dossier Mexamérica MAY.2018

Volver a la madre patria

Erika L. Sánchez

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Provengo de una larga línea familiar de campesinos. Somos gente calurosa del desierto. Cabrones aguerridos. Me acuerdo de esto cada vez que regreso al norte de México y examino el paisaje de la Sierra Madre. La tierra no cede ni perdona. De acuerdo con relatos coloniales españoles, el clima en esta región era tan extremo que los caballos desprotegidos podían congelarse en invierno. Por el contrario, los meses de verano traían un calor tan intenso que los españoles afirmaron que rivalizaba con el de África. Le he preguntado a mi familia una y otra vez sobre la civilización indígena de la que descendemos, pero nadie puede darme una respuesta definitiva. Somos mexicanos rurales pobres, y por lo tanto, confundidos más allá de clasificaciones simples. Hay un tátara-tátara-tátara abuelo (o algo así) que era español, pero eso es todo lo que he podido sacar a la luz. Lo mejor que puedo hacer es suponer que, de acuerdo con el origen de mi familia, parte de nuestro linaje es tepehuán. Quiero creer esto porque los tepehuanes eran fieros; cansados ​​del trabajo excesivo y el maltrato, se rebelaron contra los españoles en 1616, un levantamiento que los colonizadores nunca vieron venir. Andrés Pérez de Ribas, historiador jesuita de la época, lo describió como “uno de los mayores brotes de desorden, agitación y destrucción que se habían visto en Nueva España… desde la Conquista”. Lucharon contra los españoles por cuatro brutales años. En mi familia hay una gran mezcla de pigmentos, desde castaño muy claro hasta castaño oscuro. Ojos azules, verdes y marrones. Cabello rojo, rubio, negro y castaño. Cuando escucho a la gente decir que una persona no “parece mexicana”, me gustaría mostrarles un retrato familiar y sugerirles que lean un libro de historia. A veces la gente me dice esto como si fuera una especie de cumplido. Oh, pasas por italiana o griega, me tranquilizan. Una vez, un hombre que trataba de seducirme en un bar me dijo que tenía una nariz muy interesante; quiso saber “de dónde” era, y cuando le dije que era mexicana, debo haber hecho añicos su fantasía, porque se veía realmente decepcionado. Supongo que mis orígenes eran demasiado pedestres para su imaginación erótica. Después de una lectura de poesía en Wisconsin hace varios años, un hombre blanco mayor me preguntó de dónde era, y cuando dije “Chicago”, su respuesta fue: “Pues no pareces”. ¿Acaso nunca había estado en Chicago? Y luego, por supuesto, están aquellos que dudan en usar la palabra mexicano porque piensan que es peyorativa. La susurran como si fuera un diagnóstico vergonzoso, y yo, exasperada, quiero gritar: “¡Cabrón, él es literalmente mexicano! ¡De México!”

Mural frente al Estrada Court, Los Ángeles, California

En mi último año de universidad estaba ansiosa por dejar mi ciudad natal, así que me postulé para un posgrado, para el Cuerpo de Paz y para una Beca Fulbright. No tenía idea de adónde me iba a llevar la vida después de las confortables fronteras de la escuela. Todo lo que sabía era que quería ver el mundo por mi cuenta. Toda mi vida había fantaseado con vivir sola en una tierra desconocida donde escribiría frenéticamente hasta que el sol saliera. Así es como imaginé que era la vida del escritor: llena de aventuras, escritura, alcohol, sexo, cigarrillos y ropa negra desteñida. Construí esta imagen romántica y bohemia a partir de películas que había visto y libros que había leído, y, en cierto sentido, hice que se volviera realidad. Fui la primera mujer del lado materno de mi familia en asistir a la universidad, y fui la primera en ambos lados de la familia en vivir sola. Salir de casa sólo porque tenía ganas de una aventura era desconcertante para todos. ¿Por qué diablos me gustaría valerme por mí misma? ¿Y ahora me mudaba al otro lado del océano? ¿Para qué? ¿Quién creía que era? Pero lo que yo consideraba una vida ordinaria, llena de monotonía, obligaciones y convenciones sociales, me parecía una muerte lenta e insoportable. No quería un trabajo de oficina estable después de la universidad. No quería casarme y tener hijos. No quería ser un adulto responsable que usara pantalón de vestir para ir al trabajo y que se preocupara por su 401K. (Todavía no sé qué es eso exactamente. Soy un fracaso de adulto.) En cambio, anhelaba una vida extraña e imposible que me inventé por completo; había decidido hacía mucho tiempo que éste era mi destino, aunque nada en el mundo había siquiera sugerido que fuera posible. Originalmente planeé postularme para una Fulbright en un país más oscuro, como Uruguay (no sabía absolutamente nada de Uruguay), porque no creía que pudiera conseguir una beca para España, que imaginaba como un país competitivo. Mis amigos, sin embargo, me convencieron para que lo hiciera. ¿Qué podía perder, además de mi orgullo?


