El 16 de junio de 2017, el INEGI (Instituto Nacional de Estadística y Geografía) presentó los resultados que miden la relación entre el color de la piel y el lugar que uno ocupa en la sociedad mexicana. De inmediato, surgieron los que estaban en contra de siquiera plantear la pregunta de si somos o no un país racista. A pesar de que en el estudio en 30 mil casas se pidió que fueran los encuestados quienes escogieran su propia pigmentación en una escala en la que “A” es color chocolate y “K” es rosa, las voces que pidieron censurar los resultados lo hicieron sobre dos argumentaciones por lo menos gelatinosas: “Si yo soy moreno y me va bien, no existe el racismo” o “Todos somos racistas. A mí me dicen ‘güerito’ en el mercado”. El estudio fue acallado porque, en el mito posrevolucionario, los mexicanos somos una mezcla mestiza y sugerir que los pobres tienen un color más oscuro que los ricos significa que no todo éxito social se debe al mérito propio. Hay algo de mágico en la prohibición de hablar de racismo en México, más allá del obvio: las comunidades indígenas. No decirlo es no convocarlo, como decir que uno no es “de izquierda” porque no quiere ser pobre o aceptar que se vive en una sociedad tan desigual que hasta teme perder la indigencia. En la fantasía del país mestizo, los indios están en geografías aisladas, sin agua potable, hablando, entre humo de copal, otras lenguas. Si son “indígenas” están politizados y reivindican sus costumbres como leyes aparte del resto. Si son “antepasados” pueden pasar a mirar las joyas del esplendor azteca y maya. Los demás mexicanos somos morenos en la medida en que el bigote o el rebozo nos ocultan la cara. Pero el color de la piel se correlaciona con una estructura de oportunidades o falta de ellas. El estudio del INEGI lo mide con precisión: el 88 por ciento de los encuestados se autoclasificaron como morenos, entre la “G” y la “H”, a la mitad de la tabla de pigmentación. Pero una tercera parte de los que se clasificaron como más oscuros no terminó la primaria mientras que el 28 por ciento de los más blancos concluyó su educación superior. Cuando se les pregunta por su lugar en el trabajo, los más oscuros se desempeñan en igual proporción —una tercera parte— en trabajos manuales y de apoyo, mientras que el 32 por ciento de los más blancos son directivos. La prohibición de hablarlo se debe a que, a diferencia de Estados Unidos, el menosprecio por el color de la piel no es institucional sino familiar. Los “gringos”, además de pragmáticos, utilitarios y solitarios, tienen instituciones que humillan a una parte de su población. Los mexicanos no necesitamos de esas instituciones, podemos solitos. El racismo en México es una relación de unos contra otros por el aspecto; no hay leyes que nos separen por colores —sería complicado dada tan enorme diversidad de matices de café—, y la policía puede detenernos por ser morenos o por vengarse de que no lo somos tanto. Por eso está prohibido plantearlo: no hay leyes ni reglamentos que combatir, tenemos que enfrentarnos cara a cara.
Los mexicanos morenos se apresuran a contarnos sobre su abuelo español y cómo se fue oscureciendo su esplendoroso legado pigmentario, pero, sin transición, pueden pasar a defender el statu quo como vernáculo cuando llaman a los opositores “gachupines” o “extranjerizantes”. La mezcla se vive como una angustia entre lo propio y lo aspiracional: si ser moreno implica tener una educación deficiente y un trabajo monótono, nadie quisiera serlo. Si pudiéramos evitarlo, lo haríamos y, en vez de ser más parecidos a la sirvienta, al sicario y al capataz de las telenovelas, podríamos aspirar a ser la dueña, el capo en control y el novio bueno. Esto tiene un contenido político: si las decisiones deben estar en manos de alguien con posdoctorado, muy probablemente será alguien casi transparente. La estructura de poder se revela en dos términos: “prieto” y “güerito”. El “güero” no es el rubio, sino el que tiene poder de compra, el que tiene el control sobre sus necesidades más elementales. En los infomerciales es la consumidora contenta con su nueva compra. El “güero” es alguien confortable, seguro de que no le van a rebotar la tarjeta de débito. Dada la estructura de tercios que revela el INEGI, es posible, aunque no indispensable, que sea de piel más blanca, menos moreno. El “prieto” es más complejo. El “prieto” es el mestizo a cuya pigmentación se le atribuyen, al mismo tiempo, indolencias, ignorancias, rencores atávicos y sentimentalismos a flor de piel. Es la continuación por otras vías de una guerra contra los pobres: el lépero de la Colonia (no de su barrio, sino del periodo virreinal) da paso al “pelado” de la República Independiente. Ambos términos son políticos: la “leperuza” es una chusma anónima y el “peladaje” es la misma, pero desprovista de ropa elegante. Ambas acabaron por encarnar el lenguaje soez: “peladeces” y “leperadas”. Además de la grosería verbal, a los pobres de las ciudades se les atribuyen los mismos rasgos que a los campesinos franceses de principios del siglo XX. Enumera el historiador Eugen Weber los insultos que le merecen sus trabajadores al terrateniente Limousin en 1865:
Bestias de dos patas, apenas se reconoce en ellos a un ser humano. Su ropa siempre mugrosa y, cuando se desnudan, tienen una piel tan oscura y gruesa que uno duda si abajo fluye algún tipo de sangre. Su mirada obtusa y salvaje no deja entrever ningún rastro de pensamiento en este ser atrofiado física y moralmente. No tienen ningún escrúpulo para la traición; son ignorantes, apáticos, flojos, perezosos, de una naturaleza hipócrita, avara, y taimada. Hay que decir que existe una distancia enorme entre nosotros, los que hablamos la lengua francesa, y ellos que apenas la tartamudean con dificultad.
