En el terremoto de Chillán de 1939 mi abuela perdió a casi toda su familia. Crecimos escuchándola relatar la muerte de su madre: estaban en la misma habitación, pero en rincones opuestos, no alcanzaron a abrazarse. Mi abuela, que por entonces tenía veintiún años, estuvo horas tragando tierra antes de que su hermano consiguiera rescatarla. Sobrevivió de milagro y se convirtió luego en la persona más divertida del planeta, pero cuando nos contaba esta historia, por supuesto, todo terminaba en un generoso llanterío.
—La verdad no está claro que mi abuela tuviera, para el terremoto del 39, veintiún años. Nunca supimos su edad con certeza. Ni siquiera ante las apremiantes velas del pastel de cumpleaños se animaba a confesarla.
—El terremoto era el consabido final de muchas de sus historias. Eran chismes sabrosos, pequeños escándalos, traiciones y desacatos, protagonizados por amigos o conocidos de su juventud. Historias cómicas con final trágico.
—De pronto interrumpía sus relatos para cantar, con su impecable voz de soprano, una canción tristísima y patriótica cuyo estribillo decía “Chillán, oh mi querido Chillán”. Ella misma la había escrito. A veces prefería silbarla, movía la cabeza como bailando, visiblemente satisfecha con la melodía.
Mi abuela pasó con nosotros el terremoto de marzo de 1985. Yo estaba jugando taca-taca con mi primo Rodrigo, recuerdo que le iba ganando: el equipo blanco mío le ganaba al equipo azul de él. Mi abuela nos agarró de un ala para llevarnos al patio. Nos abrazó muy fuerte, luego llegaron mi mamá y mi hermana y cinco o diez angustiosos segundos más tarde apareció mi papá. Esa noche pensé, con estas palabras exactas: así que esto es un terremoto.
—Fue el 3 de marzo, el último domingo de las vacaciones de verano. Esa tarde habíamos visto el empate de Chile con Ecuador, en Quito, por las clasificatorias al Mundial de México ‘86. Recuerdo que fue un partidazo del Pato Yáñez y que el Cóndor Rojas estuvo a punto de meter un gol de arco a arco.
—Salvo aceptar, a regañadientes, el final del verano, no había mucho que hacer después del partido. Mi primo y yo estábamos en el patio, jugando a los penales, cuando inesperadamente se nubló y sobrevino un frío inusual. No entendimos el presagio, pero igual quisimos entrar a la casa y cambiar de juego.
—Hay una versión de este terremoto al comienzo de mi novela Formas de volver a casa. Me resistía a la idea, no quería hablar de ese ni de ningún terremoto; no quería, por así decirlo, una novela con efectos especiales. Y, sin embargo, como suele pasar, al resistirme a esa escena le daba forma, la imaginaba, hasta que ya no pude negar su existencia.
—Los niños dentro de una carpa, haciéndonos los dormidos, los adultos lanzados en un tímido e incesante guitarreo; los adultos compartiendo, por primera vez. Recuerdo el asombro que me produjo verlos vencer la desconfianza, aunque quizás es un recuerdo falso; quizás entonces no lo percibía de esa manera.
—La gran mayoría de los adultos me parecían aburridos: silenciosos, seriotes, autoritarios. La misma palabra adulto sonaba tan fea. Aún no entendía cabalmente que tenían miedo, que debían ser cautos. Que en ese mundo de mierda era mejor no saber demasiado de los vecinos.
—En la versión ficcional no figuran ni mi primo Rodrigo ni mi hermana Ingrid, y por supuesto no soy exactamente yo esa primera persona que habla, que recuerda. Tampoco figura mi abuela, que murió en agosto de 2008, el mismo año en que empecé a escribir Formas de volver a casa.
—Hubo momentos bien novelescos, que sin embargo no quise aprovechar para Formas de volver a casa, quizá porque quería que fuera, por decirlo de algún modo, una novela poco novelesca. Pienso, por ejemplo, en la escena en que mi primo y yo, desafiando la oscuridad y la vigilancia de los mayores, entramos a la casa a rescatar unos autitos Matchbox.
