Era 25 de julio de 2023 y en el auditorio del Centro Cultural Tlatelolco pesaban tantas ausencias que era difícil enfocarse en lo que sucedía. En el aire se palpaba lo que hacía falta: los 43 estudiantes desaparecidos, muchos normalistas y activistas que habían estado presentes durante casi nueve años de búsqueda, la voluntad política del Estado, los archivos militares, la verdad.
En el escenario, los últimos dos miembros del Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI), Ángela Buitrago y Carlos Beristain, se preparaban detrás de una larga mesa cubierta con un mantel negro para presentar su sexto y último informe sobre la desaparición forzada, en septiembre de 2014, de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural “Raúl Isidro Burgos” de Ayotzinapa. También faltaban Francisco Cox y Claudia Paz y Paz, quienes renunciaron al grupo un año antes en protesta por las intromisiones políticas en el caso y el ocultamiento de información. El grupo decidió quedarse con dos de sus miembros para hacer el seguimiento y tratar de explorar las posibilidades de esclarecimiento y justicia.
Solo se llenaron la mitad de los bancos acolchados con los últimos periodistas, activistas, investigadores y el poco público que, casi nueve años después de aquella noche de terror en Iguala, esperaban —esperábamos— los últimos hallazgos del GIEI con el pecho contrito. Un nutrido grupo de familias de los normalistas desaparecidos llenaba las primeras filas del auditorio con fotografías y carteles con los rostros de sus hijos. Un enjambre de fotógrafos circulaba en frente de ellos, amontonándose y disparando sin tregua cada vez que una madre o un padre levantaba una pancarta; una decía: “Nos faltan 43”. El dolor y la angustia están grabados en sus rostros y, tras años de búsqueda, ya los cubre una pátina de hartazgo.
Estabamos ante una revelación y a la vez una despedida. Algo estaba concluyendo, y era a la vez triste —desmedidamente triste— y difícil saber exactamente qué.
En noviembre de 2014 la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) y el gobierno mexicano acordaron la creación del GIEI, en medio de una profunda crisis política, con marchas en las calles, pintas y consignas que acusaban: “Fue el Estado”. Cinco días antes el gobierno había presentado su teoría del caso. La “verdad histórica”, basada en torturas y falsas confesiones, anunciaba que los estudiantes habían sido incinerados en el basurero de Cocula a cielo abierto mientras llovía, durante la noche del 26 y la madrugada del 27 de septiembre.
Las familias de los 43 estudiantes desaparecidos, sus compañeros de Ayotzinapa y cientos de miles de personas en solidaridad con ellos realizaron una serie de manifestaciones que mostraban el rechazo a lo que parecía un operativo de encubrimiento: prendieron fuego a la sede del Congreso del Estado de Guerrero (e intentaron hacerlo con la puerta del Palacio Nacional en la Ciudad de México), iniciaron una caravana que viajaría por el país y realizaron protestas frente a embajadas y consulados de México en decenas de países.
En ese momento de debilidad, el gobierno de Enrique Peña Nieto aprobó el acuerdo que permitió la llegada del GIEI y que abrió al grupo de cinco investigadores de distintas nacionalidades, por primera vez, el acceso total a los archivos y las fuentes oficiales de una investigación estatal en curso. Claudia Paz y Paz había sido fiscal general de Guatemala; Ángela Buitrago, fiscal delegada ante la Corte Suprema de Justicia de Colombia; Francisco Cox, abogado criminalista chileno que había litigado en la Corte Criminal Internacional; Alejandro Valencia, abogado colombiano, investigador de derechos humanos y asesor de comisiones de la verdad; y Carlos Beristain, médico español y doctor en psicología con amplia experiencia en comisiones de la verdad y atención a víctimas y sobrevivientes.
