La cuna y la tumba del mundo

El Mar / dossier / Marzo de 2024

Julieta García González

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Era un día soleado, fresco, poco común en los mares alrededor de La Paz, en Baja California Sur. Me ayudaron a encaramarme a la panga, para que no me resbalara ni me lastimara. Llevaba playera y shorts encima de un bikini blanco que había comprado especialmente para la ocasión. Sería mi primera aventura en panga, la primera vez que me internaría en el mar de forma menos recreativa e infantil que antes, en lugares como Acapulco o Cancún. El motor fuera de borda se puso en marcha con estruendo y espantó a las aves que nos miraban desde unas piedras. Éramos cuatro, dos parejas. Ellos, dos norteamericanos de mediana edad que vivían y trabajaban en La Paz —profesores y traductores, con un espíritu que heredaba la rebeldía jipi de pelo revuelto y vestimenta casual de los años sesenta—, eran los dueños de la panga y de los bártulos necesarios para la pesca. Nosotros, próximos a casarnos, en nuestros veintes, éramos los invitados. Mi novio, atlético y serio, estudiaba biología marina y rentaba un cuartito de servicio en su casa; hasta ahí llegué a visitarlo desde Ciudad Satélite, el antiguo suburbio chilango.

​ Cada onda de agua que se ve desde la playa se siente como una montaña cuando vas sobre una panga. Conforme se escalan las crestas, el movimiento que golpea la fibra de vidrio de la embarcación te cala en los huesos y la carne. Eso fue una primera sorpresa. Tuve que aferrarme a las orillas del bote para no salir disparada y caer al agua salada.Con el tiempo aprendería a apretar las mandíbulas cuando el mar estaba picado, a aferrarme a las orillas con todas mis fuerzas. Pero ese día de sol todo era sorprendente, nuevo, y parecía un buen augurio para lo que vendría, para la vida que me esperaba después del matrimonio, porque ese sitio sería mi hogar: ese mar sería mi mar.

​ La panga se detuvo muy lejos de la orilla, donde el agua se fundía con el cielo o el cielo con el agua. Era ideal para la pesca, según decretó el profesor. Se prepararon anzuelos, hubo movimientos, luego cierta tranquilidad. Para cuando se lanzaron las cañas al agua, el sol era brutal y el agua plácida, como un espejo inmenso, calmo, casi aburrido. No había otro sonido que el del agua chapoteando con suavidad contra las orillas de la embarcación. Me quité la playera y los shorts y me tumbé en un asiento. Permanecimos en silencio hasta que un animal picó. Los hombres jalaron con fuerza, entre gritos e instrucciones, rodeados todos por el sonido del agua agitándose, de la lucha bajo la superficie. Por fin, sacaron un pez inmenso. La proeza fue de mi novio, G. El animal se agitaba con cara de espanto y boqueaba, hinchando las agallas, coleteando. Lleno de orgullo y satisfacción, G. me miró y, con esa encantadora sonrisa suya, tomó un tubo de metal y le dio con fuerza en la cabeza al pez. Un chisguete de sangre me bañó. El primer golpe no fue suficiente, así que vinieron otros dos que sonaron secos, atroces. El pez quedó inmóvil, vencido por los golpes. Mi bikini blanco se manchó sin remedio. En la panga se celebró esa pesca —la de un barrilete, pariente de los atunes, peces de carne roja— que nos daría de comer al menos un par de días. Para mí, la superficie lisa del mar, sus olas, su olor, habían cambiado para siempre.

Cachalote y calamar gigante luchando, American Museum of Natural History. Fotografía de Mike GorenCachalote y calamar gigante luchando, American Museum of Natural History. Fotografía de Mike Goren


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Un ser marino devoró a Jonás, “un pez”. Desobediente y necio, Jonás trepó a una embarcación, haciéndose a la mar para huir de un encargo que era, ni más ni menos, la prédica de la palabra del Señor. La embarcación se enfrentó a una marejada bárbara y a unos vientos que por poco la parten en dos, sacudiendo a la tripulación, resquebrajándose por acá y por allá, haciendo agua. Necio, desobediente y más o menos cobarde, Jonás pidió clemencia y prometió cumplir su cometido. Dios, como acostumbra, no se apiadó y lo lanzó al mar, donde un pez —según la Biblia— se lo tragó, guardándolo en su barriga durante tres días con sus noches.