Pocos meses después, en septiembre, vino el terremoto mexicano. Pegados a la tele, vimos una y otra vez las horrorosas imágenes de la Ciudad de México destruida. Esa noche le pedí a mi papá que fuéramos a ayudar a los damnificados. Lanzó una risotada y me explicó que México quedaba lejos, a muchas horas en avión. Me dio vergüenza. Yo tenía nueve años y parece que nunca había mirado un mapa. Quizá por la tele o por la música, creía que México quedaba tan cerca como Perú o Argentina.
—Estoy casi seguro de que durante ese diálogo comíamos las últimas empanadas de esas fiestas patrias. La coincidencia de fechas es casi absoluta —el 16 mexicano es el 18 chileno—, aunque eso entonces no lo sabía.
Me salto a febrero de 2010. La noche del terremoto estaba solo, vivía solo. Pensé, como tantos chilenos, que era el fin del mundo. Pensé, sobre todo, que no tenía nadie a quien proteger.
—Salí, con el celular como linterna, a buscar noticias, o quizá sólo esperaba que amaneciera. Recuerdo que pensaba en la expresión “seres queridos” y en esa frase que aparecía a cada rato, en cada esquina, tan necesaria, verdadera y falsa al mismo tiempo: “estamos bien”.
Al día siguiente busqué, entre el desorden de libros, “Un hombre solo en una casa sola”, el poema de Jorge Teillier, y me lo aprendí de memoria. Quería quizá reírme de mí mismo —de mi autocompasión, de mi tristeza—, pero no me salía la risa: “Un hombre solo en una casa sola / No tiene deseos de encender el fuego / No tiene deseos de dormir o estar despierto / Un hombre solo en una casa enferma”.
—La frase “entre el desorden de libros” es equívoca. No quise dar a entender un derrumbe de las estanterías o algo así. Nada de eso pasó. El desorden era previo, claro: cuarenta o cincuenta libros apilados en los peldaños de la escalera, por ejemplo, que por supuesto terminaron en el suelo, pero no mucho más. El molino y la higuera, el libro de Teillier donde figura ese poema, seguía en la letra T del estante de poesía chilena.
—Por entonces acababa de cerrar una primera versión de Formas de volver a casa. El terremoto de 1985 cobraba, ahora, contigencia, y la alusión se volvía rutinaria, pedestre. Me desalentaba pensar en eso. Tardé unos meses en comprender o aceptar que este nuevo terremoto me había corregido la novela.
—Viví la segunda mitad de ese año 2010 en la Ciudad de México. En lugar del bicentenario chileno me tocó el bicentenario mexicano. Ahora, al pergeñar estas notas, me acuerdo que escribí sobre eso para el blog de la revista Letras Libres. No lo recordaba.
—Durante esos meses trabajé en algunos relatos, pero sobre todo corregí Formas de volver a casa. A última hora, cuando ya casi no había oportunidad de insertar cambios, agregué estas frases, por ejemplo: “Si había algo que aprender, no lo aprendimos. Ahora pienso que es bueno perder la confianza en el suelo, que es necesario saber que de un momento a otro todo puede venirse abajo. Pero entonces volvimos, sin más, a la vida de siempre”.
—¿Tembló en la Ciudad de México durante esos meses del año 2010? ¿Sentí temblar, alguna vez, en el departamento de la Narvarte donde vivía? Estoy casi completamente seguro de que no. En mi diario de esos meses hay cinco alusiones a terremotos, pero todas relacionadas con la idea angustiosa de que terremoteara en Chile estando yo tan lejos.
Ahora mi casa queda en la Ciudad de México y estoy menos solo que nunca. Y supongo que estos dos terremotos al hilo, en dos semanas, me han vuelto menos extranjero. Cuando empezó el primero, el del 7 de septiembre, tenía el oído izquierdo y la mano derecha en el vientre de Jazmina, mi esposa, embarazada de casi siete meses. Y ayer, 19 de septiembre, cuando empezó el segundo, acababa de escribir el primer párrafo de esta crónica. Era otra crónica, por supuesto: ya ni me acuerdo de qué se trataba.
