dossier Drogas ABR.2020

High Society. Sustancias psicodélicas en la historia y la cultura

Fragmento

Mike Jay

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Linnaeus y la Ilustración

El siglo XVIII fue la gran era de los organizadores, y ninguno como Carl Linnaeus. Por la época en la que el polvo de Dover (la ipecacuana) comenzó a aparecer en las tiendas de abarrotes británicas él estaba desarrollando el sistema de clasificación botánica que con el tiempo se convertiría en el estándar moderno y gracias al que se inmortalizó su nombre. Pero era sólo el principio para el “secretario de Dios“, como se llamaba a sí mismo, el hombre que nació con la misión sagrada de describir y catalogar la naturaleza en todas sus formas. En 1749 publicó su Materia medica, donde sistematizó los nombres y sinónimos de todas las plantas medicinales, sus países de origen y hábitats, las técnicas para preservarlas y sus dosis y efectos farmacológicos. En 1753 finalmente terminó su Species plantarum, una obra en dos volúmenes que describe más de 8 mil plantas con un detalle sin precedentes, y en 1762, durante la última etapa de su vida como el genio residente de la Universidad de Upsala, en su nativa Suecia, rodeado de monografías sobre temas que iban desde los lemmings, la lepra y las hormigas hasta la electroterapia, publicó un opúsculo titulado Inebriantia, el primer inventario moderno sobre las drogas psicoactivas. La portadilla de esta primera contribución moderna indica que se trata de una definición clara de las sustancias en cuestión. Al hablar de “inebriantes” Linnaeus no se refiere a todas las drogas, sino en concreto a “aquellos estimulantes que afectan el sistema nervioso de modo tal que operan un cambio no sólo en su función motora sino también sensorial”. Se trata, en esencia, de la definición de drogas psicoactivas o alteradores de la conciencia que todavía se usa hoy en farmacología. Aunque admitió que aún no existía una explicación farmacológica satisfactoria de los mecanismos de operación de estas drogas notó afinidades estructurales entre ellas. La mayor parte, por ejemplo, tenía un sabor amargo, una propiedad que en el siglo siguiente explicaría la química de los alcaloides. Inebriantia también fue moderna en cuanto a su alcance global. Además de la conocida flora europea compuesta por plantas como la amapola y la belladona, Linnaeus presentó muchas drogas provenientes del Este: preparaciones de cannabis que incluían píldoras turcas de hachís o la bebida persa conocida como bangue; las semillas de la ruda siria, Peganum harmala, que contienen los mismos alcaloides que las lianas de la ayahuasca del Amazonas, e incluso la combinación de hojas de betel, nuez de areca y lima del lejano Oriente. Las drogas del Nuevo Mundo, como el tabaco, también estaban representadas; Linnaeus ya había escrito monografías sobre el café, el té y el chocolate. Gracias a esta perspectiva global pudo observar que “casi ninguna nación carece de intoxicantes”. El conocido triunvirato europeo de alcohol, amapola y belladona ahora podía compararse y clasificarse, por primera vez, dentro de una panoplia de alternativas exóticas.

Paul de Reneaulme, hojas de tabaco en Specimen historiae plantarum, 1611. Wellcome Collection.

