que nuestra búsqueda de políticas racionales que den cuenta del desorden de la actualidad sea una empresa en vano. A los opositores al nuevo “irracionalismo” —sean de izquierda, de centro o de derecha— los une la presunción de que los individuos son agentes racionales motivados por un interés material personal, enfurecidos cuando sus deseos se ven frustrados y, por ende, aptos para pacificarse con su satisfacción. Este entendimiento de las motivaciones humanas se intensificó durante la Ilustración, cuyos pensadores principales rechazaron las tradiciones y la religión, y buscaron reemplazarlos con la capacidad humana de identificar racionalmente los intereses personales y colectivos. El sueño de fines del siglo XVIII de reconstruir el mundo conforme a parámetros seculares y racionales fue reelaborado en el siglo XIX por pensadores utilitaristas que teorizaron sobre cómo obtener la mayor felicidad para el mayor número de personas, y tanto socialistas como capitalistas adoptaron esta noción del progreso. Tras el colapso de la alternativa socialista en 1989, esta visión utópica adoptó la forma de una economía de mercado global dedicada al crecimiento y al consumo sin fin —ante la cual no habría alternativa—. Según esta visión del mundo, que indudablemente es casi absoluta hoy en día, el Homo economicus es la norma humana: un sujeto calculador, cuyos deseos e instintos naturales adquieren la forma de su motivación última: buscar la felicidad y evitar el dolor.
Esta simple perspectiva siempre ha negado muchos factores permanentes en la vida humana: por ejemplo, el miedo de perder el honor, la dignidad y el estatus; desconfiar del cambio; buscar la estabilidad y la familiaridad. En ella no había lugar para pulsiones más complejas: la vanidad, el miedo a mostrarse vulnerable, la necesidad de cuidar la reputación. Obsesionados con el progreso material, los hiperracionalistas ignoraron la tentación que el resentimiento representa para los olvidados, así como los placeres tenaces del victimismo. Y, sin embargo, la historia moderna es una gran evidencia del poder persistente de la irracionalidad. No hace mucho —a principios del siglo XIX— las pretensiones francesas de una civilización racional, universal y cosmopolita provocaron por primera vez el resentimiento de los alemanes en la expresión militante de lo que ahora denominamos nacionalismo cultural: la reivindicación de una cultura auténtica arraigada en el carácter y la historia nacionales o regionales. Desde entonces, una revolución tras otra han demostrado que, al adquirir una fuerza política significativa, los sentimientos y los estados de ánimo pueden cambiar el mundo. El miedo, la ansiedad y el sentido de la humillación fueron los motivos principales para la política expansionista de Alemania a principios del siglo XX, y es imposible entender el resurgimiento actual del sentimiento antioccidental (en China, Rusia e India) sin reconocer el papel que juega la humillación. No obstante, en buena medida debido a que la economía se ha vuelto la herramienta principal para entender el mundo, se ha arraigado una forma mecanicista y materialista de concebir las acciones humanas. Forjada en el XIX, la visión de que “no hay nexo entre un hombre y otro, más allá del vil interés personal”, se ha vuelto ortodoxa de nuevo en un clima intelectual que concibe el mercado como la forma ideal de interacción humana y que venera el progreso tecnológico y el crecimiento del PIB. Todo esto es parte de la rígida creencia contemporánea de que lo que cuenta es sólo lo que se puede medir y que, entonces, lo que no es medible —las emociones subjetivas— no cuenta. Nuestro actual desdén por las motivaciones no económicas sorprende aún más cuando vemos que hace menos de un siglo, el “limitado programa racional” renacentista para la felicidad personal ya era “el colmo del ridículo y el desprecio”, como aseveró el escritor modernista austriaco Robert Musil en 1922. En efecto, las obras pioneras de la sociología y la psicología, así como del arte y la literatura modernistas de principios del siglo XX, fueron determinadas en parte por su insistencia en que el ser humano es más que el egoísmo racional, la competencia y la adquisición, que la sociedad es más que un contrato entre individuos autónomos que lo calculan todo racionalmente, y que la política es más que los tecnócratas impersonales que desarrollan esquemas de progreso hiperracionalistas con base en sondeos, encuestas, estadísticas, modelos matemáticos y tecnología. Fiodor Dostoyevski, quien escribía en la década de 1860 durante el apogeo del liberalismo decimonónico, fue uno de los primeros pensadores modernos en emitir la sospecha —que ahora vuelve a perturbarnos— de que el pensamiento racional no influye de forma decisiva en el comportamiento humano. Opuso sus Memorias del subsuelo —el perdedor por excelencia que sueña con vengarse de los ganadores de la sociedad— a la idea del egoísmo racional o del interés material personal que, en ese entonces, era popular en Rusia entre los ávidos lectores de John Stuart Mill y Jeremy Bentham. El protagonista de Dostoyevski ataca de forma obsesiva las suposiciones racionalistas tanto de capitalistas como de socialistas: que los seres humanos son animales que calculan todo con la lógica, persiguiendo obtener un incentivo:
¿Quién fue el primero que dijo, el primero que proclamó, que el hombre hace marranadas sólo porque ignora sus verdaderos intereses y que si se le instruyera debidamente, si se le abrieran los ojos para ver aquello en que consisten sus verdaderos y auténticos intereses, al instante dejaría de hacer marranadas y se volvería bueno y noble, porque siendo instruido y comprendiendo verdaderamente dónde están las ventajas, encontraría su propia ventaja en la bondad y en nada más?
