Deglutir para recrear
En 1928 Tarsila do Amaral obsequió y dedicó a su marido, Oswald de Andrade, su afamado cuadro Abaporu, que hoy se exhibe en el Museo de Arte Latinoamericano de Buenos Aires (MALBA) como parte de la colección de Eduardo Constantini. Esta obra constituye la metáfora social de lo que la pintora percibía entonces de la sociedad brasileña y de su deseo por generar una conciencia nacional para la creación de una nueva identidad. En Abaporu contemplamos la imagen sintetizada de una otredad humana que enfatiza la explotación de las naciones latinoamericanas a causa del acelerado régimen industrial: una cabeza disminuida —como si fuese el resultado de una reducción jíbara— en proporción a manos y pies desmesurados. Codigofagia, de la teórica y curadora Itala Schmelz, plantea algunas claves que encuentran ciertas correspondencias con el Manifiesto Antropófago de Andrade y el escenario de este cuadro vanguardista. En el caso de Andrade, con el resultado híbrido de una cultura de vanguardia europea que fue ingerida por los artistas brasileños para dar lugar a otra; en el de Abaporu, con la alegoría de lo considerado como alienígena en tanto extraño, extranjero u otro.
Alejada de toda solemnidad, Schmelz recrea la historia del cine de ciencia ficción producido en México desde una perspectiva singular: deglutir para recrear. Codigofagia mueve a hacernos preguntas vitales en torno a nuestro sino contemporáneo con la ayuda de referentes nacionales y latinoamericanos como Carlos Monsiváis y Bolívar Echeverría, o de teóricas como Sayak Valencia y Mariana Botey. La autora aborda un momento específico en la larga carrera intelectual de Monsiváis, en que este se vuelve parte importante y activa de la crítica cinematográfica no-hegemónica de la producción nacional. En el caso de Bolívar Echeverría, utiliza su versátil teoría sobre el barroco novohispano a fin de desmadejar su hipótesis: la existencia de un cine que derivó de la copia del cine norteamericano para convertirse en uno con características propias. Hacia el final del libro, las apostillas de Valencia y Botey se relacionan con el cine de ciencia ficción reciente, íntimamente involucrado con la situación sociopolítica actual. A lo anterior se suma la reformulación de las preguntas incómodas que, hace décadas, académicas y artistas de la talla de Donna Haraway se hacen respecto de la ciencia ficción como producción teórica: el cine en cuestión bien puede ser el “hijo bastardo” de las nuevas tecnologías que surgieron de la vigilancia militar. Como el cyborg de Haraway, este género fílmico es infiel a su origen.
El libro inicia con el análisis paródico de la filmografía de mediados del siglo XX, atraviesa la intelectualización del género en publicaciones como Snob y Crononauta, para arribar en el cine gore de directores como Emiliano Rocha Minter o Amat Escalante. El esfuerzo, aunque a pequeña escala, recuerda al compendio cinematográfico El cine como arte subversivo hecho por Amos Vogel tras el macartismo norteamericano. Entre tantos fenómenos post, neo y tardomodernistas, una vez más se replantea la pregunta acerca de la vanguardia formulada por investigadores recientes del arte y la cinematografía.
Schmelz evidencia causas comunes no solo con la tesis antropofágica de Oswald de Andrade, remontándose a enunciar los clásicos fundacionales del cine de ciencia ficción como Aelita, reina de Marte (Yákov Protazánov, 1924), para luego compararlos con producciones nacionales como Gigantes planetarios (1965) de Alfredo B. Crevenna y sostener así una dialéctica interesante articulada por la Fenomenología del relajo, del filósofo mexicano Jorge Portilla. En Aelita, al igual que en el filme de Crevenna, el trasfondo chusco de determinadas escenas es necesario en un sentido existencial, en aras de soportar la transición del proyecto que allende imponía la modernidad como sistema político y tecnológico.
La cara de la moneda que siempre resulta más oscura y más oxidada es, realmente, la más atrayente. Codigofagia denota la indisoluble relación de un ala literaria y la cinematografía discordante del mainstream, al tiempo que sostiene la importancia de escritoras como Octavia Butler, Julia Kristeva o Ursula K. Le Guin, toda vez que Schmelz demanda la evidente urgencia de directoras noveles nacionales a cargo de este género fílmico.
Las reflexiones de Schmelz pueden ayudar a sobrellevar la vida en términos existenciales, mientras recupera proyectos artísticos como el Programa Espacial Autónomo Intergaláctico zapatista, en virtud de que, frente al narcogobierno y la tesis comprobada de que la realidad supera a la ficción, aún existen posibilidades de rehacer la vida tras la catástrofe.
Frente al cine predominante de corte hollywoodiense, la lectura de Schmelz nos recuerda la labor del recién fallecido Hakim Bey, estribo ineludible del pensamiento contracultural: si bien el héroe de las películas o los cómics —no importa si estos son lado B— han provisto de su faceta marginal a las últimas retóricas masivas de plataformas y streamings, la autora recupera la inventiva y los imaginarios ancestrales de las películas nacionales que brotan como resultado del trauma colonial. Es el revés de la historia el margen más interesante ya que, por residual que resulte, posibilita hoy más que nunca la introspección del ethos mexicano (en caso de que exista alguno), polimórfico y variable sin lugar a dudas.
En la glosa de Schmelz se subraya un factor vindicativo frente a la interpretación común de la historia oficial del mundo generalmente propagada por el cine comercial. Gracias a la interseccionalidad y otras nuevas metodologías de interpretación, la porosidad del argumento blando vuelve a ponerse a contraluz para revelar su faceta más compleja luego de que pensadores como Frantz Fanon, Édouard Glissant, Gayatri Chakravorty Spivak y Arjun Appadurai interpelaran el discurso hegemónico.
A la objetivización que el cuerpo femenino sufrió desde Barbarella, Schmelz confronta una elaboración teórica divergente que, como el ser alienígena de Abaporu, percibe a los entes trans, a los indígenas y a la mujer en apariencia anodina o a la niña insignificante, como los seres capaces de ofrecer posibilidades de emancipación. Por paradójico que resulte y contrarrestando el reciclaje de utilería a la par de presupuestos cada día más irrisorios, el ingenio y la improvisación que caracterizan las producciones nacionales de este género logran posicionarlo como una alternativa que se burla de los excesos del cine comercial. La creatividad logra desarticular la supremacía incluso para desmontar una propaganda capitalista en decadencia. Codigofagia, de Itala Schmelz, nos recuerda, tal y como antes lo hicieron Amaral, Andrade, Monsiváis y otros tantos, que es en la periferia donde se encuentran las claves de nuestra supervivencia.
Akal, CDMX, 2022
Imagen de portada: Cartel de la película Barbarella (detalle), de Roger Vadim, 1968