Cuando las personas de cierta edad salíamos a la carretera en coche era normal que tuviéramos que detenernos cada tanto a limpiar los grasosos cadáveres de insectos que tapizaban el parabrisas (los limpiaparabrisas eran casi inútiles y muchas veces no hacían sino empeorar las cosas). Hoy los viajes por el campo son muy distintos y los automóviles llegan casi intactos a su destino. ¿Qué pasó con todos esos insectos? ¿Y con las catarinas que eran señales de buena suerte y tanto le gustaba encontrar a los niños hace una generación? Muchos entomólogos coinciden en que no se trata de una observación casual. Cada vez es más difícil encontrar insectos en jardines, campos y selvas. Desafortunadamente estamos siendo espectadores y partícipes de una extinción masiva, constante y silenciosa de insectos a nivel mundial. En este momento no es exagerado afirmar que la calidad de vida de las generaciones humanas actuales y el futuro de las que vienen dependen de la persistencia y la salud de estos pequeños seres, no sólo al nivel de especies completas sino también de sus poblaciones.
Insectos, habitantes indispensables de los ecosistemas
La lista mundial de insectos conocidos se acerca a 1 millón 54 mil especies —dos tercios de los seres vivos de los que tenemos noticia— y la cifra podría quintuplicarse si descubriéramos todos las que hay en el planeta. Los insectos habitan en ecosistemas terrestres, de agua dulce y en el suelo, en temperaturas bajas y altas, a grandes y bajas altitudes, en sitios desérticos y lluviosos. Su alimentación es variada: hay depredadores, herbívoros, los que consumen materia orgánica en descomposición, madera u hongos, y los que viven de otros organismos. Aunque gran parte de sus actividades permanecen ocultas a ojos humanos, sus relaciones con plantas y otros animales (incluidos nosotros) son indispensables para el funcionamiento de los ecosistemas terrestres. Por ejemplo, los insectos que consumen o degradan hojarasca y madera, como las termitas y los escarabajos, mantienen en circulación nutrientes y elementos indispensables para otros organismos. En particular, las termitas conforman una parte importante de la biota del suelo y fragmentan hojarasca y árboles caídos que luego acumulan en grandes cantidades dentro de sus nidos, poniéndolas a disposición de hongos y bacterias que, a su vez, las transforman en nutrientes orgánicos que las plantas pueden aprovechar para crecer. Otros ejemplos son las moscas que dispersan hongos degradadores de materia orgánica; los escarabajos enterradores que se deshacen de los cadáveres; los escarabajos rodacacas que se alimentan de estiércol, y las hormigas que transportan y mezclan los nutrientes en el suelo al construir sus nidos. Sin todos estos organismos los nutrientes esenciales para el crecimiento de las plantas, como el nitrógeno y el carbono, no se quedarían en el suelo de campos de cultivo, selvas y desiertos, sino que se liberarían directamente a la atmósfera y contribuirían al calentamiento global. Casi la cuarta parte de los seres vivos del planeta son insectos herbívoros que consumen diversas estructuras de las plantas y, al hacerlo, influyen en su diversidad en los ecosistemas. Cuando los insectos herbívoros devoran semillas o plantas jóvenes de una sola especie, otras especies se ven beneficiadas, al tener una menor competencia por la luz y otros recursos, y dominan los paisajes. Los herbívoros también pueden generar claros en los bosques cuando se alimentan de hojas del dosel, lo cual permite la entrada de una mayor cantidad de luz hasta el suelo y con ello la oportunidad de que otras plantas se desarrollen ahí. Las abejas, mariposas, polillas, avispas, moscas y escarabajos también favorecen la diversidad de la flora al polinizar plantas nativas y de cultivo. Sin ellos, las plantas con flor producirían muy pocos frutos en los ecosistemas y se necesitaría que millones de manos humanas tomaran pinceles muy finos y llevaran polen de una flor a otra para que los campos de cultivo fueran medianamente productivos. Mientras, hormigas y escarabajos estercoleros contribuyen a la regeneración de ecosistemas naturales y alterados —quizá por incendios o huracanes—, ya que transportan y entierran grandes cantidades de semillas en el suelo de estos lugares. Este proceso es más importante en sitios deforestados con suelos pobres en nutrientes, ya que las semillas que transportan hormigas y escarabajos tienen más probabilidades de germinar cuando están enterradas en la materia orgánica depositada en los nidos de estos insectos.