​ El escarmiento de Jonás también se usó para castigar a Pinocho en la versión original de Carlo Collodi (1883) y en posteriores: la de Disney (1940) y la de Guillermo del Toro (2022). El pez del profeta se transformó en ballena. La diferencia entre uno y otro puede parecer poca, como si fuera un pequeño ajuste creativo eso de pasar de pez a ballena, algo relativo a las dimensiones. Hay, sin embargo, una enorme distancia que empieza con que el pez respira a través de agallas, el agua es su fuente de oxígeno; la ballena, en cambio, debe subir a la superficie y respirar, como las personas, el aire del planeta. Todo es distinto en su composición interna, desde los huesos hasta el aparato reproductivo. Aunque en nada se parecen, se mueven en un medio que identificamos como único: el mar.

​ El agua ha sido, dentro de los elementos que conforman la tierra, el más misterioso para los seres humanos. Hábiles para caminar largas distancias, aptos para hacerse de herramientas y emplear trucos que faciliten las más arduas tareas, han resultado incapaces de moverse con tranquilidad en el mundo acuático. Dentro del agua, los cuerpos de la tierra se desplazan con torpeza, son pesados y parecen absurdos, como si algo les sobrara o faltara; aunque, a la vez, flotan con ligereza. Una persona de 160 kilogramos subirá con gran dificultad una pendiente, pero se moverá sin presiones en el agua. La fantasía de la levedad humana desaparece ante los seres marinos. Un delfín de 160 kilogramos avanza a 37 kilómetros por hora y recorre, en un mismo día, alrededor de 128 kilómetros de distancia.

​ Nos hermanan con el cielo y sus habitantes el aire que respiramos, el estar secos y el miedo a morir ahogados. Nos ocurre que, a pesar de conocer el 92 % del genoma humano, conocemos apenas el 5 % del océano que cubre el 70 % del planeta. Así que a Jonás se lo pudo tragar un pez aún desconocido: uno terrible que lo mantuvo vivo a pesar de moverse en líquido y que lo escupió para que este profeta menor —necio y cobarde— volviera a lo seco, para predicar la palabra de su Señor.


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La ballena del Pinocchio de Disney no solo era una metáfora de la destrucción de la recién comenzada Segunda Guerra Mundial, sino un guiño literario: también es Moby Dick, la ballena por excelencia, el mal encarnado en un ser marino.

​ Nuestra fantasía ha encontrado un campo fértil en los océanos porque pecamos de ignorancia; los conocemos muy poco; además, no siempre entendemos lo que hemos conocido. La ballena del Pinocho de Guillermo del Toro es un ser a todas luces abisal. Este animal da la impresión de vivir en las profundidades, a diferencia del primer Monstro o Moby Dick, seres pelágicos. Los animales que viven próximos a la superficie tienen una apariencia más amable, son raros y hermosos. Pero, a mayor profundidad, más extraños son los habitantes del mar; nos parecen peculiares los que viven en cuevas, pero son incomprensibles los que habitan a miles de metros de la superficie marina. En lo más hondo no hay luz —y el agua, ya muy densa, se mueve poco— así que la apariencia no afecta en lo más mínimo la selección de pareja. Reproducirse en el fondo marino es una cuestión de suerte o necesidad sin que ninguno de los factores que consideramos relevantes para nosotros (el deseo, nuestra idea del amor, una afinidad espiritual) estén presentes; al menos, no bajo el rasero de lo humano.

​ En ese fondo, donde se supone que vivía Monstro para salir de cuando en cuando, hay animales que podrían poblar las pesadillas de cualquiera —de hecho, las pueblan—. En ese lugar viven peces de cabeza traslúcida y otros que van como Diógenes, iluminando su propio camino con una pequeña linterna que emerge de su frente y aluza sus terribles dientes, afilados y torcidos; otros, largos, planos, como monumentales boas aplastadas, alcanzan los diez metros del hocico a la cola. Esa oscuridad es la casa de calamares gigantes que pueden medir hasta treinta metros y pesar más de doscientos kilos, con tentáculos que pueden abrazar a una ballena. También hay seres diminutos, con luz propia, parecidos a plumas de ave, que suben y bajan a su gusto en esas aguas heladas. Todos ellos sirvieron como inspiración para poetas, novelistas, pintores, profetas, chamanes, animadores, caricaturistas y actores que han moldeado desde la tierra lo incomprensible del mar. Han sido la inspiración de leyendas milenarias, de las historias que los marineros se cuentan entre sí, de mitos fundacionales y predicciones apocalípticas.