Cuando le conté a la gente sobre mi próximo año en España, a muchos les impresionó que iba a regresar a mi “patria”. Estaba emocionada por comprender parte de mis orígenes, pero llamar a este lugar mi patria era un insulto para mi madre morena. ¿Qué tenía que ver España conmigo? ¿Me reclamaría de alguna manera? Sospeché que no. Llegué a Madrid siendo una ávida y entusiasmada joven de 22 años de edad. Nadie en mi familia, por lo que sabía, desde la salvaje conquista del Nuevo Mundo, había cruzado el Atlántico. La ciudad me abrumó, pero eso era exactamente lo que estaba buscando. Estaba inquieta y quería ser estimulada eternamente; quería música a todo volumen, bolas disco y luces brillantes que me siguieran a todas partes. Me zambullí en la vida nocturna a toda potencia. Había una exuberancia colectiva en la ciudad que nunca había experimentado. Hombres bengalíes vendían rosas y chucherías brillantes en las esquinas. Mujeres chinas vendían cervezas y bocadillos a los borrachos que trastabillaban por la calle. La multitud de personas me entusiasmaba, y me encantaba que incluso los ancianos estuvieran fuera hasta altas horas de la noche, dando tumbos después de haber tomado demasiadas copas de vino. Esta gente sí sabe vivir, pensé. Los estadounidenses lo estaban haciendo todo mal.

Cuando era niña, mi familia vivía en un departamento que daba a un callejón. El edificio era de dos departamentos que se habían convertido ilegalmente en cuatro. Estábamos separados de nuestros vecinos por láminas de madera contrachapada clavadas a la pared. Mi madre trabajaba por las noches, y mi papá, agotado después del trabajo, solía estar en el sofá viendo la televisión. Ya que mi hermano era cinco años mayor, nunca jugamos juntos, y la mayoría de los días lo fastidiaba, así que me mantuve al margen. Pasé gran parte de mi infancia sola, leyendo, dibujando y mirando por la ventana. Hubo momentos en que estaba tan desesperada por tener compañía que llamaba a un número gratuito para escuchar la grabación de una historia; ahora pienso que era cómico, y lamentable a la vez, que dependiera de una voz automatizada para pasar el día. La ventana de nuestra sala miraba hacia el norte y había un árbol en la distancia que siempre me obsesionó. Pensaba que era hermoso y en verdad quería estar allí, estar en otro lado. El árbol no tenía nada de especial; en aquel momento parecía ser lejano e inaccesible, pero ahora me doy cuenta de que no podía haber estado más que a unas pocas millas de distancia. Supongo que el árbol genérico se convirtió en un símbolo de mi escape, de lo que era posible. Cuando tenía 11 años nos mudamos a nuestra primera casa, que seguía estando en Cicero, pero en un vecindario un poco mejor. (Había algunas personas blancas en nuestra cuadra y una de ellas acuchilló nuestras llantas una noche.) Por las tardes, mi mejor amiga Claudia y yo caminábamos a las clases de karate en la calle Roosevelt, que técnicamente quedaba dentro de la ciudad, pero a sólo unas pocas cuadras de distancia. Hubo ocasiones en que tomamos desvíos y exploramos las áreas industriales. Claudia siempre quería ir más allá de los límites, y yo también, aunque admito que a menudo tenía miedo. Una noche entramos furtivamente a una fábrica abandonada. Me preocupaba que hubiera indigentes o drogadictos acechando en los rincones oscuros, listos para asesinarnos, pero seguí adelante porque mi curiosidad era más fuerte que mi terror. El edificio se había dañado en un incendio. El segundo piso estaba blando y desmoronado, listo para derrumbarse, pero aun así lo atravesamos. Encontramos un árbol que crecía en el primer piso, la luz entraba por un agujero en el techo. Pensaba que era increíble, pero el miedo me atravesaba como una espina. Mi comportamiento, este deseo de meterme siempre en algún tipo de enredo, siempre se ha considerado poco femenino en la cultura tradicional mexicana. Mi abuela materna a menudo me llamaba marimacha, que se traduce como butch o dyke. Mi madre, mucho menos severa, simplemente me llamaba andariega, que significa wanderer, o callejera, que quiere decir mujer de las calles. Se supone que las niñas no deben alejarse de sus hogares. Alquilé mi primer departamento en una parte lujosa de Madrid, demasiado lejos de la escuela donde era profesora auxiliar. No sabía nada de la ciudad y tomé un departamento que parecía suficientemente agradable. Si hubiera entendido cuán snob y pretencioso era el barrio, habría elegido un lugar diferente porque lo que realmente quería era ruido y grime. Supongo que quería sentirme como en casa. Luego encontré mi departamento en Lavapiés, el barrio de inmigrantes al sur de la ciudad. Inmediatamente aprecié la humildad del nombre, el acto de lavar los pies. Mi arisco roommate español, de mi primer departamento, me advirtió sobre él; dijo que era peligroso, pero en cuanto salí del metro, me enamoré: las fruterías, las carnicerías, mujeres con saris, personas que gritaban en idiomas que no reconocía. Era vibrante y ruidoso, y el aire olía a carne y especias. Aquí es donde estaba destinada a vivir. Mi compañero de cuarto obviamente era racista, pensé para mis adentros.

