¿Cómo muere un imperio? Al parecer, suele haber una creciente sensación de decadencia y después algo ocurre, un solo hecho que marca el punto de inflexión. Al término de la Segunda Guerra Mundial, Gran Bretaña estaba al borde de la quiebra y su imperio hecho trizas, pero continuó en el juego gracias a un préstamo del gobierno de los Estados Unidos y a las nuevas exigencias de la Guerra Fría, que le permitieron mantener hacia el exterior la apariencia de ser un actor global. El fin de su época imperial no fue evidente sino hasta la debacle de Suez en 1956, cuando los Estados Unidos, la Unión Soviética y las Naciones Unidas presionaron a los británicos para que sus fuerzas abandonaran Egipto, que habían invadido junto con Israel y Francia tras la toma del Canal de Suez por parte de Gamal Abdel Nasser. Pronto se abrirían las compuertas de la descolonización.
En febrero de 1989, al retirar sus fuerzas militares de Afganistán tras un intento fallido de pacificar al país que duró nueve años, la Unión Soviética realizó una ceremonia cuidadosamente coreografiada que denotaba solemnidad y dignidad. Una ordenada procesión de tanques avanzó por el norte y cruzó el Puente de la Amistad que se extiende sobre el río Amu Daria, entre Afganistán y Uzbekistán, entonces una república soviética. El comandante soviético, el teniente general Borís Grómov, atravesó el puente a pie junto con su hijo adolescente, llevando un ramo de flores y sonriendo a las cámaras. Detrás de él, declaró, no quedaban soldados soviéticos en el país. “Ha llegado el día esperado por millones de soviéticos”, dijo más tarde esa misma jornada ante las tropas. “A pesar de nuestros sacrificios y nuestras pérdidas, cumplimos cabalmente nuestro deber internacionalista”. El discurso triunfal de Grómov no fue el equivalente exacto del “misión cumplida” de George W. Bush tras la invasión de Irak en 2003, pero se acerca. El mensaje que se pretendía transmitir, al menos al pueblo soviético, era tranquilizador: el Ejército Rojo salía de Afganistán porque quería, no porque lo hubieran vencido. En su ausencia, el Kremlin había instalado al frente del gobierno a un aliado afgano de mano dura, un exjefe de la policía secreta llamado Najibulá; también se contaba con un ejército afgano probado en combate, equipado y entrenado por los soviéticos. Mientras tanto, se advertía un ánimo festivo en las fuerzas de la guerrilla muyahidín, que habían recibido subsidios y armas de los Estados Unidos y sus socios en Arabia Saudita y Pakistán. Sus unidades de combate se concentraron afuera de las ciudades bajo dominio del régimen afgano con la expectativa de que Najibulá pronto se rendiría y, así, pudieran tomar Kabul. A la larga, el gobernante se sostuvo otros tres años y su caída condujo a una nueva guerra civil. Por más que se hablara del deber internacionalista, el Afganistán que los soviéticos dejaron a su salida era un cementerio a cielo abierto. De sus doce millones de habitantes, no menos de dos perecieron en la guerra, más de cinco habían huido del país y otros dos millones tuvieron que desplazarse internamente. Muchas de las ciudades estaban en ruinas y la mitad de los poblados y aldeas rurales habían sido arrasadas. Oficialmente, el saldo para las tropas soviéticas fue de sólo unos 15 mil fallecidos —aunque la cifra real puede ser mucho mayor— y cincuenta mil soldados heridos. No obstante, cientos de aeronaves, tanques y piezas de artillería quedaron destruidos o se perdieron, y para sufragar el esfuerzo de guerra se desviaron miles y miles de millones de dólares de la atribulada economía soviética. A pesar de las tentativas del Kremlin por restar importancia a la contienda, el ciudadano soviético promedio sabía que la intervención en Afganistán había sido un fiasco muy caro. Apenas 18 meses después de que los soviéticos se retiraron de Afganistán, un grupo de partidarios de la línea dura trató de derrocar al presidente reformista Mijaíl Gorbachov. Sin embargo, calcularon mal su poder y el apoyo popular con el que contaban. Ante las manifestaciones públicas en su contra, pronto todo quedó en una intentona, a la que siguió el derrumbe de la propia Unión Soviética. Para entonces, desde luego, muchas cosas más allá del tropiezo soviético en Afganistán habían contribuido a debilitar letalmente al otrora poderoso imperio.
Aunque ambos hechos son comparables en su carácter humillante, sólo el tiempo dirá si el viejo adagio que reza que Afganistán es la tumba de los imperios es verdad para los Estados Unidos, así como lo fue para la Unión Soviética. En su escrito del 15 de agosto, mi colega Robin Wright considera que sí:
La gran retirada de los Estados Unidos [de Afganistán] es al menos tan humillante como la salida de la Unión Soviética en 1989, un acontecimiento que contribuyó al final de su imperio y del régimen comunista […] Las dos grandes potencias se retiraron derrotadas, con la cola entre las patas, dejando un caos tras de sí.1
Cuando le pedí a James Clad, antiguo Subsecretario Adjunto de Defensa de los Estados Unidos, su opinión sobre el tema, me envió un correo electrónico:
Es un duro golpe pero, ¿el “fin” del imperio? Todavía no, y probablemente no lo sea por mucho tiempo. Sin embargo, esta derrota estrepitosa hizo mella en el prestigio estadounidense, dejándonos geopolíticamente como unos tontos. ¿Es un golpe mortal? En el resto del mundo, los Estados Unidos siguen siendo el fiel de la balanza entre las potencias extranjeras. Pese a ciertas exageraciones de la prensa, no se ha concedido ninguna ventaja irreversible a China, nuestro principal contendiente geopolítico.