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Para muchas culturas, el origen y el fin del mundo está en el mar. Noé decidió cómo sería la vida en suelo firme al subir al Arca una pareja de cada especie conocida, pero ni quiso ni pudo modificar lo que estaba bajo el agua y, según el visionario Juan, el fin del mundo vendrá cuando los océanos se tiñan de sangre antes de desaparecer y llevarse con ellos la última oportunidad de redención.

​ Neptuno y Venus surgen de las aguas marinas que son también el hogar de las sirenas, tan crueles como irresistibles. Las ondinas y las nereidas circularon libremente por los océanos en mitologías tan dispares como la nórdica y la griega. El mar es la cuna del Kraken, el Leviatán y la Hidra. Caribdis y Escila tienen su hogar en las profundidades, al igual que el Sipak o Cipactli. Desde los fiordos hasta las playas tropicales, las aguas calmas o revueltas de los mitos contienen todas las amenazas posibles y también, de forma paradójica, todas las promesas, quizás porque se considera al mar un arcón inagotable de nutrientes, que van de los peces a las algas, pasando por seres de distintos colores, tamaños, formas. Aunque sus recursos son finitos, la abundancia marina da la apariencia de no tener fin. Esto ha sido una desgracia para muchas especies que padecen la voracidad humana. Tal vez la incomprensión que se siente frente a la inmensidad, la diferencia entre este mundo seco y ese mundo líquido, nos orille a ser crueles también con sus habitantes.


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Viví cinco años en La Paz, entre el mar de Cortés y el océano Pacífico, al lado de un biólogo marino en ciernes. Me colé a sus clases y prácticas de campo. Aprendí a ver el mar por dentro, sumergida. Supe que los corales son colonias de animales pequeñitos que sirven como guarida para unos peces de colores que resultaron curiosos como gatos. Conocí de cerca estrellas de mar, esponjas, erizos “coquetos” (cubren su caparazón con conchitas y trozos de vidrio), pepinos de mar… Todos estos son animales sin un referente en la tierra; nada se les parece. Lo mismo pasa con las fragatas portuguesas, otra colonia de animales que se desplaza como una sola bestia mortal, o los tiburones ballena, inmensos y dóciles como vacas que pastan plancton. El mar brilla por las noches, desde dentro, cuando hay bioluminiscencia de algas diminutas y fosfóricas; los cambios de color que presenta en el día se deben a la vida que alberga: más algas coloridas como lentejuelas, microorganismos, cardúmenes.

*Jonás y la ballena*, ilustración de Jami al-Tavarikh, *ca*. 1400. The Metropolitan Museum of ArtJonás y la ballena, ilustración de Jami al-Tavarikh, ca. 1400. The Metropolitan Museum of Art

​ Tortugas, serpientes y lagartos viven en el mar. También lobos marinos, focas, ballenas, nutrias. Jugué con los animales de esos mares, conviví con ellos, tocándolos y dejándome tocar, vi su miedo y su alegría, vi cómo vivían una vida ajena a todo lo que yo consideraba vida.

​ Aprendí a sumergirme sin otra cosa que el aire de mis pulmones para estar cerca de las anémonas, los peces cirujanos, las caracolas, los caballitos de mar. Me enseñó G., siendo ya mi esposo. Bajé al fondo, entre las rocas, primero un poco; luego más profundo, más. Supe que podía descender varios metros y tuve miedo. ¿Y si no puedo subir?, ¿si llego al fondo y no consigo volver?, pregunté. ¿Puedes pensar en una mejor forma de morir?, me respondió G. ¿Se te ocurre una mejor forma de dejar el mundo que ahí abajo, rodeada de todo esto? Descendí hasta alcanzar veinte metros de profundidad. Desde ahí se veía el cielo distorsionado, la luz del sol rota en mil pedazos, las nubes convertidas en sueño. El silencio del mar, la mirada de sus pescaditos, el agua abrazándome: ese pudo ser un buen final.

Imagen de portada: Jonás y la ballena, ilustración de Jami al-Tavarikh, ca. 1400. The Metropolitan Museum of Art