Este sojuzgar —“sentenciar hacia abajo”, literalmente— a los pobres asociando su aspecto a un juicio moral sobre su sospechosa humanidad, adquiere una vuelta con el término “naco”. Escribe, en extenso, Carlos Monsiváis:
La naquiza tiene una historia: el desprecio imperante ante el perfil de un indio zapoteca que no puede decir apotegmas, el desdén ante el brillo (no verbal) de la vaselina y ante el esplendor (no tradicional) de la chamarra amarillo congo y ante la ilustración que a veces concede el certificado (no inafectable) de sexto de primaria, que respalda y encomia la voraz lectura de cómics, fotonovelas y diarios deportivos. Su historia: la opresión y la desconfianza, el recelo ante cualquier forma de autoridad, los asentamientos urbanos como hacinamientos en un solo cuarto, el arribo a la ciudad entre expropiaciones de cerros y enfermedades endémicas y quemadores de petróleo en construcciones de cartón o de adobe o de material de desecho con piso de tierra o de cemento. Su historia: el ir ascendiendo a duras penas o irse quedando entre la malicia de su espíritu crédulo y su muy reciente pasado agrario y su aprendizaje de la corrupción como defensa ante la Corrupción. Su sociedad: la conversación como gracia de la única pileta de agua, el tendajón como el ágora, la cerveza y la mezclilla como estructuras culturales, el ámbito del vecindario y del compadrazgo como la identidad gregaria que se exhibe en la vasta cadena de bautismos, confirmaciones, primeras comuniones, matrimonios, defunciones, quince años, graduaciones de primaria o de academias comerciales, compadrazgos de escapularios, de coronación, del cuadro de la Virgen, de alumbraciones y consagraciones. Su sociedad: el lenguaje extraído de comentaristas deportivos, de cómicos de televisión, de películas, de radionovelas, telenovelas y fotonovelas, la “grosería” permanente como único y último recurso ante un idioma que los rechaza condenatoriamente, la diversión como un desciframiento de las ofertas contiguas del sexo y de la muerte.
Discriminación por el gusto, “hablar mal”, y cierta astucia de la servidumbre, que termina enclavada en el color de la piel. Y así llegamos, por fin, al “prieto” como nombre de la sociedad de castas que ubica el pronóstico de éxito en la pigmentación heredada y que, por lo tanto, desconfía de quien, con esa facha mestiza, ha podido tener casa propia: de ahí que, con todos los millones de la corrupción, “El Negro” Durazo no fuera solamente “Arturo” o el “jefe de la policía de la capital”, sino el amigo advenedizo del Señor de Caparroso de Navarra, el presidente José López Portillo y Pacheco. Los dos fueron en la misma medida corruptos, pero no igualmente ilegítimos por su color de piel, ignorancia y truculencia. El racismo no se trata de una discriminación personal por el color de piel mestiza o por andar mal vestido —“mal envuelto”— ni tampoco por los prejuicios basados en estereotipos, sino que constituye una estructura narrativa y de imágenes respaldada por los que tienen el poder para diseminar ciertas creencias sobre los más morenos, que evita que tengan acceso a los mismos recursos y a ciertos privilegios que deberían concederse por méritos, como la educación o el puesto de trabajo. Es decir, una cosa es que alguien te discrimine por cómo te ve a través de sus prejuicios, y otra muy distinta es que la forma en que está organizado el reparto del poder y los privilegios sea racista. Por eso no existe tal cosa como el “racismo al revés”. Decirle “güerita” a alguien no es racismo, sino simple prejuicio. Cuando alguien no tiene poder institucional para decidir si te quita un espacio, una forma de autodefinirte o una oportunidad por tus rasgos fenotípicos, te puede discriminar, sentirse superior a ti o tener un prejuicio en tu contra. Pero el racismo es otra cosa: es una estructura narrativa de verdad y de poder que, por el origen étnico y los rasgos aparentes, elimina a grupos enteros de las posibilidades de la equidad, la justicia y la libertad. Una cosa es que te discriminen o tengan prejuicios porque hablas francés —lo que no pasa de una anécdota personal— y otra muy distinta es que, estructuralmente, México es una nación racista porque los privilegios y el poder les están si no prohibidos sí alejados a los “prietos”. Estas vías de ascenso cultural y social están más empedradas para los más oscuros que para los menos morenos. El otro tema que hace ridícula la observación de que existe un “racismo al revés” es la historia. Que yo sepa, ningún “no-prieto”, “menos prieto”, “no tan naco” —en el país de las 23 combinaciones de las castas coloniales todo lleva