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¿De verdad iba a jugarme la vida por unas cuantas horas de lujuria? Lo pensé mucho antes de abrir la app de transporte. Todos somos capaces de cualquier disparate con tal de consumar ese acto primitivo de mete y saca, mete y saca, aun cuando ya tengamos aprendida la lección de que la expectativa suele ser más apasionante que el sexo mismo. Por lo menos más ininteligiblemente sexy. Un amigo organizó un encuentro de cuarentena en una casa arrumbada de techos de dos aguas con cochera estilo suburbio norteño y vista al Periférico Sur en plena incertidumbre de la Fase 2 de la Jornada de Sana Distancia en la Ciudad de México. Reunió entre ocho y diez calenturientos confiables para evitar que un roce en la hora y el lugar equivocados nos contagiara de la nueva COVID-19. Evalué los escenarios de mi egoísmo genital: vivo solo, en el extremo sur de la ciudad, sin contactos inmediatos con personas a quien contagiar involuntariamente. Después de esto me obligaría a un aislamiento radical, como cuando termino alguna relación con batos que me calan los huesos. Sí, le diría eso a mis cercanos: que me dejaran en paz. No habría mucha diferencia con la cuarentena actual, a excepción del mercado y las idas a la tienda de abarrotes de la esquina. Tan sencillo que sería quedarme en casa, ver porno, lubricar el montón de juguetes para la próstata que tengo guardados en el maletín y ya. Pero el sudor de una axila masculina es tan adictiva como una línea de coca de aquí a Torreón. Pedí el viaje, como lo supuse desde un principio.
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La pandemia provocada por el nuevo coronavirus parece disolver el tiempo, como si regresara a esos primeros años de la última década del siglo pasado, cuando las orgías gays se llevaban a cabo de manera temeraria y escondida. No sólo por el rechazo a las modalidades de cogedero gay, sino para evitarnos el linchamiento hetero, siempre con la superioridad moral de que no aprendimos la lección del VIH. Así como muchos bugas y gays son capaces de fingir que les gusta Maná o U2 o St. Vincent con tal de coger, otros le entramos a la ruleta rusa del placer. Sin importarnos las fatídicas consecuencias.
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Podría decirse que la Casita fue el primer club de sexo gay oficial, y debió abrir en 1995 con su insolente oferta de estar disponible las 24 horas los siete días de la semana. Lo cual era una bendición y toda una revolución en las opciones de divertimento gay cuando sonaba imposible que algo así sucediera en el Distrito Federal. Representaba la única forma de ejercer nuestra homosexualidad sin discriminación, sin ser vistos como animales de zoológico apareándonos desenfrenadamente en un país de homofobia asesina. Podías encontrarte a hombres de todos los fenotipos y distintas clases sociales en la primera Casita que abrieron, una mansión industrial de tres niveles sobre el Viaducto, unas cuadras antes del Eje Central. La lujuriosa rutina consistía en llegar a la media noche, anotarte en una libreta, pagar y transitar por sus pasillos con paredes de colores bochornosos que se diluían en las penumbras, besuquearte en los barandales, meterte a la boca una verga de machos a los que no les veías la cara en los laberintos oscuros con paredes de triplay, penetrar a otro cabrón sobre banquillos hechos de herrería y vinipiel barato en uno de sus muchos cuartos. Para mí, el más pervertido era aquel con la puerta plegable donde antes debió estar la cocina. Ahí probé los poppers por primera vez. Unos gloriosos Rush de etiqueta amarilla, de cuando los nitratos de amilo eran calidad pura y los sacaban los cabrones más expertos bajo los carteles que promovían el sexo seguro sin drogas. Un solo jalón de esos poppers te alcanzaba para varios besos sin dolores de cabeza y para enamorarte. Ya deslechado podías dormirte en unos de esos banquillos o en los sillones desnivelados y pasados de moda puestos frente a los televisores que transmitían porno gay en VHS. Aquella capacidad de la Casita de hacer de posada para adictos al sexo sin techo tenía sus desventajas: por ejemplo, terminar con las camisetas tiesas de semen, y nunca faltaba el cabrón que aprovechaba para meterte mano mientras roncabas y se te escurría la baba. Los más canallas te bajaban la cartera. Así aprendías que había que dejar los objetos de valor en el casillero, que tenía un costo extra superior al de la entrada. El barrio era rudo, sobre todo si salías de la Casita al mismo tiempo que abrían el metro, porque a veces las patrullas te atrapaban caminando solo y querían extorsionarte por salir de ese edificio de puros maricones. Era común que los riquillos se encontraran con que a sus carros del año les habían robado los espejos, los rines o de plano el auto entero. Se maldecían a sí mismos por dejarse convencer de ir a un sexclub en medio de una colonia tan naca, pero casi siempre te los volvías a encontrar. Los peligros del barrio fueron atajados cuando los dueños de las Casitas abrieron su sucursal más famosa, la de Avenida de los Insurgentes, justo al lado de la hoy icónica Pulquería de los Insurgentes. Dos casas de suelo de madera que llegaron a ocupar lo que anteriormente había sido el antro rockero la Iguana Azul, con música que provenía de los primeros años de la estación Beat 100.9 FM.