Como son tan abundantes, los insectos constituyen una importante fuente de alimento para aves, mamíferos, reptiles y peces: dos terceras partes de las aves del mundo y siete de cada diez especies de murciélago dependen del consumo diario de estos seres. Otros insectos contribuyen a regular las poblaciones de vertebrados al parasitar o dispersar parásitos entre ellos. Por ejemplo, en islas donde ratas o conejos introducidos han causado daños a la biota nativa se ha utilizado la capacidad natural de moscas, zancudos y pulgas como vectores de enfermedades para disminuir las poblaciones de estos vertebrados. Las comunidades humanas también obtienen contribuciones naturales (antes llamadas servicios ecosistémicos) negativas y positivas de los insectos. Por un lado hay insectos como los mosquitos, que son vectores que transmiten enfermedades como el Dengue y el Zika que matan a cientos de miles de personas al año, y existen plagas que consumen hasta 40 por ciento de las cosechas mundiales y afectan miles de hectáreas de bosques maderables, como hacen algunas especies de langostas y escarabajos barrenadores. Por otro lado, los insectos polinizan 90 por ciento de nuestros cultivos principales. También pueden ser enemigos de sus propios congéneres: los escarabajos y las chinches acuáticas ayudan a controlar las poblaciones de mosquitos al alimentarse de sus larvas en los estanques y las aguas quietas. Y no es todo: usamos insectos para obtener materiales como cera, tintes y seda, y directamente como alimento (de ellos obtenemos miel y existen más de 2 mil especies de insectos comestibles en todo el mundo). Todavía hoy en los pueblos originarios de México se consumen 549 especies de insectos, entre chapulines, orugas, nucús y otros. Esta práctica, llamada entomofagia, ha llegado a las culturas occidentalizadas en forma de comida gurmet y se ha propuesto como el “alimento del futuro” al ser una excelente opción para reducir o sustituir otras fuentes de proteína, porque se reproducen rápidamente, comen una gran variedad de alimentos, ocupan poco espacio y tienen un alto valor nutrimental. Además, su cultivo genera un impacto ambiental mucho menor al del ganado regular.
Números rojos entre los insectos
La Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (IUCN, por sus siglas en inglés) determinó en marzo de 2020 que 1 759 especies de insectos, de un total de 9 425 evaluadas, enfrentan un alto riesgo de extinción y 130 se reportan ya extintas. Por su lado, distintos entomólogos calculan que han desaparecido de 5 a 10 por ciento de las especies en los últimos tres siglos, un porcentaje mayor al de vertebrados y plantas. Y se estima que otro 40 por ciento (cerca de 600 mil especies) habrá tenido la misma suerte antes de alcanzar la primera mitad del siglo XXI. En términos ecológicos, sin embargo, las especies y las poblaciones se miden en forma distinta, y su mengua tiene diferentes consecuencias. Cuando una especie se extingue significa que todos los individuos de esa especie que había en el planeta han desaparecido. Para que eso ocurra, primero se van esfumando sólo algunos grupos de individuos (poblaciones), o bien los grupos se reducen poco a poco. Las poblaciones mundiales de insectos son cada vez menos numerosas, y muchas especies se han tenido que desplazar de sus hábitats originales. Se ha documentado que incluso en áreas naturales protegidas la abundancia de individuos ha disminuido en 75 por ciento. Y en regiones tropicales las cifras son más alarmantes: las poblaciones de distintos grupos de insectos se han reducido entre 78 y 98 por ciento en las últimas cuatro décadas. Estamos perdiendo poblaciones y especies enteras a un ritmo mayor al que los ecosistemas pueden adaptarse.