Sin embargo, en otros sentidos el trabajo de Linnaeus le resultará curioso al lector moderno. Las drogas se clasifican en tres tipos: naturales, artificiales (como el alcohol, en particular los destilados) y míticas. Dentro de estas últimas, las drogas de la Antigüedad clásica, como el néctar, el nepentes y el moly, se consideran en forma metódica con el resto del conjunto y sus propiedades se enumeran cuidadosamente. Linnaeus también recurre a la mitología para describir los efectos de las drogas. Le presenta al lector la imagen de un viejo a quien personajes mágicos como Medea le ofrecen bebidas sucesivas; cada una lo empuja un paso más de regreso en las siete edades de la vida. La dosis correcta lo devuelve al apogeo de su existencia antes de que una sobredosis lo reduzca a un indefenso bebé. Esta imagen es la gran metáfora de Linnaeus sobre la acción de los estimulantes y los sedantes: sus poderes sobre el sistema nervioso nos permiten acelerar y ralentizar nuestros metabolismos, y así hacer pasar nuestros cuerpos de viejos a jóvenes en un instante por medios químicos. Otros mitos clásicos ilustran en Inebriantia los peligros de las drogas. La hechicera Circe, cuya poción reduce a los hombres de Odiseo al estado de bestias, representa una advertencia intemporal sobre la degradación física y mental a la cual puede conducir el apetito descontrolado por la intoxicación. Linnaeus se concentra particularmente en las bebidas destiladas: durante su vida pasó mucho tiempo haciendo botánica en el salvaje norte de Europa, donde con frecuencia lo horrorizó el consumo excesivo de bebidas espirituosas que atestiguó en los pueblos remotos. Varios de sus estudiantes sucumbieron también a los excesos del alcohol. Le parecía que el alcohol era, por mucho, la sustancia más destructiva de la recién descubierta cornucopia global de drogas. Sospechaba del café, que en su opinión drenaba el vigor e inducía una senilidad precoz, pero era una fumador empedernido y recomendaba el tabaco como un arma contra las infecciones. El exhaustivo catálogo de drogas de Linnaeus pronto se volvería obsoleto. La pasión por la clasificación de la que fue el mayor exponente seguía alimentando la lista, sobre todo a través de la exploración global pero también gracias a una inspección más detenida de la flora indígena europea. El 3 de octubre de 1799 un doctor de nombre Everard Brande fue llamado al hogar de una familia pobre que se encontraba en las garras de una crisis tóxica misteriosa y posiblemente fatal. El padre, a quien Brande identifica únicamente como “J. S.”, comenzó su día como acostumbraba hacer en otoño, yendo a Green Park al alba para recolectar hongos silvestres que llevó a casa y cocinó “con los añadidos comunes” —harina, agua y sal— en una sartén de hierro para hacer un caldo matinal para su esposa y sus cuatro hijos. Pero más o menos una hora después de su desayuno la familia comenzó a experimentar síntomas extraños y alarmantes. “J.S.” experimentó vértigo, falta de equilibro y puntos negros que se extendían por todo su campo visual; el resto de la familia se quejó de envenenamiento, dolor de estómago y frío en las extremidades. El padre dejó la casa para ir por ayuda, pero apenas había avanzado unos cientos de yardas cuando se sintió confundido, olvidó hacia dónde iba y por qué, y entonces llamaron al doctor.

James Sowerby, Psilocybe semilanceata en Coloured Figures of English Fungi or Mushrooms, 1803.

Cuando el doctor Brande llegó los síntomas de la familia subían y bajaban en oleadas vertiginosas. Notó que sus pulsos y respiraciones se intensificaban y reducían, volviendo periódicamente a un estado casi normal antes de precipitarse en una nueva crisis. Todos estaban poseídos por la idea de que estaban muriendo, excepto por el hijo de ocho años, Edward, cuyos síntomas eran los más extraños de todos. Edward había tomado una gran porción del guisado de hongos y “era atacado por arrebatos de risa inmoderada” de la que no podían disuadirlo las amenazas de su padre o su madre. Entre accesos de risa mostraba “un alto grado de estupor, del que salía cuando lo llamaban o sacudían, pero en el cual volvía a caer de inmediato”. Las pupilas de sus ojos fijos eran del tamaño de platos, y no decía más que disparates: “cuando se le despertaba e interrogaba sobre su estado respondía con indiferencia sí o no, igual que a cualquier otra pregunta, evidentemente sin relación alguna con lo que se le había preguntado”. El doctor Brande trató estos síntomas tan extraños y atemorizantes con eméticos y tónicos fortificantes, y a ellos se atribuyó la recuperación de la familia cuando volvieron a la normalidad varias horas después. Brande consideró que el episodio había sido lo suficientemente excepcional como para escribir una descripción completa para el Medical and Physical Journal, argumentando que estos “efectos perniciosos de una especie muy común de agárico, hasta entonces no considerado venenoso” deberían difundirse entre los doctores y el público en general. La historia de los psilocibes u “hongos mágicos” en Inglaterra y Europa es, como la de la belladona, muy debatida. Por analogía con otras culturas, particularmente las de las Américas, es posible que los conocimientos sobre sus efectos alucinógenos daten de la prehistoria, pero hay pocas pruebas para sostenerlo y muchas evidencias en contrario. En Dioscórides y los herbolarios que le siguieron los hongos se consideraban una sola especie con algunas formas comestibles, pero fundamentalmente putrefactos y malsanos. Hay referencias aisladas a setas que provocan delirio, y el de Brande no es el primer reporte de una intoxicación accidental; existía una noción generalizada de que algunos hongos podían provocar alucinaciones, pero se consideraba un ejemplo más de su consabida naturaleza venenosa. Dado que los psilocibes son sólo unos honguitos entre muchas especies que fructifican en las mismas condiciones y sus efectos no son evidentes hasta que se ingieren muchos al mismo tiempo, es perfectamente posible que sus propiedades características no fueran reconocidas hasta tiempos modernos. Brande tampoco tenía claro qué especie de hongo exactamente había provocado los síntomas de la familia, pero en el clima científico de la Ilustración estos detalles comenzaron a investigarse más meticulosamente. Su recuento del incidente llamó la atención del artista botánico James Sowerby, quien trabajaba en una guía ilustrada de los hongos ingleses y postergó su publicación para incluir una ilustración de los honguitos que se pensaba que habían sido responsables. Durante el siglo XIX, sin embargo, la identificación de Sowerby fue olvidada: el psilocibes se confundió con otras especies y sus propiedades alucinógenas se mezclaron con las de la vistosa matamoscas (Amanita muscaria), cuyo empleo por parte de los chamanes siberianos se iba popularizando en Occidente gracias a los relatos de viajeros polacos y rusos. La contracultura psicodélica de la década de 1960 ocurrió en la total ignorancia de las propiedades alucinógenas de los psilocibes. No fue sino hasta finales de esa década que el hongo de Brande se identificó inequívocamente como Psilocybe semilanceata, una especie nativa de Europa que contenía un alcaloide recién descubierto, la psilocibina, y coincidía con la ilustración de Sowerby. Los hongos mágicos no se incorporaron a la cultura moderna de las drogas sino hasta principios de la década de 1970.

