Luis Chaves (San José, 1969) es uno de los escritores centroamericanos más reconocidos en la actualidad. Sus libros han sido traducidos a diversos idiomas y premiados en Costa Rica, México y España. Entre sus títulos más destacados se encuentran los poemarios Los animales que imaginamos (1997, Premio Hispanoamericano Sor Juana Inés de la Cruz), Chan Marshall (2005, Premio Fray Luis de León), La máquina de hacer niebla (2012, Premio Nacional de Poesía de Costa Rica), así como la celebrada novela Salvapantallas (2015) y la crónica Vamos a tocar el agua (2017). En 2015, Chaves se convirtió en el segundo escritor centroamericano —precedido por Sergio Ramírez— en ser residente del prestigioso Programa de artistas DAAD en Berlín. Su obra se caracteriza por un estilo cargado de ironía, cotidianidad y brevedad. Su poética lo acerca a autores latinoamericanos como Nicanor Parra o Blanca Varela, pero también a plumas de tradiciones más lejanas como Hunter S. Thompson y Louis-Ferdinand Céline. La editorial Seix Barral reunió su poesía completa bajo el título de Falso documental (1997-2016).
Aún no conozco personalmente a Luis Chaves, solo hemos intercambiado un par de mensajes —en los que descubrimos que vivimos a medio kilómetro de distancia— para coordinar esta entrevista. La fecha acordada es un martes por la tarde. Amablemente, Luis ofreció recibirme en su casa. Llega el día, estoy a medio camino cuando recibo un mensaje de audio y pienso que cancelará de último momento. Se escucha su voz entre risas: “Espero que esto no sea un abuso de confianza brutal de mi parte, ¿podés pasar a comprar un six pack de Pilsen? Yo aquí te pago”. La petición le quita cualquier esbozo de solemnidad al diálogo que tendremos, también refleja muy bien la personalidad desacartonada del escritor costarricense. Me recibe rodeado de sus mascotas, nos sentamos en un agradable jardín trasero, chocamos las latas y empezamos.
¿Se nace poeta o uno se hace poeta?
Yo entré por la puerta de atrás a la literatura. Mi madre trabajaba todo el día y mi abuela se encargaba de cuidarme. Mi abuela, supongo que para que yo estuviera lo más tranquilo posible, me enseñó a leer antes de entrar a primer grado. Aprendí a leer con el diario, con los titulares. Mis padres no eran aficionados a la lectura, pero se dieron cuenta de que tenían un hijo de cinco años al que le gustaba leer todo: desde el diario hasta el manual de la licuadora. Empezaron a comprar libros y yo no entendía por qué los disfrutaba tanto. Uno no sabe por qué le gustan las cosas que le gustan. Crecí escuchando las canciones románticas de la radio de los setenta. Descubrí que solo me gustaban aquellas canciones que contaban una historia, otra vez sin entender el porqué. Esas letras las transcribía a mano. En la adolescencia seguí leyendo y empezó a gustarme la poesía, pero era una afición inconfesable. En esa época, decirles a mis amigos que me gustaba la poesía era prácticamente declararme gay, lo que hubiera sido un tema de máxima preocupación en la familia. Era peor, incluso, que declararme drogadicto. Llegó la época universitaria y opté por estudiar economía agrícola. A media carrera me inscribí en un taller literario para seguir leyendo. Ahí descubrí que quería escribir, escribir poesía. La ilusión era tener mi propio libro. Así que a los veintitrés años me autopubliqué un poemario.
Tus letras buscan claridad. No solo en el sentido de ser diáfanas o sinceras, sino en el sentido de ser accesibles. Te importa que cualquier persona pueda entender lo que escribes.
Cuando escribí mi primer libro leía mucho a [César] Vallejo, no lo entendía, pero me gustaba. Ya dije que uno nunca entiende lo que le gusta. Así que decidí escribir un libro tratando de imitar a Vallejo, [risas] imaginate. Pero, ojo, el valor que tuvo ese libro, fue un momento pivotal donde decidí ser escritor de poesía e irme de la casa familiar. Una semana después de que les entregué el manuscrito a mis padres y les anuncié mi partida, mi madre me dijo que me apoyarían. Fueron buena onda, se lo tomaron muy bien. Pero también me dijo una cosa que me marcó: “No entendimos nada de lo que usted escribió”. Eso siempre se me quedó en la cabeza, la idea de que mínimo mi madre y mi padre me pudieran leer.
También hay accesibilidad a tu obra desde el punto de vista editorial. Te publican Grupo Planeta y, al mismo tiempo, editoriales artesanales muy pequeñas, pasando por un sinfín de editoriales independientes de tamaño medio.