Los insectos terrestres más afectados son mariposas, polillas, abejas, abejorros y escarabajos estercoleros, mientras que libélulas, damiselas, efímeras, plecópteros y tricópteros son los insectos acuáticos que han desaparecido en mayor cantidad. Esto lo sabemos a través de decenas de publicaciones científicas basadas en estudios a nivel de países o regiones que han durado por lo menos 10 años y cuyo objetivo era reportar cambios en la cantidad y abundancia de las especies a lo largo del tiempo. Pero casi no sabemos nada de los insectos que viven en el suelo y tampoco conocemos su estatus global actual, sobre todo porque no hay suficientes especialistas en el mundo que los estudien y porque existen pocos estudios a largo plazo que nos permitan entender lo que les está ocurriendo. Cuando las poblaciones que desaparecen dejan hábitats “vacíos” otras especies, tal vez más resistentes a los cambios o que vienen de otros entornos alterados, aumentan sus números y ocupan su lugar, pero no necesariamente realizan las mismas funciones que las especies extintas o desplazadas, o no con la misma intensidad. En ese caso, las especies que solían relacionarse de forma muy específica con otras que ya no están en el entorno corren mayor riesgo de desaparecer. Y si el número de organismos extintos es muy grande, la mayoría de las especies del ecosistema aumentan su riesgo de perderse.
¿Qué le está pasando a los insectos?
Es normal que se extingan las especies; cada año se pierden algunas como parte de lo que se conoce como extinción de fondo. Pero esta desaparición masiva de insectos no responde a un ciclo natural de los ecosistemas: somos los humanos quienes los empujamos cada vez más al filo de la aniquilación. En general consideramos, erróneamente, que los insectos son sucios, incómodos, nocivos y peligrosos para la seguridad alimenticia, y en última instancia que son desdeñables o dispensables. Por eso no es una sorpresa que las causas más relevantes de su extinción actual tengan que ver con nuestras actividades e intereses. Las poblaciones de insectos se extinguen continuamente debido a la pérdida de su hábitat por deforestación, la minería y la conversión de áreas naturales en campos de agricultura extensiva y zonas urbanizadas. El ejemplo más clásico es la mariposa monarca: la mayor amenaza que enfrentan sus poblaciones es la constante deforestación de sus áreas de hibernación en México y la desaparición de las plantas que son su alimento, debido a prácticas agrícolas y a la expansión de las zonas urbanas en Estados Unidos. La contaminación de suelos y cuerpos de agua es otro problema fundamental, y se debe al uso intensivo y desmedido de pesticidas sintéticos y fertilizantes, así como a las sustancias químicas industriales, los desechos de la minería y los metales pesados que las empresas no manejan como se debe. Los pesticidas, por ejemplo, se usan para tratar de controlar insectos que consideramos plagas, pero paradójicamente en el proceso —que nunca es completamente exitoso— se intoxican muchas más especies de insectos y otros animales. En zonas urbanas los insecticidas se usan desmesuradamente en jardines y hogares con la idea de que hay ciertos insectos que son “aceptables” y otros que constituyen huéspedes indeseados, sin pensar en los efectos incluso en la salud humana. Los fertilizantes además acidifican los suelos, causan la muerte de las plantas de las que dependen los insectos y favorecen que los monocultivos dominen los espacios.
En nuestro afán por tener ciudades siempre “vivas” y productivas, la contaminación lumínica, auditiva y electromagnética tiene efectos directos cada vez más agudos en las poblaciones mundiales de insectos. Las polillas han cambiado sus ciclos diarios y estacionales o han desaparecido; luciérnagas, cigarras y grillos ya no pueden usar su bioluminiscencia, vibración o sonido para encontrar pareja en medio del retumbar cacofónico de las ciudades y sus noches sin oscuridad; muchas especies incluso son incapaces de orientarse ante la imposibilidad de ver la Luna o las estrellas. Más recientemente se ha comenzado a especular que la contaminación electromagnética impide la correcta orientación de insectos de vuelo largo, como las abejas. Por si fuera poco, la continua introducción accidental o deliberada de especies invasoras y exóticas y organismos patógenos causantes de distintas enfermedades supone un grave peligro para las especies nativas de insectos. Las especies exóticas son aquellas que encontramos fuera de sus lugares de origen, y cuando éstas se reproducen sin control, se dispersan por doquier y afectan a las especies nativas se les denomina invasoras. Por ejemplo, las hormigas de fuego sudamericanas pueden depredar grandes cantidades de insectos y otros organismos e invaden áreas enormes cuando están fuera de su hábitat natural. Otras, como la catarina asiática y la abeja melífera europea, son grandes competidoras y cuando invaden otras áreas desplazan y transmiten enfermedades a las especies nativas. La mayoría de los insectos no tolera cambios drásticos de clima y su alimento es muy específico, así que las especies habitan sólo en las áreas con condiciones idóneas. Por eso el cambio climático es otra amenaza, pues se ven obligadas a desplazarse en busca de condiciones adecuadas para sobrevivir. No todas lo logran, de modo que las extinciones locales o totales están a la orden del día. Además, el cambio climático evita la interacción de los insectos con sus plantas asociadas, ya que éstas cambian su periodo de floración y ya no coinciden con el nacimiento de los insectos, de modo que éstos no las pueden polinizar ni alimentarse de ellas; y las plantas producen menos flores, semillas, hojas o raíces.