Barbara Carrasco, Historia de LA: una perspectiva mexicana, 1981

La mayoría de los inmigrantes en el vecindario eran hombres jóvenes, lo que no me sorprendió. Pertenezco a una familia de inmigrantes, así que ya sabía que los hombres se van primero y las mujeres después los siguen. No es inusual que grupos de hombres mexicanos vivan apretujados en pequeños departamentos mientras envían pedazos de sus exiguos sueldos a casa.

En el otoño comencé a tomar una clase de poesía en una organización literaria local, que resultó ser una de las mejores decisiones de mi vida. Todos los jueves por la noche tomaba el tren para reunirme con mi grupo en una pequeña sala de conferencias del centro. Nuestro maestro, Jesús, era un tipo enorme y gordo que siempre usaba sombreros tontos y fumaba cigarrillos sin filtro en clase. Era divertido y brillante y nos daba los ejercicios de escritura más extraños para despertar nuestro subconsciente. Uno de ellos fue un ejercicio dadaísta en el que tuvimos que escribir la palabra “lámpara” en una hoja de papel y colocarla cerca de nuestra cama mientras dormíamos. Cuando despertáramos, debíamos escribir lo que se nos viniera a la mente sin permitir que nuestro pensamiento racional se interpusiera en el camino. El poema que escribí como resultado de este ejercicio fue sobre el hombre que consumió mis pensamientos ese año. Parte del poema vino a mí mientras caminaba a solas una noche. Me detuve a mitad de la calle para escribir una imagen luminosa de semen escurriendo por una sábana blanca. Hubo muchas ocasiones como éstas. Encontré inspiración a cada paso, y hubo momentos en los que casi no podía soportarlo. Mi grupo desarrolló una camaradería con la que había soñado. Después de cada sesión, la mayoría de nosotros nos dirigíamos a un bar cercano a tomar cerveza y continuar nuestras discusiones sobre poesía. Amé estas noches. Todos éramos muy diferentes: una chica gótica, un adolescente, un hombre de negocios mayor, una sofisticada mujer en sus veintes que exploraba su angustia. Y luego estaba María, “la del nombre difícil”, que era mi favorita del grupo y que años más tarde se convirtió en una de las escritoras feministas contemporáneas más importantes del país. A mí me conocían como la americana, o “la gringa”, como algunos cariñosamente me llamaban. Fui yo quien escribió el poema sobre un lince que se come a su propia cría. Había sido siempre una ermitaña, y sentía que finalmente había encontrado a mi gente.