El grupo llegó a México el 2 de marzo de 2015. Para ese entonces, la solidaridad civil iba en descenso y la arrogancia y la manipulación del Estado en aumento. Había mucha presión sobre las familias y los normalistas para que bajaran el tono de sus protestas. Al mismo tiempo, las familias de las otras miles de personas desaparecidas en México (para ese entonces el registro nacional sumaba alrededor de 20 mil) veían con impotencia y frustración que se creara un mecanismo de ese tipo, con respaldo institucional, para investigar un solo caso que involucra a 43 víctimas. No obstante, desde el inicio, el GIEI dijo que los hallazgos tendrían un efecto en el resto de los casos de desaparición forzada. Usando una metáfora médica, Beristain expresó: “Nuestro trabajo es una vacuna para México, para generar los anticuerpos contra la impunidad”.
La puerta ya estaba abierta, y los expertos investigadores de casos graves de violencia de Estado pasaron hasta la cocina. En colaboración y comunicación constante con las autoridades, buscando y recibiendo información oficial e indagando por cuenta propia, poco a poco comenzaron a establecer verdades. Pero no eran las que el Estado quería. En septiembre de 2015, el primer informe del GIEI documentó el montaje en el basurero de Cocula y la manipulación de la investigación. En respuesta, el gobierno empezó a aislar al organismo, a sabotearlo y a manipularlo, y fomentó una guerra sucia en su contra en medios simpatizantes con el Estado. En la prolongación de su investigación, el GIEI logró terminar otro periodo de seis meses y entregó un segundo informe —devastador para el gobierno— en la primavera de 2016, antes de ser cordialmente desinvitado a participar en las pesquisas, y sus miembros elegantemente expulsados del caso y del país. Al final de la presentación de ese informe, las familias de los estudiantes desaparecidos se pusieron de pie y gritaron: “¡No se vayan! ¡No se vayan!”. Ese grito fue recogido y lanzado por cerca de mil personas en el público. Siete años después, en Tlatelolco, también faltó ese grito.
El GIEI no logró encontrar a los 43 estudiantes desaparecidos durante ese año de trabajo, en buena medida por todos los obstáculos e intentos para desviar la investigación. Sin embargo, formuló una hipótesis para guiar su localización, en la que saltaba a la vista la colusión de todas las autoridades de la zona con el narcotráfico: la desaparición de los jóvenes había sido ejecutada para recuperar algo escondido en uno de los cinco camiones tomados por los normalistas, el “quinto autobús”, cuya existencia negaron las autoridades.
Pero el grupo de expertos tuvo muchos logros. Documentó con pruebas y análisis científicos cómo opera el sistema de impunidad del Estado mexicano; evidenció sus mentiras, sus montajes, su fabricación de una “verdad histórica” basada en torturas. También proporcionó a las familias una manera de entender la investigación y desescalar el peso de la mentira. El GIEI encontró, y publicó, el modus operandi con el que se fabrican muchos casos: elegir una mentira; detener a participantes de bajo perfil (o chivos expiatorios), nunca funcionarios; torturar a los detenidos para que sustenten la narrativa oficial de los hechos; fragmentar la investigación en muchas causas judiciales en diversos juzgados por todo el país; pretender que se investiga para fortalecer la hipótesis nombrada como la “verdad histórica”; inventar evidencias supuestamente científicas o destruir las existentes; formalizar diligencias inexistentes avaladas por ministerios públicos que no estuvieron presentes; incumplir la cadena de custodia; filtrar información interesada; crear campañas sucias contra quienes investigan y contra las víctimas.
La Agencia de Investigación Criminal, los Servicios Médicos Periciales y la Subprocuraduría Especializada en Investigación de Delincuencia Organizada servían como una triada del terror, torturando, mintiendo y manipulando todo, hasta los datos científicos. Pero no solo fueron ellos. En esta construcción de impunidad lo mismo intervino la Cancillería, la Marina, el Ejército, la Presidencia y su asesoría jurídica, la CNDH, los diferentes niveles del gobierno y un largo etcétera.
Quien haya investigado un caso de violencia de Estado en las últimas décadas reconocerá en su conjunto estas características. Las masacres de Aguas Blancas (1995), Acteal (1997) y El Charco (1998); los asesinatos de Manuel Buendía (1984), Luis Donaldo Colosio (1994), Paco Stanley (1999) y Digna Ochoa (2001); los veintiséis asesinatos del conflicto de Oaxaca de 2006; la ejecución de los estudiantes del Tec de Monterrey (2010); la masacre de los 72 migrantes o las fosas de San Fernando (2010 y 2011); la matanza de veintidós jóvenes en Tlatlaya (2014); el multihomicidio de la colonia Narvarte (2015)… Una y otra vez, quien investiga de verdad se topa con las mismas tácticas de impunidad.