Nuestra supervivencia está directamente ligada a la de los insectos
Los insectos se están extinguiendo, y con ellos sus contribuciones positivas para los seres humanos. La pérdida de sus poblaciones provoca una disminución en la materia vegetal (base de toda la red trófica mundial), la polinización, el control natural de plaga y el reciclaje de nutrientes, y un incremento en la erosión del suelo a causa de la ausencia del movimiento de insectos a través de éste. Tan sólo la caída en la polinización natural global representa una pérdida económica de 235 a 577 mil millones de dólares anuales, según estimó la Plataforma Intergubernamental Científico-Normativa sobre Diversidad Biológica y Servicios de los Ecosistema (IPBES, por sus siglas en inglés) en el año 2016. Esto sin considerar el impacto ecológico, social y cultural que conlleva la disminución de la actividad de los polinizadores, como sucede con las abejas meliponas de la península de Yucatán.
Ilustración en Curiosidades de la entomología, Groombridge and Sons, Londres, 1871. Biodiversity Heritage Library {:.caption}
La pérdida de los insectos se lleva consigo las historias evolutivas de la Tierra contenidas en los genes de cada especie extinta, así como sus interacciones ecológicas con otros organismos y las funciones que realizan en los ecosistemas. Una vez que se pierden dichas historias evolutivas es más difícil que las comunidades naturales se adapten a cambios drásticos. Plantas e insectos han evolucionado juntos desde hace millones de años, y su historia está tan entrelazada que la existencia de la mayoría de plantas depende, en gran medida, de poblaciones sanas de insectos. Si éstos se extinguieran inevitablemente se perdería también gran parte de la flora mundial, en un fenómeno conocido como coextinción. Más de la mitad de la vida en la Tierra está seriamente amenazada por el escenario actual que enfrentan estos pequeños seres. Aunque llevamos siglos estudiándolos, y en todo el mundo hay miles de entomólogos y ecólogos (y otros científicos de distintas disciplinas) dedicados a entenderlos, todavía conocemos muy poco de los insectos: son muchos, son muy pequeños y viven en casi todo el mundo. De modo que a pesar de que estos números son muy preocupantes seguramente estamos subestimando las consecuencias que su desaparición tendría en nuestra calidad de vida e incluso en nuestra supervivencia como especie. Entomólogos y conservacionistas enfrentamos un reto que va más allá de nuestras habilidades, pues aunque ya se ha llevado la discusión hasta el entorno de las políticas ambientales en distintos países y a nivel internacional, los resultados son pobres en comparación con la urgencia del problema. Existen distintas estrategias, evaluaciones, monitoreos y planes de acción; incluso se han creado santuarios para especies en particular, pero no es suficiente. Nos damos cuenta de que, en realidad, requerimos del compromiso de la sociedad entera para frenar esta tragedia y que es necesario conciliar toda clase de cosmovisiones, intereses y apreciaciones para lograr un objetivo común. Es urgente regular, disminuir y desincentivar el uso de pesticidas y fertilizantes, tanto en zonas agrícolas como en nuestros propios hogares; reducir drásticamente las distintas fuentes de contaminación e incrementar la abundancia de plantas nativas, así como crear y mantener reservas naturales. ¿Cuánto estamos dispuestos a hacer? Ésta es la pregunta que nunca hemos querido responder y de la que hoy depende más de la mitad de la vida en la Tierra.
Imagen de portada: Ilustración en Die Insekten, Tausendfüssler und Spinnen, Taschenberg y Brehm, 1877. Biodiversity Heritage Library