comillas— tuvo que soportar la esclavitud, la encomienda o las limitaciones de acceso a la educación o a cargos de autoridad. Y menos ha tenido que aceptar que sean los privilegiados de la casta superior los que definan su identidad. Y es que, acaso, la discusión que anuló la banalización del término “racismo” al suponer que podía existir como una estructura de doble vía —“racismo de los indios a los blancos”—, fue la de la autodefinición. Fue el poder colonial el que inventó una clasificación “naturalista” de los de abajo: criollo, mestizo, castizo, español, zambo, zambo prieto, mulato, morisco, albino, saltapatrás, apiñonado, cholo, chino, harnizo, harnizo prieto, chamizo, cambujo, lobo, jíbaro, albarazado, zambaigo, campamulato y tente en el aire. Donde “español” no es lo que dice, sino “español con mestizo que se casa con español”, y donde “prieto” siempre es un escalón abajo de la pirámide de la fuerza institucional. En la cúspide, sólo los “peninsulares” —los nacidos en España— eran el verdadero poder. Un poder transoceánico, tan lejano a los súbditos como ahora lo están los diplomados en la Ivy League de los ejidos. Hoy siguen siendo los poderosos los que definen a los otros como “prietos”, “nacos”, “lumpen”, dentro de una estructura que les niega a éstos la igualdad y la libertad. Los demás son insultos, inaceptables porque discriminan, pero no insuperables como sí es nuestra democracia de las castas.
La construcción cultural del “prieto” —o del “moreno”— sigue siendo hoy la misma que durante la Nueva España. Nuestra invisibilidad nos hace parte de la “mayoría silenciosa”, el lugar donde rebotan las encuestas, donde las estadísticas van mal, donde los discursos académicos de la ciudadanía “verdadera” parece que no se entienden —siempre estará el problema del idioma—, o se malinterpretan o se miran con sospecha. Somos esos, los “prietos”, de los que nunca se puede uno fiar, que están siempre al borde de acuchillarnos traidoramente o llorar por un bolero o que, sin asumir su compromiso con la productividad, se dejan caer al pie del nopal ya privatizado, con un sombrero chino que nos tape del mediodía desgastado por el cambio climático. El país tiene que seguir diferenciado porque, como reza el refrán de los que creen que al enunciarse como superiores lo son en la realidad, “lo bueno de la lucha de clases es que la vamos ganando”. El discurso por la igualdad es amenazante para quien cree que la vida lo recompensará algún día por su obediencia al poder. Los desesperados son “los de abajo” que necesitan protestar o disentir. Son los “chairos”. El “chairo” es el prieto ideológico. Y éstos además son “pandrosos” —no siguen la moda—, “indígenas” —los rasgos que demuestran la pobreza y el “mal español”—. Últimamente los “chairos” son la restauración ideológica del “naco”, ahora asimilada a quien protesta por las desigualdades y los menosprecios. La enunciación del otro como inferior no admite utilizar “naco” o “prieto” y se sustituye por “chairo”: si yo sólo fuera pobre, protestaría, pero también soy obediente. En la medida en que desprecio la realidad de mi propia pobreza, desdeño a los que protestan contra ella. Protestar, indignarse por la injusticia sería aceptar que la padezco. El chairo siempre es el más moreno. La banalidad es una insustancialidad como vanidad prestigiosa: no informarse para evitar preocuparse, despreciar las búsquedas insaciables de saberes como casi patológicas, sentirse orgulloso de la propia bobería, de no tener que preocuparse por los demás o el país, porque tengo que sostener mi propia fantasía de que me va bien. Lo remoto antiintelectual lleva a lo insensible. Si nada es para tanto, hasta una masacre es celebrable o, al menos, eludible por la vía de “hay tanto de eso, que prefiero ya no verlo”. No es que los que justifican con su banalidad el estado actual de las cosas tengan una postura a favor o en contra de las reformas constitucionales o de cómo se han manejado las oficinas de los gobernantes y los empresarios —no pueden porque eso sería faltar al prestigio que les da la superficialidad—, es que aguantarlas es demostrar inclemencia, un valor de la cultura neoliberal. You’re fired, decía Donald Trump a los concursantes del show televisivo que lo llevó a la presidencia. Sentirse distinto a la mayoría es ser menos moreno y ocultar que tu apellido es “Hernández”, pero también no comprometerse, no ser “intenso”, no ser ideológico. Después de todo, el sentimentalismo y lo épico son de mal gusto. Pero tampoco hay que decirlo, los demás podrían sentirse menospreciados.
Imagen de portada: Johann Moritz Rügendes, Negros novos, 1835.