En realidad yo nunca he dejado a las editoriales que me abrieron la puerta desde el principio: las independientes. En Costa Rica, por ejemplo, Perro Azul o Encino Ediciones. Lo de Planeta fue fortuito, cuando sucedió yo no sabía ni siquiera cómo funcionaba el mundo editorial en ese nivel. Salió un libro en Seix Barral, pero solo para el Cono Sur. En mi país no se vendía, tampoco en España o México. Yo no tenía idea de que la distribución era también local, como con cualquier editorial independiente. Desde luego que estoy muy agradecido con Grupo Planeta, pero tengo muy claro que si yo hubiera mandado un manuscrito a sus oficinas nunca me habrían publicado, lo habrían guardado en un cajón en el mejor de los casos. Me publicaron porque me leyeron en editoriales independientes.
En literatura, ¿qué es envejecer?
Solo puedo hablar por mí. ¿Cuándo la rebeldía se convierte en estupidez? Con los años he perdido la necesidad de la provocación. El rencor se metaboliza diferente, ahora hay más angustia que rencor para escribir.
En las “loterías”, como tú sueles llamar a los premios literarios, te ha ido muy bien…
No me puedo quejar, pero no soy ni mejor ni peor escritor por ellos. Todo es fortuito. Incluso ser tico ha jugado a mi favor para las becas internacionales, porque he podido acceder a ellas gracias a que quienes las otorgan desean ser plurales y no quieren que todos los latinoamericanos beneficiados sean mexicanos o argentinos [risas]. Los premios y las becas no dicen nada de la calidad literaria, de eso sí estoy seguro.
Te escuché decir que el antónimo de “amar” no es “odiar”, sino ser “indiferente”. ¿Odias a tu país porque no te es indiferente, porque también lo amas?
Totalmente. No recuerdo donde leí eso, porque no es una idea mía. Al final el país es lo que amás, como aquel poema de José Emilio Pacheco. El país son mis hijas, mis padres, la casa de Zapote, el olor de la lluvia de este lugar. Pero vos lo has visto, este es un lugar de mierda.
A pesar de eso, y con todos sus defectos, San José es mi familia y la casa donde crecí, donde creció mi madre, donde vivieron mi abuela y mis hijas. En ningún lugar uno se va a sentir como en la patria y la patria no es más que la infancia. Sí, la patria es la infancia.
Tu literatura se caracteriza por despreocuparse de ciertas formalidades impuestas a los géneros. ¿Tu narrativa es bastante lírica o tu poesía muy narrativa?
A veces no soy consciente, ni busco serlo, del género en el que escribo un proyecto. Otras veces sí, desde un inicio hay claridad. Tengo un libro que en la primera edición se publicó como poesía y, años después, una nueva editorial lo publicó como narrativa, como una novela breve. Creo que el protagonista siempre es el lenguaje, sin importar si es un género u otro. Me gusta decir que algunos de mis poemas son como el electroencefalograma de un cuento. La historia crece como un árbol sin hojas, pero con las ramas bien definidas.
Eres abiertamente futbolero y has hecho de la crónica deportiva un vehículo literario, ¿qué puede ser más importante: un gol o un poema?
Hay goles que son poemas. A ver, está la cosa filial en el gusto por el futbol. La familia de mi padre tenía la particularidad, que ahora ya puede sonar común, de que las mujeres eran mucho más futboleras que los hombres. Mis tías iban al estadio y se apasionaban, insultaban al árbitro. Yo siempre fui un fanático moderado. Pero eso es lo que me gusta del futbol, no es solo el deporte, es la conexión con la familia. Algo muy latinoamericano, ¿no? Hay una anécdota que me gusta. Estoy con mi tío y mi padre en el estadio, viendo al Club Sport Herediano, el equipo de la familia, y ese día goleamos al Cartaginés, cinco a cero. Paréntesis: mi padre tiene pocos recursos afectivos, la primera vez que lo escuché decir un “te amo” fue a sus nietas. Mi padre y yo nos abrazamos únicamente una vez al año, en Navidad. Pues aquel día de la goleada en el estadio, nos abrazamos cinco o seis veces. Eso es el futbol, un pretexto, igual que la poesía.
La última y nos vamos. ¿Crees que hoy la región centroamericana ofrece mayores posibilidades literarias que hace algunas décadas, cuando un joven Luis Chaves se autopublicó para abrirse camino en el mundo de la literatura?
No lo sé. Creo que no es algo exclusivo de la región, pero ahora hay más posibilidades de otro tipo de espacios donde poner tu trabajo. Internet te da esa oportunidad, que entonces no existía. En cuanto al texto impreso, también hay más editoriales. Recuerdo que a principios de los noventa en Costa Rica había una sola editorial independiente. Lo que sí creo que sigue siendo igual de difícil es la posibilidad de salir del país. Eso se debe a lo que ya decía, lo fortuito. El mundo es injusto e internacionalizarse tiene mucho que ver con la suerte.
Imagen de portada: Luis Chaves, 2021. Fotografía de ©Esteban Chinchilla