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Pero era cansado estar vigilando que alguien no te diera baje con la camisa que te acababas de quitar, estar cuidando tus cosas distraía. Luego, en sólo diez años, los avances médicos alrededor del VIH evolucionaron sorprendentemente rápido. Los tratamientos antirretrovirales entraron a un esquema de gratuidad por iniciativas como las de la Clínica Condesa en la Ciudad de México. Por ahí del 2005, las Casitas empezaron a sentirse anticuadas conforme regulaban su situación legal —en la Ciudad de México no existe la figura constituida de club de sexo homosexual, por lo que el uso de suelo de la Casita se concretó bajo la figura de asociación civil— y su personal decidió prohibir el uso de poppers, hostigándonos por fumar mota o inhalar unas líneas. Te quitaban la verga de la boca y te echaban a la calle como en cualquier antro hetero. Desde el subterráneo brotó la suicida necesidad de organizar orgías de diez o veinte personas en pequeños departamentos. A diferencia de las Casitas, en las orgías te sentías a tus anchas: semiencuerado y gracias a su altísimo nivel de excitante ilegalidad, promovían las prácticas bareback (a pelo, sin condón) deliberadamente. Como decía el cineasta y escritor John Waters: “lo ilegal siempre será más divertido”. Siempre pensé que el uso de suelo de los saunas y vapores o los espacios de sexo entre hombres se legalizarían antes que el matrimonio igualitario o la adopción homoparental. Sin duda es un indicador de cómo nos aprecia verdaderamente la ley. Cuando en los departamentos se llegaron a congregar hasta 60 cabrones en cuartos de cinco metros cuadrados (como sucedió en un infame pero cachondo departamento al fondo de una vecindad en la periferia del Monumento a la Revolución), los organizadores se dieron a la cacería de un sitio para montar clubes de sexo en una acepción más explícita. Como el Cuchitril. El Cuchitril (nombre que ha sido alterado para no despertar el conservadurismo homofóbico) se encontraba en una casona a espaldas del Centro Médico. Más costoso que las Casitas pero morbosamente más divertido. En el Cuchitril, que abrió sus puertas de 2015 hasta meses antes de la implementación de la Jornada de Sana Distancia (por una mezcla de homofobia institucionalizada y extorsión), llegaron a congregarse 200 cabrones desfachatadamente cisgénero, deambulando en calzones, jockstraps o de plano encuerados en una casona de mediados del siglo pasado sin que la sana distancia se interpusiera en nuestra insana excitación. Desde luego, exponerte desnudo implicaba que la excitación pareciera por momentos un mercado de carnes donde los cuerpos menos colonizados estéticamente quedaran fuera de la selección autodestructiva. La discriminación gay puede ser cruel, sin duda, pero con un poco de lúcida tolerancia al fracaso te la podías pasar bien. Hacerte la madre Teresa de las orgías podrá ser políticamente correcto pero es poco excitante. El Cuchitril era mi club favorito. Por mucho. Con sus paredes en colores satánicos y decoración de candiles y velas, sacados de un cabaret anacrónico y futurista. Podías embriagarte frente a la consola del DJ, que ponía dance, pop y un house de espesas frecuencias bajas, de cervezas, bebidas edulcoradas sabor a vodka o de los sobacos apestosos a testosterona y algunas otras sustancias sin que te estuvieran chingando con reproches como de mamá regañona. Probablemente te gastabas más dinero pero valía la pena. Había que hidratarse para el maratón de penetraciones estimuladas por frasquitos de poppers que se inhalaban como Gatorades, dejando un apestoso rastro de solvente sofisticado a su paso. No eran olores para cualquiera, incluso muchos homosexuales se sentían intimidados por esa prisión de olores masculinos y terminaban por pedir su costal de vuelta, vestirse y largarse, asqueados de sus propias feromonas.