—Sí me acuerdo: era sobre la llegada del Mati Fernández a México, a jugar en el Necaxa.
—El 7 de septiembre acabábamos de terminar un capítulo de Game of Thrones. Jazmina quiso acomodarse para dormir o dormitar. Con la mano en su panza comprobé que la guagua seguía perfeccionando sus golpes de karate. Y empezó el temblor.
—No teníamos plan de contingencia. Me costaba, me cuesta todavía descifrar las cerraduras mexicanas; las llaves, las bocallaves son tan distintas a las chilenas. El 7 de septiembre Jazmina tuvo que arrebatarme el llavero para abrir la puerta de una vez. Y también el 19.
Ayer dimos unas vueltas, a veces ayudamos, a veces estorbamos, mandamos mensajes de texto, respondimos correos, hablamos por teléfono, es decir, como siempre, hicimos lo que pudimos, y sentimos que no fue mucho, que no fue suficiente. Pero al menos, al final del día, conseguimos encontrar a Frank y a Jovi, dos de nuestros mejores amigos, en una plaza de la colonia Roma. “Estoy bastante mejor de la rodilla”, dijo Frank, con un optimismo a toda prueba, inmediatamente después de acomodar las muletas en el asiento trasero del auto.
—Media hora después del terremoto recibí la llamada de mi amiga Andrea. Sólo al final de la conversación supe que no estaba, como yo suponía, en Santiago de Chile, sino en Puerto Rico, en la angustiosa espera del huracán María, que al día siguiente tocó tierra.
Para el primer terremoto Frank estaba recién operado y no podía apoyar el pie izquierdo. Bajó seis pisos en calzoncillos y muletas, ayudado por Jovi, y pasaron horas en la plaza, frente al edificio, antes de decidirse a volver al departamento, que quedó plagado de grietas, aunque, según los ingenieros, sin daños estructurales. Con el terremoto de ayer, sin embargo, el edificio entero estuvo a punto de derrumbarse, y bajar los seis pisos fue casi imposible. “Eres experto en terremotos, todos los chilenos son expertos en terremotos”, me dice Frank, ahora. Le respondo que mi especialidad son los terremotos chilenos, que en materia de terremotos mexicanos soy apenas un principiante. Y sonreímos, como si no fuera cierto.
—Es absurdo comparar terremotos. Es absurdo escribir sobre terremotos; sentarse a escribir, como si hubiera tiempo.
—Los párrafos no antecedidos por guion forman parte de una crónica publicada el 22 de septiembre en la revista chilena Qué pasa. La escribí más bien rápido y la corregí mentalmente mientras ayudaba en un centro de acopio y luego en una bodega de herramientas, en la Condesa. Casi siempre corrijo quitando, pero esta vez corregí agregando.
—Días más tarde, conversando con Guadalupe Nettel, surgió la idea de intentar una versión larga de esa crónica. Me parecía posible, había tantos detalles, tantos matices perdidos. A la hora de modificarlo, sin embargo, sentí que falseaba el texto, que lo sometía, que lo dañaba. Decidí, entonces, respetarlo hasta en las cacofonías, y añadir nada más que estos comentarios.
—Voy a seguir agregando frases, de eso estoy seguro: voy a seguir abriendo este archivo. La primera crónica, la que no quise modificar, terminaba así:
Hace unos años, en la pared principal de ese departamento al que ya no volverán, Frank y Jovi colgaron un mapa enorme, de dos por dos, de la Ciudad de México. Pero un mapa enorme de la Ciudad de México igual es casi completamente indescifrable sin una lupa y un montón de paciencia. Acaba de largarse a llover, todavía esperamos las réplicas y estamos todos muy tristes, pero yo pienso que quiero vivir aquí muchos años, hasta aprenderme ese mapa de memoria.
Ciudad de México, 20 de septiembre y 9-10 de octubre de 2017.
Imagen de portada: Jean Charlot, detalle de Urbe, 1924.