No pocas veces la humanidad ha estado tentada a actuar con criterios basados en un elitismo eugenésico: dejar que los más aptos y capaces sean quienes recojan los mejores frutos. Pero tales proyectos sociales han chocado irremediablemente con una premisa fundamental: la vida humana no se define por la aptitud para la supervivencia, sino por el deseo irrestricto de vivir bien. A pesar de la exaltación de proyectos sociales basados en la eficiencia y en la competencia, se advierte que la vida humana requiere de la producción simbólica del pensamiento para que siga siendo eso, humano. Porque aun en las condiciones más precarias la imaginación sigue abriéndose paso por senderos bifurcados de la existencia, dividida entre los apremios de supervivencia y el imperativo categórico del deseo. Y ahí, en lo más íntimo de la conciencia, no preside el mandato de lo eficaz, sino la demanda que nos impele a considerar el sentido de la vida y de las cosas. Este imperativo, omnipresente, anida en lo más profundo del espíritu. ¿En qué momento nace? Tal vez con la vida misma, porque es ella, sin más, el símbolo por excelencia; vivir es una tarea semántica. La simbolización es un fenómeno exclusivamente humano y no tiene nada que ver con los procesos de adaptación y de supervivencia. En cambio, por extraño que parezca, la inteligencia no resuelve la verdadera necesidad humana, pues no hace al ser humano más apto para la vida, sino sólo capaz de resolver problemas. Por el contrario, para vivir es menester algo más que habilidad, se requiere desear vivir. Y esto sólo se logra a través de un vínculo de sentido, producto de la simbolización.
Lo simbólico atraviesa a todo lo largo nuestra existencia. Podremos llegar a prescindir, aunque sea por instantes, de conceptos, de herramientas o de recursos vitales, pero nunca dejaremos de lado lo simbólico. Gracias a los símbolos somos capaces de integrar el mundo como un espacio de creación humana. Por eso, en lo esencial, la vida de las personas con síndrome de Down se manifiesta de manera plena, pues son capaces de significar, comprender, amar, desear, disfrutar, crear, en una palabra, de vivir. Desde hace varias decadas, en la Fundación John Langdon Down se inició la gran aventura de promover una educación basada en el desarrollo de la comprensión, la expresión y la creación simbólicas. El esfuerzo encaminado en esta dirección ha producido frutos valiosos que han motivado a seguir por esta senda.
Este trabajo de sensibilización creativa no ha sido producto del azar. En nuestro país y en nuestra cultura (una extraordinaria amalgama de tradiciones) existe una notable predisposición para la creación simbólica. Los jóvenes con síndrome de Down poseen, casi de manera innata, la maravillosa percepción de un mundo inundado de colores, texturas y sabores, que los convierten en verdaderos glotones de sensualidad. Esto, aunado a un entorno familiar lleno de tradiciones, mitos y leyendas, hace que se encuentre, las más de las veces, terreno fértil. No es casual que los artistas plásticos se distinguan fundamentalmente por su manejo explosivo del color (Rufino Tamayo) y que nuestra literatura sea una conjunción de producción onírica y crudo realismo (Juan Rulfo). Y qué decir de nuestra tradición culinaria: es una verdadera orgía de sabores y texturas, convertida en un ritual de celebración y afirmación comunitaria.
Pues bien, esta buena disposición al simbolismo, y al mismo tiempo, la marcada dificultad de la mayoría de nuestros alumnos para el manejo del lenguaje, nos condujeron, casi por el cauce de un río, por el osado camino de la creación plástica. La expresión simbólica ha permitido a nuestros jóvenes transformar sus carencias lingüísticas en formas y colores a través de diversos materiales y técnicas de producción plástica: al óleo, al carbón, el grabado, pirograbado, la litografía, el aguafuerte y la escultura. Es ahí donde los artistas recrean la vida en sus términos. Su lenguaje nos lleva a través de metáforas y emociones escondidas a reconocer la vida desde otra mirada. Con sus pinceles logran plasmar sus sentimientos y emociones. Sus sueños, anhelos y frustraciones, sus deseos y esperanzas.
Las personas con síndrome de Down nos enseñan a ver la vida con mayor profundidad; si convivimos con ellos y logramos penetrar en su forma de ver el mundo, percibimos que son un destello revelador para reordenar nuestros valores vitales. Detrás de sus visibles carencias aparece la fuerza del espíritu humano, la capacidad creadora que trasciende los mecanismos de la inteligencia y que inunda las cosas con una luz que sólo ellos pueden darnos: el goce irrestricto de la vida.
Imagen de portada: Armando Robles, Composición No. 1, 1995.