Herencias
Aún menudean entre nosotros los críticos y profesores enamorados del concepto de la novela total. Es decir, aquella que, ambiciosa y desmesurada, pretende explorar hasta las últimas consecuencias el mundo determinado que traza (el término —se sabe— lo acuñó Vargas Llosa para hablar de Gabo, cuando aún eran amigos, y acto seguido se lo aplicó a sus propias creaciones). Estos creyentes menudean, así sea a fuerza de repasar ilustres memorias, porque las literaturas de América Latina han sido generosas en la producción de esa peculiar clase de mecanismos narrativos que erigieron, en su día, los ya mentados Vargas Llosa y García Márquez, pero también Cortázar, Fuentes, Cabrera Infante, Carpentier e incluso el renovador (y posterior) Bolaño. Enciclopédicas, voraces, caudalosas y repletas de capas argumentales, estructurales y hasta políticas, así como de pasajes de prosa voluntariamente memorable, esas novelas totales permanecen en la imaginación de buena parte de la crítica de nuestra región como ejemplos del camino que un narrador debe seguir para alcanzar el nivel supremo: como la prueba de fuego que separa a los “grandes” de los demás. Claro que esta idea es difícil de sostener más allá de los alardes de una reseña o una notita, porque entonces tendríamos que aceptar que son menores los novelistas que construyeron visiones alejadas de esa clase de totalidad: es decir, Rulfo, Ibargüengoitia, Arenas, Garro, Castellanos, Ocampo, Fogwill, Onetti, Vallejo, Peri Rossi, Sarduy, Saer, Gorodischer, mil más. Y, sin embargo, eso ha sucedido: la superioridad de la novela total sobre cualquier otra forma literaria en América Latina ha sido parte fundamental del discurso hegemónico en nuestras letras durante decenios y ha contribuido decisivamente a la actitud de ninguneo, olvido y hasta invisibilidad que se deparó a otros escritores esenciales. Pero no hay hegemonía eterna. Hoy mismo, la mejor novelística latinoamericana le debe más a esos presuntos “segundones”, me parece, que a los patriarcas del pasado. Puede decirse que Juan Cárdenas, Samanta Schweblin, Álvaro Enrigue, Selva Almada, Fernanda Melchor, Mariana Enriquez, Diego Zúñiga, Hernán Ronsino y otros más, escriben lejos de la sombra colosal de los “totales” y bajo otras referencias estéticas (el fragmento, el neorruralismo, el esperpento, el nuevo periodismo, los subgéneros; en fin, una multitud de recursos contrastantes y disímiles unos de otros). Y sin embargo… Sin embargo, una novela como No contar todo de Emiliano Monge (quien pertenece, por derecho, al grupo de los más interesantes autores de novela actual en América Latina) obliga a replantearse categorías e ideas. Porque, aunque quizá sería sencillo agruparlo entre los descendientes de los “no alineados”, hay en su largo aliento y en la ocasional grandilocuencia (si es que esta palabra puede ser usada sin connotaciones peyorativas) con que narra, estudia y desmenuza la relación entre tres generaciones de hombres de apellido Monge (su abuelo, su padre y él) algo que recuerda la codicia y exuberancia de la novela total. Y este aspecto, esta capacidad de su estilo para elevarse de lo meramente prosaico a lo espléndido, no es inusitado en la trayectoria del autor. Ya obras como El cielo árido, La superficie más honda y, sobre todo, Las tierras arrasadas mostraron su enorme ambición formal y su capacidad para conseguir, a veces con unas pinceladas, un discurso literario de ecos sociales trascendentes (esto, por cierto, resulta clave en la novela total, cuyos autores fueron reputados de sintonizar su prosa con la “visión profunda” de sus pueblos). Incluso en los vericuetos de una obra a todas luces muy personal, como No contar todo, Monge es puntual observador de las sociedades y los tiempos por los que transcurre su narrativa y un crítico con un punto de vista anclado en la reflexión social (no en balde es politólogo). Me atrevo a decir, pues, que igual que es nieto e hijo de los Monge de su libro, el autor es un paradójico descendiente de los “totales”, es decir, un buen lector de aquellos que los inspiraron (Faulkner, sin duda, y el canon entero de la novela moderna) y del propio boom latinoamericano. Y, en el mismo sentido de la trama de su novela, la manera en que ha decidido aceptar su herencia es entrando en conflicto (formal) con ella, sí, pero comenzando por asumirla… Aquí conviene hacer otro desmarque. Aunque se trate de un proyecto, en todo sentido, memorial y de no-ficción, por tratarse de una historia familiar y basada en acontecimientos reales, la novela, me parece, escapa del terreno de la llamada autoficción, tan en boga, y lo hace por dos motivos. Primero, por el recurso del autor de hablar de sí mismo en tercera persona (las cosas, pues, no le suceden a un yo sino a un Emiliano, lo que crea una distancia textual y da como resultado una intimidad controlada y construida por el lenguaje. Lo narrado no pasa a ser nunca confidencia, sino que se enuncia con el mismo rigor con que se hablaría de un personaje ajeno, un cualquiera). Segundo, porque la autoficción consiste en la sumisión neurótica del mundo y la Historia al yo (verbigracia, los sucesos mundiales en los tomos de Knausgård no ocurren en el tiempo y el espacio históricos, sino en su tiempo y espacio, como música de fondo de sus dolores de estómago, insomnios, desencuentros familiares, etcétera), mientras que en No contar todo, la historia personal y familiar se entreteje discreta pero eficazmente con una mirada sobre el abandono y el machismo, sobre las violencias de la palabra y el silencio. Y es allí donde asoma la Historia, con mayúsculas: en el narco sinaloense, en el PRI, en el 68, en la guerra sucia y el Halconazo. Y también asoma la genealogía. No contar todo, entonces, quizá no pueda ser considerada una novela total, pero en la amplitud de sus miras y su mundo, y en la solemne dignidad de numerosos pasajes suyos, queda claro que es hija y nieta de ellas. El juego de espejos entre los destinos de Carlos Monge McKay (quien huye y finge su muerte), Carlos Monge Sánchez (quien abandona a su propia familia para irse de guerrillero) y Emiliano Monge García (enfermizo, torturado, objeto de reproches permanentes) es recalcado, capítulo a capítulo, por el cambio de punto de vista: el abuelo se narra a sí mismo mediante diarios; el padre le habla al hijo, ausente en sus monólogos salvo como testigo referencial; el hijo habla de sí mismo como de alguien más (“Al otro, a Borges, es a quien le ocurren las cosas”, escribió famosamente Borges). En esa multiplicidad, en esa ambición, en ese escape de la modestia formal y la sencillez estructural y esa apuesta por convertir la intimidad en un mundo inmenso, plenamente afianzado en la Historia, se basa su potencia. Me parece que el triunfo de un libro como No contar todo es que Emiliano Monge no solamente ha ajustado en él las cuentas con su historia familiar y la estirpe patriarcal de su pasado, sino que también lo ha hecho con las tradiciones narrativas ante las que su prosa se construye.
Imagen de portada: Jack Vettriano, The Billy Boys. © Jack Vettriano