21 de febrero de 2019
Me parece recordar que fue de Edward Gibbon, el prodigioso autor de The Decline and Fall of the Roman Empire, de quien se cuenta que, al visitar Roma en su juventud, lloró de emoción al ser capaz de descifrar en una lápida ajada las siglas SPQR, es decir Senatus Populusque Romanus, “El Senado y el Pueblo Romano”, que servían como emblema al viejo imperio que cayó en el año del Señor 476, es decir, 1288 antes de que el historiador inglés asomara y se paseara por vez primera entre las ruinas del Foro, en sus días abandonadas, cubiertas de hierbajos y con escasos viajeros husmeando entre las sombras (faltaban siglos para que llegaran las multitudes armadas con selfie-sticks que hoy las pueblan). Roma, si lo pensamos dos veces, es una tierra asombrosa para visitar. Como si pudiéramos apersonarnos en Cíbola, Eldorado o Xanadú. Porque no es una ciudad cualquiera en el mundo; ni siquiera una más entre las principales: representa más que urbes que, ahora, la doblan en importancia geopolítica, tamaño y altura. Más que Nueva York, que París o Londres, Roma es la ciudad. La que tiene un nombre tan alto como el de Babilonia o Jerusalén pero cuyos tesoros siguen, al menos en parte, entre nosotros. Y un nombre que lleva consigo el peso de un pasado colosal. Porque si Grecia le dio a Occidente el corazón de sus idearios filosóficos, científicos y artísticos, si Israel lo dotó de una religión y una moral, Roma le brindó unos modelos de Estado que aún perduran y que, en el fondo, no han terminado de borrarse. Lo sepan o no, una parte sustancial de nuestros políticos (todos aquéllos que no vienen directamente de las ideas marxistas, e incluso algunos de ellos, si recordamos que Roma es también la ciudad de San Pablo, el “apóstol de los gentiles”, y que el marxismo tiene algo o mucho de cristianismo redentorista en sus planteamientos y alcances) han querido, a su modo, restaurar Roma. Su Roma. No en balde, el propio Gibbon comienza su libro estableciendo una idea que me parece que todos hemos escuchado antes y muchas veces: “El Imperio Romano abarcaba la parte más próspera de la tierra y la porción más civilizada de la humanidad”. Somos legión quienes tenemos nostalgia de algo brillante y evanescente que presentimos en nuestras venas y que, sin duda, bulle en nuestros cerebros. Y que, en un sentido o en otro, nos topamos en Roma, al llegar, pero nos topamos mucho antes, al leer. La Iglesia se enredó como una orquídea en el tronco de la Roma de los césares y fue la principal beneficiaria de su caída. Apenas los bárbaros se fueron, la Iglesia hurtó el mármol de las curias y templos para levantar sus basílicas. Y las llenó de estatuas de mármol, otra vez, pero que ya no eran de Júpiter, Apolo o la Bona Dea, sino de San Pedro y la Virgen. Pero, en el fondo, la ciudad volvió, con la Iglesia, a tomar el timón de Occidente de algún modo y por mucho tiempo. Y, hoy, recorrer San Pablo Extramuros o San Juan de Letrán (templos abrumadores que recuerdan a cuarteles imperiales) no resulta menos impresionante que asomar a las ruinas del Coliseo, el Panteón o los Foros. Y pisar las piedras de esas vías romanas, que siguen en pie, siglo tras siglo, y por las que transitaron emperadores, sibilas, poetas, legisladores, apóstoles, santos y vírgenes (pero también esclavos, también prófugos, también campesinos y artesanos) tiene, siempre, algo que, como al viejo y buen Gibbon, nos pone lágrimas en los ojos.
Imagen de portada: Thomas Cole, The Consummation of Empire, 1836.