Dostoyevski definió un estilo de pensamiento que desarrollaron después, entre otros, Nietzsche, Freud y Max Weber, quienes montaron toda una revuelta intelectual contra las certezas opresivas de las ideologías racionalistas, fueran de izquierda, de centro o de derecha. Hoy en día esta revolución intelectual prácticamente ha quedado en el olvido, pero estalló en un momento emocional y político cuya familiaridad nos provocaría escalofríos: un periodo de crecimiento económico desigual y perturbador, de desconfianza hacia los políticos, miedo al cambio y ansiedad sobre el desarraigo de cosmopolitas, extranjeros e inmigrantes.
Ésta fue una era en que las masas desafectas —que retrocedían del prolongado experimento decimonónico del racionalismo económico del laissez-faire— habían empezado a optar por alternativas radicales, en forma del nacionalismo de “sangre y suelo”, así como del terrorismo anarquista. Este levantamiento político antiliberal forzó a muchas de las que ahora consideramos figuras emblemáticas de la vida intelectual del siglo XX, a cuestionar sus nociones básicas sobre el comportamiento humano y a descartar las panaceas positivistas arraigadas el siglo anterior. Freud, quien vivió la Viena de principios de siglo en la que los demagogos culpaban a los judíos y a los liberales por el sufrimiento masivo infligido por el capitalismo industrial, llegó a concebir el intelecto racional como “algo endeble y dependiente, un juguete y una herramienta para nuestros impulsos y emociones”. En El porvenir de una ilusión (1927), Freud escribió: “Experimentamos así la sensación de que la civilización fue impuesta a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo apoderarse de los medios de poder y de coerción”. Mucho antes de las explosiones demagogas del siglo XXI, conforme Max Weber observaba la frenética industrialización de Alemania, especuló con la profecía de que, al estar a la deriva por el alboroto socioeconómico y alienados por la racionalización burocrática, los individuos se volverían vulnerables ante un líder déspota. El problema para estos críticos del racionalismo de la Ilustración, como lo definió Robert Musil, no es que “tengamos demasiado intelecto y excesivamente poca alma”, sino que tenemos “excesivamente poco intelecto en las cuestiones del alma”. Hoy en día sufrimos aún más por este problema, conforme luchamos por entender los brotes de irracionalismo político. Comprometidos con concebir al individuo como un agente racional, no logramos reconocer que es una entidad profundamente inestable, cuya estructura se ve afectada permanentemente por su interacción con condiciones culturales y sociales cambiantes. Fruto de lo que Hannah Arendt describió como un “tremendo incremento del odio mutuo y una irritabilidad en cierto modo universal de todos contra todos”, hoy en día este ser frágil se ha vuelto especialmente vulnerable ante el ressentiment. El término ressentiment —que proviene de una mezcla intensa de envidia, humillación e impotencia— no es meramente la palabra francesa para resentimiento; adquirió significado en un contexto sociocultural específico: el surgimiento de una sociedad secular y meritocrática en el siglo XVIII. Aunque nunca utilizó la palabra, el primer pensador que identificó la manera en que el ressentiment surgiría de los ideales modernos de una sociedad equitativa y comercial, fue Jean-Jacques Rousseau. Un desconocido para la élite parisina de su tiempo, y que luchó contra la envidia, la fascinación, la repulsión y el rechazo, Rousseau observó cómo, en una sociedad dominada por el interés personal, las personas viven para satisfacer su vanidad: el deseo y la necesidad de asegurarse el reconocimiento de los demás, de ser valorado por ellos tanto como uno se valora a sí mismo. Pero esta vanidad a menudo termina alimentando en el alma un desagrado por uno mismo, al tiempo que atiza un odio impotente hacia los demás, y rápidamente puede degenerarse hasta volverse un impulso agresivo en el cual los individuos sólo se sienten valorados cuando tienen preferencia sobre los demás, y se regocijan en su desprecio por ellos. (Como lo sintetizaría Gore Vidal: “No basta con triunfar; otros deben fracasar”.) Tal ressentiment se genera en proporción a la propagación de los principios de equidad e individualismo. A principios del siglo XX, el sociólogo alemán Max Scheler desarrolló una teoría sistemática del ressentiment como un fenómeno marcadamente moderno, arraigado en toda sociedad donde la equidad social formal entre los individuos coexiste con diferencias abismales de poder, educación, estatus y posesión de bienes. En la era del comercio global, hoy en día estas disparidades existen por doquier, junto con nociones agrandadas de aspiración y equidad personales. Por consiguiente, el ressentiment, un resentimiento existencial de los otros, está envenenando a la sociedad civil, menoscabando en todas partes la libertad política. Pero lo que hace que el ressentiment sea algo particularmente maligno hoy en día es una creciente contradicción. Los ideales de la democracia moderna —la equidad de condiciones sociales y el empoderamiento personal— nunca han sido tan populares, pero llevarlos