Abrirte paso en medio de ese manglar de espaldas y torsos húmedos apenas alumbrados por tubos de neón morados o verdes o luz ultravioleta que resaltaba las manchas de semen en los pisos y muebles tapizados de auténtica piel negra, diseñados ex profeso para el sexo entre hombres, en especial para las posiciones de perrito. Manchas que son invisibles bajo la luz natural. Una noche me tocó ver a un encantador descarriado lamer las manchas de semen que brotaban bajo la luz negra mientras un bato le daba por atrás. Prácticamente toda la casa era una escena del crimen onanista. En uno de los cuartos morados había un columpio de cuero y cadenas frente a un espejo en un ingenioso ejercicio de decoración de interiores voyerista. También había cuartos completamente oscuros con más muebles y biombos de rejas como para que la fantasía de estar en la cárcel se sintiese acaso más real. Desde luego había que sortear los bultos que terminaban desparramados sobre algunos de los muebles, inconscientes de tanto cuerpo cavernoso inyectado de sangre. Una de las últimas veces que fui a un tipo lo tuvieron que acostar bocabajo en la parte de la entrada que hacía de mezanine porno para que no se ahogara con su propia congestión alcohólica. Como no reaccionaba, buscaron en sus pertenencias hasta dar con uno de sus familiares, que fue a recogerlo en un taxi rosa.
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Entonces en pleno encuentro de la Fase 2 en la Jornada de Sana Distancia por la crisis sanitaria, lo que predominaba era un ligero frío nocturno y el penetrante olor del Pinol que se evaporaba desde la loseta blanca. Mi amigo, el dueño de la casa, cubrió las ventanas con metros de tela gris oscura que también utilizó para cubrir el par de sillones. Mientras que el colchón que acomodó pegado a uno de los muros estaba sin sábanas ni protectores. Me sugirió bañarme, por aquello de la higiene. Metí el six en el refrigerador. Por ese entonces, la ley seca o la escasez de cerveza aún sonaban a leyenda urbana. Los tipos que habían llegado antes que yo, conocidos del Cuchitril, platicaban en la repisa con los calzones puestos y el cabello húmedo, recién salidos de la regadera. Era como un ritual de Chernobyl antes de la orgía nuclear. Excepto uno, que bebía cerveza sin camiseta pero con los jeans puestos. Ése terminó escapando, apenado. Dijo que no conseguiría ni siquiera una erección decente por el miedo de contraer COVID-19. No tanto por él. Vivía con su madre y la acumulación de posibles escenarios desastrosos le impedía concentrarse en su libido. Ha sido una de las escenas más tensas que he vivido en más de veinte años de putería. Y no supe qué era peor: respirar en una realidad confinada sin Cuchitril y sin Casitas, el miedo o la congoja. Porque fue triste vernos a todos nosotros en calzones manteniendo la inútil sana distancia en ese cuarto de crepúsculos verde y ocre y una serie de focos de Navidad trazando un mapa sobre la tela gris de la ventana con vista al Periférico. Estuvimos tratando de recrear el ambiente del Cuchitril o la Casita. Pero el miedo pesaba más que los poppers. Las miradas que hace dos semanas eran de insinuación depravada, hoy eran de sospecha. Mi amigo consiguió un equipo de sonido sacado de los primeros dosmiles, con capacidad para tres discos compactos, dos caseteras pero sin tecnología bluetooth. Terminamos desinhibiéndonos gracias al montón de cervezas, los mezcales y los benditos poppers. En algún momento alguien dijo, como para recobrar el aliento después de tener la mente en blanco, que tendríamos que esperar a que bajara el popper antes de pedir un taxi de aplicación: “Si nos llevan con los labios y las uñas todos morados pensarán que nos dio COVID y que necesitamos intubación.” Me dio risa pensar que llevo décadas de mi vida poniéndome morado y sin aire.
Imagen de portada: Omar Gámez, Sin título #273, 2003-2004