Las primeras drogas sintéticas

El mismo año en que Brande registró los efectos de los psilocibes otra droga se descubrió de manera fortuita, en circunstancias muy distintas y con consecuencias más dramáticas. Durante toda la primavera y el verano de 1799 un grupo notable de sujetos experimentales consumió deliberadamente una sustancia que no sólo era una molécula nueva sino también un nuevo estado de la materia intoxicante: el gas. En la Institución Neumática de Hotwells, un pueblo de balnearios en las afueras de Bristol, sintetizaron óxido nitroso, lo inhalaron y descubrieron, para su asombro, que alteraba la conciencia en formas dramáticas e imprevistas. Sus reportes darían a conocer al mundo este nuevo estado mental con un detalle sin precedentes y le otorgarían al óxido nitroso su nombre común: “gas de la risa”. La Institución Neumática fue creación de Thomas Beddoes, un médico de una erudición y una energía pasmosas poseído por la convicción de que se requería una revolución en las terapias farmacológicas. La química, sostenía, se había visto transformada por gente como Joseph Priestley y Antoine Lavoisier, que habían descompuesto la naturaleza en sus componentes básicos y revelado sus estructuras secretas, pero la medicina era un resabio de las suaves terapias hipocráticas y las tradicionales panaceas herbales. Le preocupaban en particular enfermedades de los pulmones como la consunción, que según sus cálculos mataba a uno de cada cuatro ingleses adultos. Gases como el oxígeno, descubierto en 1774, ofrecían nuevas posibilidades para tratar los pulmones en forma directa. Beddoes decidió consagrar sus energías a establecer una clínica y un laboratorio conjuntos en el que pudiesen fabricarse gases y probarse en los pacientes inválidos. A finales del siglo XVIII no muchos compartían la convicción de Beddoes de que la química estaba destinada a transformar el arte de la medicina. Las sustancias puras aún se asociaban con las dosis ya curativas, ya fatales de ácidos y metales tóxicos que favorecían los seguidores de Paracelso y que se consideraban medidas desesperadas. La medicina estaba dominada por la tradición y no por la experimentación, y la idea de probar nuevas medicinas en los enfermos estaba plagada de problemas éticos. La Institución Neumática fue vista con sospecha desde antes de que abriera, pero sus experimentos resultaron ser aún más alarmantes de lo anticipado. Beddoes había contratado como su asistente a un joven y brillante químico autodidacta llamado Humphry Davy, quien avanzó rápidamente en la síntesis de nuevas combinaciones de gases y los probó en sí mismo. A un mes de la apertura de la Institución realizó el descubrimiento por el que se volvería famosa. Al inhalar óxido nitroso de una bolsa de seda lubricada comenzó a notar “una excitación notablemente agradable en el pecho y las extremidades” que, conforme aspiró más profundamente, se elevó en un crescendo de sensaciones abrumadoras que lo hicieron gritar de alegría y saltar por todo el laboratorio. Beddoes y Davy supieron de inmediato que era un descubrimiento con implicaciones revolucionarias. Un gas artificial, de naturaleza desconocida, era absorbido por los pulmones e instantáneamente inundaba el sistema nervioso, superando así la potencia de cualquier medicina química imaginable hasta entonces. Beddoes inhaló también el gas y notó sus efectos eufóricos y restauradores; Davy, entusiasta y ambicioso, comenzó a administrarse dosis heroicas y a extender las pruebas a otros sujetos. El círculo social de Beddoes en Bristol incluía una vibrante camarilla de médicos, poetas, filósofos y radicales políticos, entre ellos los jóvenes poetas románticos Robert Southey y Samuel Taylor Coleridge. Juntos comenzaron una exuberante y desenfadada serie de experimentos durante los cuales trataron de describir los efectos del óxido nitroso. Pronto quedó claro que se trataba de un proyecto nunca antes emprendido, y para el cual las reglas del juego debían establecerse desde cero. Davy probaba el gas con conejos, gatitos y peces, registraba sus efectos en la respiración y el latido cardiaco y medía cuánto era absorbido por la corriente sanguínea, pero los animales no podían reportar sus sensaciones y mucho menos sus pensamientos. Si iba a existir una ciencia de las drogas psicodélicas debían incluirse experimentos con humanos, y específicamente experimentos realizados por el investigador sobre su propia persona.