a una verdadera realización se ha vuelto cada vez más difícil, si no imposible, en sociedades caracterizadas por una desigualdad grotesca que emerge de nuestro estilo de capitalismo global. Las dos más recientes décadas de globalización frenética nos han acercado más que nunca al ideal liberal de la Ilustración de una sociedad comercial universal de individuos racionales y autónomos con intereses personales —originalmente promovido en el siglo XVIII por pensadores como Montesquieu, Voltaire, Adam Smith y Kant—. En el siglo XIX todavía era posible que Marx le hablara con desprecio a Jeremy Bentham por asumir al “comerciante moderno, especialmente el comerciante inglés, como un hombre normal”. Sin embargo, en nuestra época la ideología del neoliberalismo —un híbrido (centrado en el mercado) del racionalismo de la Ilustración y el utilitarismo decimonónico— ha logrado dominar casi por completo tanto el ámbito económico como el político. El éxito de esta creencia universal puede atestiguarse en las numerosas innovaciones de las últimas décadas, que ahora parecen perfectamente naturales. Se espera que el mercado racional garantice el abastecimiento de productos y servicios de valor, mientras que la labor del gobierno es garantizar la competencia leal, que produce “ganadores” y “perdedores”. La amplia revolución intelectual, en la que los jueces de un mercado que lo sabe todo juzgan el fracaso y el éxito, ha insistido aún más en la racionalidad del individuo. Las cuestiones de justicia y equidad social se han desvanecido junto con las concepciones de la sociedad o la comunidad, reemplazadas por el individuo que elige con libertad en el mercado. Conforme a la perspectiva que prevalece hoy en día, las injusticias arraigadas por la historia o las circunstancias sociales carecen de importancia: el chico de la calle también puede ser un millonario y el fracaso del individuo para escapar de la clase marginada es la propia evidencia de sus malas elecciones.
Pero en esta concepción abstracta no tiene cabida la situación emocional de la gente real de carne y hueso, ni la forma en que ésta pueda actuar dentro de un contexto social e histórico particular. Una de las primeras personas que notaron el perturbador conjunto de emociones que ahora vemos entre los individuos egoístas en el mundo fue Alexis de Tocqueville, a quien desde la década de 1830 ya le preocupaba que la promesa estadounidense de la meritocracia, su uniformidad de la cultura y los valores, y la “igualdad de condiciones” provocarían ambición ilimitada, envidia destructiva e insatisfacción crónica. La pasión por la equidad, advirtió, podría elevarse “al colmo de la furia” y llevar a muchos a someterse al cercenamiento de sus libertades y a anhelar el mandato de un dictador. Hoy en día somos testigos de un frenesí universal de miedo y repugnancia, pues la revolución democrática que Tocqueville atestiguó se ha expandido desde el centro de Norteamérica hasta los rincones más remotos del mundo. La rabia por la equidad está aunada a la búsqueda de la prosperidad, regida por la economía de consumo global, y empeora en la vida interior de las personas las tensiones y contradicciones que después se juegan en la esfera pública. “Para vivir en libertad —advertía Tocqueville—, uno debe acostumbrarse a una vida llena de agitación, cambio y peligro.” Este tipo de vida es infértil para la estabilidad, la seguridad, la identidad y el honor, incluso cuando rebosa con bienes materiales. No obstante, ya es común entre la gente de todo el mundo que las consideraciones racionales de la utilidad y la ganancia —las necesidades de las cadenas de distribución y los imperativos de las retribuciones trimestrales de los accionistas— se erradiquen, se degraden y se tornen obsoletas. Ahora quedó claro que la exaltación de la voluntad personal —como algo independiente de las presiones sociales e históricas, y tan flexible como los mercados—, encerraba una inocencia sobrecogedora sobre la desigualdad estructural y el daño psíquico que ésta ocasiona. La obsesión contemporánea con la elección personal y el agente humano menospreció incluso los más básicos descubrimientos de la sociología de fines del XIX: que en cualquier sociedad masiva las oportunidades en la vida se distribuyen de forma desigual, que siempre hay ganadores y perdedores, que una minoría domina a la mayoría, y que las élites tienden a manipular y a traicionar. Con tantos de nuestros hitos en ruinas, apenas podemos vislumbrar hacia dónde nos dirigimos, mucho menos trazar una ruta. Pero, aunque sea para orientarnos, necesitamos, ante todo, una mayor precisión en las cuestiones del alma. Los asombrosos acontecimientos de nuestra era de la furia, así como nuestra perplejidad ante ellos, vuelven imperativo que afiancemos el pensamiento en el ámbito de las emociones; estos sobresaltos exigen nada menos que una comprensión mucho más grande de lo que significa que los seres humanos persigan los ideales contradictorios de la libertad, la equidad y la prosperidad.
Imagen de portada: Jon McNaughton, Wake Up America. © Jon McNaughton
Publicado originalmente en The Guardian el 8 de diciembre de 2016. Se reproduce con autorización.