El GIEI no fue el primer grupo en señalar, documentar y publicar estas tácticas, pero sus integrantes sí fueron los primeros que lo hicieron “desde adentro” del caso y de una forma sistemática y científica; desde una asistencia técnica internacional en la que no se les silenció bajo el mandato de confidencialidad, y con acceso autorizado a casi todas las fuentes de la investigación oficial y hasta con poderes para coordinarse con ministerios públicos. Eso, combinado con la profundidad y el rigor de su trabajo, es lo que hace que los informes del GIEI constituyan, hoy en día, tal vez el más exhaustivo desenmascaramiento del sistema de impunidad.
Este sistema muchas veces se disfraza de una especie de incompetencia exquisita:1 la realización puntual de todo tipo de acto que pareciera ridículo e inepto, pero que siempre tiene la finalidad de encubrir, entorpecer, descarrilar y hacer imposible indagar después. En el caso Ayotzinapa, distintas autoridades han usado muchas de estas tácticas: la tortura; la falsificación de documentos; una licenciada de la PGR que firmaba oficios en Cocula y la Ciudad de México el mismo día, a la misma hora; la manipulación por parte del Ejército de las cámaras del C4, durante los ataques, para dejar fuera de foco a las patrullas que llevaban a los estudiantes; la destrucción de las imágenes de las cámaras del Palacio de Justicia en Iguala que grabaron una de las escenas de desaparición forzada de estudiantes; el invento de un incendio capaz de incinerar a 43 seres humanos en un basurero abierto, rodeado de pasto, arbustos y árboles verdes durante una noche de lluvia (imposible de llevarse a cabo según las pruebas); la siembra de 42 casquillos debajo de una piedra en el basurero de Cocula después de que el lugar había sido exhaustivamente revisado y analizado; la negación del Ejército y del presidente de que existieran documentos de la Sedena alusivos al caso, que el GIEI encontró en los propios archivos de la institución castrense…
El GIEI volvió a México en 2020. Luchó durante años para tener acceso a los archivos militares que les habían negado durante su primer periodo de trabajo. En 2022 tuvo acceso parcial a archivos del Ejército y la Marina. Publicó un tercer informe basado en esa nueva información y documentó responsabilidades delincuenciales de ambas instituciones. Entonces el gobierno se metió en el caso, provocó la renuncia del fiscal especial, que era de confianza de los expertos y las familias, y volvió a negar acceso a los archivos y a mentir sobre la información que pedían. También se hizo la presentación pública —sin consulta previa por parte del subsecretario de Gobernación, Alejandro Encinas— de un informe que señalaba que se trataba de un crimen de Estado y también utilizaba evidencias falsas. La crisis de confianza llevó a la renuncia en protesta de Cox y Paz. Ya para finales de julio de 2023 Buitrago y Beristain habían decidido dejar de insistir, pero entregaron su sexto informe en Tlatelolco: más de trescientas páginas de rigurosa documentación y análisis del sistema de impunidad actual.
En la presentación, ese 25 de julio en Tlatelolco, se sentía el dolor del que hablaba Beristain, quien dijo: “El riesgo que hemos enfrentado es que la mentira se institucionalice como respuesta”. Los hechos muestran no un riesgo, sino una realidad, el esfuerzo del Estado de proteger la institucionalidad de la mentira a toda costa.
El retiro del GIEI supuso una pérdida para todas las familias. Su legado sigue presente en las 1 830 páginas de los seis informes y el libro Metodologías de investigación, búsqueda y atención a víctimas (2017) que constituye una base sólida desde la cual seguir buscando, insistiendo y luchando para encontrar a los estudiantes y las verdades desaparecidas.
Imagen de portada: Memorial por los 43, Universidad de las Artes, Aguascalientes, 2018. Fotografía de Luis Alvaz
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Definición de John Gibler. ↩