Leonhart Fuchs, Cannabis sativa en De historia stirpium […], 1542. Wellcome Collection.

El obstáculo que enfrentaban los experimentadores era el del lenguaje. No existía un vocabulario adecuado para estos estados inexplorados de la mente: como dijo uno de los investigadores, “debemos o inventar nuevos términos para expresar estas sensaciones nuevas y peculiares o añadir nuevas ideas a la viejas antes de que podamos comunicarnos en forma inteligible unos con otras sobre la operación de este extraordinario gas”. Lo que se necesitaba era un “lenguaje del sentimiento”, como lo llamó Davy, un proyecto que los poetas románticos también se afanaban en construir. La química había abierto la puerta a esta nueva disciplina, pero no podía responder todas las preguntas que suscitaba. Eran necesarias todas las herramientas de la poesía y de la filosofía para entender la acción de la droga sobre la mente. Davy, que llevó sus experimentos al límite, terminó concluyendo que “nada existe sino los pensamientos”: la realidad misma era construida por la mente a partir de los datos de los sentidos. Al secuestrar los impulsos sensoriales que llegan a la mente, el óxido nitroso tenía el efecto de transportar al sujeto hacia un mundo nuevo. Para Thomas Beddoes el descubrimiento del óxido nitroso fue un momento trascendental para la medicina y para la humanidad misma. Él y Davy habían descubierto una sustancia que parecía proporcionar alegría bajo pedido, el mensajero de un futuro en el que nuevos descubrimientos podrían liberar a la humanidad de la intemporal tiranía del cuerpo y permitirle “gobernar sobre las causas del dolor y el placer”. Pero a esta idea se oponía una feroz resistencia de naturaleza religiosa y moral, y los sueños utópicos de Beddoes fueron ridiculizados en la prensa y en público. Tendría que pasar medio siglo más antes de que la aplicación característica del óxido nitroso, la anestesia, transformara la medicina para siempre al permitir que se realizaran cirugías sin dolor. Sin embargo, la certeza de Beddoes de que las nuevas sustancias químicas le concederían a la humanidad un control sin precedentes sobre el dolor y el placer pronto sería reivindicada. En 1803 un joven aprendiz de farmacólogo alemán, de nombre Friedrich Sertürner, comenzó a experimentar con un concentrado de opio alquitranado, que trataba de reducir a sus componentes ácidos. Por muchos años produjo una gran cantidad de sustancias desconocidas que probó en sí mismo y en otros. Más tarde en 1817, aisló un compuesto que formaba cristales transparentes solubles en ácido, aunque apenas solubles en agua. Reclutó a tres chicos adolescentes para beber con él una solución de los cristales en cuidadosos incrementos de medio gramo, pero la droga era mucho más poderosa de lo que había anticipado. Él y sus sujetos experimentales sufrieron violentos accesos de vómito y cayeron en un denso estupor, del que sólo se recuperaron bebiendo vinagre fuerte. En honor a Morfeo, el dios romano del sueño, Sertürner bautizó su extracto morfina.
[…] La cafeína se aislaría del café en 1820, y la nicotina del tabaco en 1828. En 1832, además de la morfina se encontraría en el jugo de la amapola una sustancia totalmente distinta, la codeína. En 1842 se encontraría que el chocolate contiene una droga psicoactiva única, la teobromina, y en 1860 la hoja de coca revelaría el estimulante más poderoso y lucrativo hasta el momento: la cocaína.

Mike Jay, High Society. Mind-altering drugs in history and culture, Thames and Hudson, Londres, 2010. Traducción de Renata Parés.

Imagen de portada: Leonhart Fuchs, amapola en De historia stirpium […], 1542. Wellcome Collection.