Es verdad que, por el momento, Estados Unidos conserva su poderío militar y su fortaleza económica. No obstante, desde hace dos décadas, parece que cada vez pierde más capacidad para aprovechar cualquier elemento favorable. En vez de ampliar su hegemonía desplegando sus puntos fuertes con inteligencia, ha dilapidado reiteradamente sus esfuerzos, lo que ha mermado tanto su aura de ser invencible como su estatura ante otras naciones. La cacareada guerra global contra el terrorismo —que incluye la invasión de Irak ordenada por Bush en busca de las inexistentes armas de destrucción masiva, la decisión de Barack Obama de intervenir en Libia y sus titubeos sobre la “línea roja” en Siria, la traición a los kurdos perpetrada por Donald Trump en ese mismo país y su acuerdo con los talibanes en 2020 para retirar las tropas estadounidenses de Afganistán—2 en realidad ha propiciado una metástasis del terrorismo en todo el planeta. Tal vez Al Qaeda no sea tan prominente como en el 11-S, pero sigue existiendo y tiene una ramificación en África del Norte; ISIS también cuenta con miembros en esa región —en Mozambique— y, desde luego, en Afganistán, como lo dejaron claro los espantosos atentados en el aeropuerto de Kabul. Y los talibanes han retornado al poder, justo donde todo comenzó hace veinte años.
Rory Stewart, ex ministro británico que formó parte del Consejo de Seguridad Nacional de la Primera Ministra Theresa May, me dijo que ha observado con “horror” los acontecimientos en Afganistán:
Durante la Guerra Fría, los Estados Unidos mantuvieron una visión coherente del mundo. Se iba un gobierno y llegaba otro, pero su perspectiva del mundo no cambiaba mucho. Después del 11-S, los aliados de los Estados Unidos nos dejamos llevar por las nuevas teorías que se les ocurrieron para explicar su respuesta a la amenaza terrorista en Afganistán y otros lugares. Pero ha habido una absoluta falta de continuidad desde entonces; la manera en que los Estados Unidos veían el mundo en 2006 y la manera en que lo ven hoy son como el día y la noche. Afganistán dejó de ser el centro del mundo y se ha convertido en un lugar, según nos dicen, inofensivo. Lo que esto nos señala es que todas las teorías anteriores no significan nada ahora. Resulta profundamente perturbador presenciar este bandazo tan repentino hacia el aislacionismo que prácticamente destruye todo aquello por lo que luchamos juntos durante veinte años.
Stewart, cofundador de la Turquoise Mountain Foundation —que durante 15 años ha apoyado proyectos de patrimonio cultural, salud y educación en Afganistán— e investigador titular del Instituto Jackson para Asuntos Globales en Yale, se mostró escéptico cuando Joe Biden afirmó que las prioridades estratégicas de los Estados Unidos ya no están en lugares como Afganistán, sino en la manera de contrarrestar la expansión de China. Señala:
Si esto fuera verdad, entonces sin duda una parte de la lógica de la confrontación estadounidense con China sería decir “vamos a seguir demostrando nuestros valores mediante nuestra presencia en todo el mundo” como lo hicieron en la Guerra Fría con la URSS. Y una forma de hacerlo es mantener su presencia en el Medio Oriente y otros lugares, porque irse sería contraproducente. Al final, pienso que todo ese discurso sobre China es en realidad una excusa para el aislacionismo de los Estados Unidos.
Volvamos a la fastidiosa pregunta: ¿el regreso de los talibanes en Afganistán representa el fin de la era estadounidense? Tras la decisión aparentemente desastrosa de Biden de sumarse a la retirada de las tropas estadounidenses que inició su inepto predecesor, se puede afirmar que la imagen internacional de los Estados Unidos ha resultado dañada. Y parece válido preguntarse si este país puede atribuirse una gran autoridad moral en el plano internacional después de haber puesto Afganistán, y a sus millones de desafortunados ciudadanos, de vuelta bajo la custodia de los talibanes. Sin embargo, no queda claro si, como señala Stewart, la salida de los Estados Unidos de Afganistán representa parte de un viraje más amplio hacia adentro o si, como opina Clad, los Estados Unidos pueden reafirmarse en otro escenario para mostrar al mundo que siguen siendo poderosos. Por lo pronto, se siente como si la era estadounidense no hubiera terminado del todo, aunque tampoco es lo que solía ser.
Este texto es una traducción de “Is the U.S. Withdrawal from Afghanistan the End of the American Empire?”, en The New Yorker, publicado el 1 de septiembre de 2021. Disponible en este link Se reproduce con autorización.
Imagen de portada: Kandahar, Afganistán, 1982. Fotografía de Steve McCurry. Magnum Photos ©
-
Robin Wright, “Does the Great Retreat from Afghanistan Mark the End of the American Era?”, en The New Yorker, publicado el 15 de agosto de 2021. Disponible aquí ↩
-
Robin Wright, “Turkey, Syria, the Kurds, and Trump’s Abandonment of Foreign Policy”, en The New Yorker, publicado el 20 de octubre de 2019. Disponible en este link ↩