Algunos de los otros estadounidenses que conocí hablaban con acento y ceceo españoles. Hice todo lo posible para evitarlo, pero supongo que era inevitable que se filtrara en mi habla. Una vez en el teléfono con mi madre me escuché decir “grathias” en lugar de “gracias”, lo que me mortificó. Esperaba que ella no hubiera escuchado, porque me sentí como una idiota pretenciosa. Mi madre tiene orígenes humildes y no quería que pensara que me estaba dando aires de grandeza. Mi ambigüedad racial me permitió integrarme. A veces la gente me pregunta si experimenté racismo mientras estaba allí, lo cual es difícil de responder. Mi piel no es muy oscura, así que la mayoría de las personas no sabían qué hacer conmigo. Si hubiera sido negra, sé que habría tenido una experiencia completamente diferente. Había desconocidos que me hablaban en árabe, y amablemente tenía que explicarles que yo no hablaba su idioma. Los lugareños se reían de mi español mexicano como si fuera yo una especie de palurda. Cuando les explicaba que era mexico-americana, los españoles con frecuencia se mostraban perplejos. ¿Cómo podrías ser ambos?, se preguntaban. ¿Y por qué tenía yo un acento extraño? Entonces tuve problemas para entender qué es lo que era tan difícil de entender. Lo que yo quería decir era esto: “tu pueblo colonizó salvajemente el Nuevo Mundo, pariendo así mestizos en la tierra que se convirtió en México, y cientos de años más tarde, gracias al neoliberalismo y la corrupción, estos mexicanos, en busca de trabajo, emigraron a los Estados Unidos, donde son explotados por su trabajo y tratados como animales. Yo soy hija de estos inmigrantes, por eso mi acento no es completamente mexicano. Luché para llegar a la universidad y ahora estoy aquí con una beca de lujo”. En The Location of Culture, el erudito poscolonial Homi Bhabha escribe sobre esta fluidez de la identidad para quienes son productos de la conquista: “Estos espacios ‘intermedios’ proporcionan el terreno para elaborar estrategias de identidad, singulares o comunitarias, que inician nuevas muestras de identidad, y sitios innovadores de colaboración y cuestionamiento, en el acto de definir la idea misma de sociedad”. Bhabha, a su pomposa manera, dice que los productos poscoloniales forjan su propia identidad y cultura. Yo con frecuencia sentía que pertenecía a ninguna parte y a todas partes a la vez. Creo que olvidamos que las personas se componen de multitudes, que contienen muchos yos. Nunca fui completamente mexicana o estadounidense, y en España estaba aún más desorientada, así que, en cierto sentido, me convertí en mi propio hogar. Virginia Woolf escribió una vez: “Como mujer, no tengo país. Como mujer, no quiero un país. Como mujer, mi país es el mundo entero”. Cuando no perteneces, aprendes a anidar en lo desconocido.

Trato de no idealizar a las civilizaciones indígenas. Hay radicales de segunda generación a quienes les gusta pretender que los tiempos precolombinos fueron la época dorada del pasado. Una vez tuve una discusión inútil con un hombre que insistía en que el machismo había sido importado de España, como si todas las mujeres nativas en el Nuevo Mundo hubieran vivido en una especie de utopía feminista. No niego que el sabor a Viejo Mundo del patriarcado se importó a las colonias, pero no creo que debamos engañarnos a nosotros mismos creyendo que todos estaban mejor. (Hay ocasiones en que morbosamente medito sobre cuántas mujeres fueron violadas para que yo existiera.) Según un antropólogo, el típico hombre azteca esperaba que su mujer estuviera “atada a su metate, al comal y a la preparación de la tortilla”. Las mujeres existían para hacer bebés y transmitir su cultura y tradiciones. Los hombres valoraban la virginidad, eran polígamos y con frecuencia tenían concubinas. Me resulta ingenuo pensar que los europeos, o cualquier otra persona, para el caso, tienen el monopolio de la misoginia. Siempre ha habido una parte de mí que se siente inmensa y vacía. Aunque tengo una intensa vida interior y encuentro mucho sentido en los libros, el arte, la escritura y las relaciones, hay algo en el fondo que se siente como unas fauces hambrientas. No importan las circunstancias, nunca hay suficiente. Supongo que ésa es una forma de describir mi depresión: un deseo interminable que no se sacia jamás, pero por el cual destruiré todo lo que encuentre en mi camino, con tal de lograrlo. La depresión se siente como si no pudieras dejar de pintar tu propio cadáver. La belleza en sus diversas formas es lo que me hace sentir más completa: un poema que me arrasa, una pintura que me deja sin aliento, una canción que me llena de un asombro inexplicable. Pero una vez que eso pasa, de nuevo están ahí la ausencia, el vacío, la necesidad, el hueco enorme de la nada. He tratado de llenarlo con todo lo que he podido: sexo, hombres, drogas, cigarrillos, alcohol, viajes, comida y, en general, viviendo imprudentemente, con frecuencia dañando mi cuerpo en el proceso, pero estos bálsamos son y fueron únicamente temporales. Estos bálsamos no eran bálsamos en absoluto. La noche antes de irme tuve una gran cena con mis compañeros de clase, mi roommate y los amigos que hice durante mi año en Madrid. Fue una hermosa noche. Mi grupo me había hecho un póster con mensajes dulces y tontos. Me sentí querida. Después, nos desbordamos en la noche. Era el fin de semana del Orgullo y las calles estaban llenas de gente. Por momentos sentí pánico, pero estaba absolutamente emocionada por la energía. Era lo que buscaba cuando llegué. Luces brillantes, exuberancia, amistad. Nos tambaleábamos por la ciudad y bailábamos. No quería que terminara.

Imagen de portada: Arte callejero en Lavapiés, Madrid.